Coco

Coco Martín era el nombre que mis dos hijos, de siete y cuatro años por entonces, eligieron para el pequeño canario que nos había regalado nuestro amigo Carlos en Reinosa. Era un pajarito totalmente amarillo. Solo sus ojos negros, negros, y sus patas rosa claro escapaban del color de sol brillante de sus plumas, aunque su rasgo más reconocido era que cantaba y cantaba con tal fuerza que hubo que tomar la penosa decisión de tapar la jaula por las noches con un paño absolutamente opaco para evitar que al amanecer despertara a todo el vecindario.
Mis hijos, que deseaban tener alguna mascota con la que jugar y encariñarse, sabiendo que sus dos padres se oponían, concentraron toda su atención en el lindo pajarito que tanto se hacía notar. Ambos ayudaban a sus padres a limpiar bien la jaula y a rellenar de agua y de alpiste cada dos días los depósitos correspondientes y se comportaban con el animalito con toda familiaridad, hablando con él, incluso, como si fuera un querido y volador último hermano.
El pájaro se fue criando bien, sin ningún problema relevante, saltando entre las dos barras de trapecista de su jaula, hasta que en las vacaciones de Navidad del año en el que el muro de Berlín se hizo añicos se  planteó la necesidad de transportarlo con toda la familia a Valladolid, pensando en que los doce días que se planeaban fuera de Reinosa eran demasiado tiempo para dejarlo solo en casa. Así se hizo, pero el viaje resultó fatal para la limitada capacidad de adaptación del pequeño canario. En efecto, ya fuera a causa del mareo al que fue sometido en el asiento trasero de nuestro R5 o fuera por los efectos nocivos del clima y la presión de la Meseta, Coco Martín apareció espatarrado sobre la placa metálica que servía de base a la jaula. Mis hijos, naturalmente, se preocuparon de inmediato y pidieron una intervención resolutiva a sus padres y abuelos. Sin embargo, contra la muerte nada se podía hacer, de manera que los adultos se ocuparon de consolar a los niños, repartiendo aún más cariño y tratando de educarles en la idea de la muerte. Fue al abuelo Víctor a quien se le ocurrió realizar un simulacro de entierro para así poner punto final a una tragedia que amenazaba con prolongarse indefinidamente entre lágrimas y abrazos. No hizo falta discurrir mucho para aprobar la idea y para organizar una comitiva, compuesta por las tres generaciones sucesivas, que pasó el puente sobre el Pisuerga a la busca de un espacio ajardinado, en la Huerta del Rey, en donde enterrar a Coco.
Tras cavar un hueco en el suelo con una azada pequeña, lo pusimos en el hoyo, lo cubrimos con un trozo de hierba y le hablamos por última vez:
-Te queríamos mucho Coco ¡qué precioso eras!
-Coco, bonito, te vamos a echar de menos.
Hoy, treinta años después, paso por delante del lugar en donde Coco debería seguir reposando y me acuerdo de mi padre y de mi amigo Carlos. Los dos se han muerto ya, y ahora, como entonces, vuelve a ser Navidad.

La rana dama

La rana está muy mala. Tumbada en la cama ancha llama al lama. El lama le habla al alma y la sana: 
-“Rana, calla, ahora eres una dama”. 
Así que la blanca dama se mete otra vez en la cama y espera callada y sola a que el príncipe aparezca, y luego, cuando aparece, se deja besar en la boca y vuelve de pronto a ser rana y a enfermar y a estar muy mala y a croar llamando al lama.

La ermita de San Sebastián

Hacia las nueve de la mañana, antes de que el sol caliente, el Andrés sale del pueblo. Con su barba recortada y sus casi sesenta años pasa por delante de la fuente para tomar después el camino hacia el prado de San Sebastián. Es extraño. Aunque Andrés nunca va a misa siempre se detiene ante la ermita y se asoma al ventanuco. No hace gestos, tan sólo mira hacia el fondo y luego se da la vuelta. Y yo que suelo andar por allí con las ovejas le saludo: 
- Andrés, ¿qué tal va eso? 
- Bien, bien... 
Un día me comentó que este paseo tenía fines terapéuticos y que era la clave del tratamiento que le había impuesto el psiquiatra. 
- Para un jubilado como yo- me dijo - la pereza y el aburrimiento son los peores enemigos. 
- Si es por eso ya te busco yo qué hacer – contesté -. Oye, ¿por qué no te pasas por el bar cuando te levantes de la siesta para echar una partida? 
- Bueno... Ya veremos. 
Pero luego, nada, ya se sabe, hoy por esto y mañana por lo otro. Él hace mal, creo yo. No se da cuenta de que la gente empieza a hacer comentarios, de que en la tienda le critican las mujeres por ser tan estirao y en el bar se está diciendo que es un raro y que no tiene sociedad. Yo le digo que su honor es cosa suya, pero él sigue encerrado en su vida solitaria y de paseos. Ayer mismo, el señor cura preguntaba en la partida al secretario por el hecho discutible, según él, de que Andrés estuviese jubilado. Me extrañó que el boticario, que sabe mucho del caso, se callase. Lo he pensado, y de pronto me ha venido a la memoria el santo mártir de la ermita y la fuerza de su cuerpo: Herido de muerte, asaeteado y desnudo, intenta sin éxito escapar de la hornacina en el centro del retablo y me sonríe.

Perder la cabeza

Su cabeza se despeñó como un plomo pesado pero él no se dio cuenta. Levantó sus manos hasta el lugar en donde antes estaba la cara y palpó su antiguo rostro. Le pasó como a los mancos o a los cojos que aún se quejan del dolor o las cosquillas que sienten en sus miembros extirpados, de manera que él creyó en su sensación. Después se levantó y se fue al cuarto de baño para lavarse las manos y al mirarse en el espejo, tampoco notó nada raro. Su familia, sin embargo, no pudo dar la espalda a la evidencia. Don Antonio había perdido la cabeza totalmente y había que afrontarlo. Lo primero fue intentar convencerle. No hubo forma:
-Pero bueno, ¿qué os creéis? ¿Os pensáis que estoy tonto? Mi cabeza está en su sitio ¿acaso no la estáis viendo? – les decía muerto de risa. Por eso no quedó más remedio que actuar sin su permiso.
La esposa llamó a los loqueros y se encargó de impedirle los paseos por el centro, evitándole el acceso a sus vestidos de calle y obligándole a vivir con el pijama en el interior de su casa. La niña consiguió que su padre abandonase sus paseos matutinos, requiriéndole constantemente para resolver las múltiples dudas que se le ocurrían al hacer los deberes del cole, y ambas se coaligaron para conseguir que saliese mejor por la noche, cuando su decapitación resultaba mucho más disimulable. Para conseguirlo hubo que responsabilizar a Don Antonio del paseo diario del perrito y de bajar la basura a los depósitos municipales. 
Cuando le vieron los médicos, apreciaron la gravedad de su enfermedad mental y dictaminaron su rápido ingreso.
-¿Que yo no tengo cabeza? No me toméis el pelo-les decía.
-Antonio, Antonio... Haznos caso, te vas a venir con nosotros y vas a ver lo bien que estás.
Y como todos insistían y nadie le respaldaba, el hombre acabó por ingresar en el psiquiátrico y allí siguió un protocolo de convicción permanente que, en vez de mejorarlo, lo hizo, casi de golpe, transparente. 
Ayer ha desaparecido. Nadie sabe exactamente si sigue viviendo de extranjis en el sanatorio mental o si ha decidido volver a su casa con los suyos, pero a todos se nos alcanza que algunas cuestiones raras que pasan en las alcobas de algunas mujeres del barrio parecen tener relación con nuestro enfermo mental inubicable. Como a Antonio no le ha dado por robar o delinquir de forma clara y como en el sanatorio no han querido que sus problemas con él sean del dominio público, nadie ha hecho todavía que investigue la policía. Yo tampoco, a pesar de que he caído enamorada de sus huesos transparentes, y a pesar de que lucho con él cada día para intentar que no siga un modelo de vida tan disoluto.
Ayer, por ejemplo, le dije:
-Antonio, tienes que sentar la cabeza.
Y él, terco como una mula, se mantuvo en sus trece y contestó:
-Mi mujer y mi hija me dan la vara con que no tengo cabeza y ahora tú con que la siente, pues lo siento, amiga mía. No soy duro y quebradizo como Vidriera, el licenciado, y sí blando y transparente. Las cosas son como son y así es como deben de ser.

La mujer ante el espejo

La mujer se quita el sombrero de paja y lo deja en el perchero y se gira para ver su rostro en el espejo de la pared del fondo del pasillo. Sus ojos enfocan la vista del doble. Las cejas están levantadas y los músculos de la comisura de la boca permanecen sin marcar el más leve movimiento hacia arriba o hacia abajo. Ella se reconoce. Es su propio autorretrato. En él se ve como es, como una mujer que ya no es joven, pero aún no es una anciana.
De pronto sonríe. Disimula sus arrugas y exhibe ese brillo suyo que le agrega a la mirada inteligencia, y sigue jugando un poco, y pone sus labios de embudo que se abren hacia afuera como si fuera una actriz que juguetea con las cámaras. Luego alterna el dibujo de esta falsa letra U con su sonrisa infantil, fingiendo una ingenuidad que ya no existe, y acaba por levantar sus manos hacia sus ojos para cubrirse la cara. Sí, ella ya no es la que era, ella ya no es la que fue.
Entonces empieza a quitarse los botones de la camisa y deja que se vea el somero sujetador y se lleva las manos a los pechos y los libera de allí. Exhibe sus dos globos carnosos y sus manos dialogan con los pezones como si fueran las partes del cuerpo de otra mujer, como si sus dedos sensibles fuesen capaces de infundir vida, y los pezones comprenden y se apuntan hacia arriba complacidos.
Más tarde decide quitarse la camisa y vuelve a contemplarse. Ahora en su rostro hay una expresión serena, pensativa. Parece una diosa griega que está pensando en su vida, quitándose capas de tiempo. Recuerda cuando era niña y sigue avanzando hacia atrás. Después se desabrocha los vaqueros y deja que se desplomen hasta el suelo como la piel de una serpiente que se cae bajo el impulso de una vida renovada... Y surge una leve sonrisa y su cuello se mueve hacia abajo mientras sus manos empujan las bragas blancas y la tela se desliza por los muslos y emerge su pubis poblado de rizados pelos rubios. Y piensa en sus hijos naciendo por aquel escueto hueco y en aquel amor antiguo que pasó, y penetra con sus uñas en la piel y se va despellejando con cuidado como aquel Bartolomé de la Sixtina que exhibe su máscara hueca con rostro de Miguel Ángel. Y luego desmonta su carne, tirando de sus arterias y de sus venas azules y forma un tocho imponente con los desechos que salen de su cuerpo hecho jirones. En el montón deleznable se acumula sangre roja y músculos desgajados y las más variadas vísceras, incluyendo el gris cerebro. Al final tan sólo queda en su sitio el esqueleto, la estructura interna de su figura, la inerte calavera que mira a través de sus cuencas. Su cuerpo es ya transparente, pero ella no deja de mirarse. Ella sigue preguntando al vacío del espejo por el ciego contenido de su rostro y se sigue desnudando más y más.

Acaba conmigo ya

Ya
sabes que no maldigo
la fuerza de mis instintos
 y sabes que estoy perdido,
\\                                 cautivo de tus encantos,                                //
\\;;............................. en el centro de la red. .............................;;//
Yo no soy protagonista,
yo soy tan solo un varón
 que está cercano a la muerte. 
Tú no estás apresurada.
 Prudente y desconfiada,
\\                                 compruebas que estoy atrapado                                   //
\\;;..................................... y giras en torno a mí. .....................................;;//
Yo sé que mi suerte está echada.
Te presiento en el bramido del terremoto continuo
del piso por donde discurren nuestros pasos
y te sigo hipnotizado por el diapasón del placer.
Te pido que no prolongues tu negra mirada asesina,
         \\             que dejes que entre en tu cuerpo y que acabes cuanto antes          //        
\\;;...................................... este coito criminal ........................................;;//
 y tú me dejas encima y empiezas el baile nupcial. 
Abrázame, por favor, copula con tu inmensa masa
libera el instinto animal que circula por tus venas,
  \\                           disfruta del toque sensual de mis antenas,                            //    
\\;;................................  y aplástame para siempre. .................................;;// 
El miedo me paraliza.
Asumo el destino fatal.
Me quiero morir en tu vientre.
Acaba conmigo ya.

A las puertas de la muerte

Miro el reloj, el extraño laberinto de ese círculo cerrado sin final y sin principio. Me duele verlo avanzar, con ese ritmo inalterable, frío, metódico. Van a ser las doce. Todos me miran en silencio y con el rostro muy serio. Estoy en la silla fúnebre: las once y cincuenta y nueve. Me queda tan sólo un minuto. Cuando el tiempo es tan escaso, todo el mundo creer saber que hay mil cosas muy urgentes que reclaman tu atención. Sin embargo para mí, no existe cosa mejor que contar como un autómata. Contar hacia atrás lentamente, comenzando en el cincuenta y nueve, intentando ajustarme al ritmo de los segundos que nunca se recuperan. Paso por el cincuenta y luego por el cuarenta, y después llego a los treinta. Quiero saber en qué momento dejaré de existir. Quiero que no me pille por sorpresa. Así que contemplo el reloj con avidez y verifico el acierto relativo de los números que canto. Me gustaría estar corriendo por la playa. Me gustaría poder volver atrás. Me quedan veinte segundos. Podría lamentarme, llorar, intentar desahogarme. Todos lo entenderían, pero no serviría de nada, porque la cuenta atrás no se para. Quince segundos. ¿Qué diría mi madre si me viera? ¿Suplicaría un milagro del cielo? ¿Cómo hacer que los segundos se detengan? Diez. Diez... ¡Qué deprisa pasa el tiempo! El fin se acerca. Estoy a punto de marcharme. No sé si gritar o despedirme. No sé si podré llorar. ¡Cómo duelen estos últimos instantes! Ya sólo quedan cinco, cinco golpes diminutos. Quisiera pedir perdón y empezar otra vez. Adiós, les digo, acuérdense de mí. Dos, uno. Ahora viene la descarga.

El augurio

El augurio predecía que mi amor se marcharía y que yo la buscaría y al final la encontraría. Luego pasaron los años y el olvido fue escondiéndolo en su almacén más oscuro, hasta el día en que mi esposa se esfumó. Entonces recordé la profecía, lloré cascadas amargas y decidí ir en su busca con la sola compañía de una joven contratada a mí servicio. Fue una época difícil. Recorrí ciudades inmensas, los pueblos de los grandes valles de la China y de la India y los desiertos de Arabia, pero nunca di con ella. Al acabar el viaje, contemplando ya en mi rostro los surcos del paso del tiempo, a las puertas del hogar desvencijado por el dolor de la ausencia, mi joven acompañante me dijo que estaba segura de que al final, en sus ojos, leería la elegía del amor y que, por eso, a mi lado había estado todo el tiempo, mientras yo seguía buscando más allá.

El tragón

Ayer me comí la letra O. Mi cuerpo se volvió redondo y tosco y todo cambió:
Fue de repente. Que ¿qué fue? Pues verás. Sucede que desde ayer se me pierden ciertas letras en la lengua. Que pierde mi mente pie al hablar, al intentar decir cualquier palabra que incluya esa letra circular. Además, incapaz de negar, mi mente se expresa mal. Me persigue al expresar miles de ideas y me deja en muy mal lugar o me deja en un planeta gris y azul. Verdaderamente, ni mi tía ni mi abuela me entienden. Sí, es verdad, hay mentiras y verdades que sí que están, más hay miles de frases que parecen alas estáticas en el aire, lejanas plumas desgastadas que caen fuera de mi vista y desaparecenMe dicen que decir así es una aventura y que así es difícil vivir. ¡Ayayay! La nada se acerca a mí: ¿Qué mal terrible me acecha? ¿Qué me espera en esta vida? ¿Qué será de mí después?
Pues después me comí la letra I:
Esta letra mayúscula sabe a leche, huele a fresa y es azul y alargada... Es larga, larga y además vuela. Vuela hasta que se cae y se te clava y te duele. Duele rezar a la suerte, rezar a la naturaleza y velar la tumba cerrada. La negra muerte se te acerca y te cansas de rezar. Rezas y rezas hasta que te quedas muda, hasta que ella te deja exhausta y te mata lentamente.

Diana

Ana le preguntó: "¿Quién eres?"
La diosa le contestó: "Diana". 
-"¿Di Ana?"- dijo.
-"No. Di-a-na".
-"Pues eso, Ana, Ana, como yo". 
La diosa, contrariada, continuó repitiendo:
-"Diana, Diana, Diana..."
Pero Ana, que no soportaba el monopolio divino de algunos nombres propios, siguió con su estrategia:
-"¡Ah! ¡Diana! Ya la di. En el centro, exactamente, yo la di".

La metamorfósis del P.S.O.E.

El hecho incontrovertible de que en las tres últimas direcciones del partido no hubiera ningún obrero en su ejecutiva les condujo a la idea de que sería bueno prescindir de la O de sus siglas. Finalmente se aprobó por mayoría. 
Más tarde, la relación especial de alianza con los nacionalistas catalanes y vascos y el apoyo circunstancial a puntos de su estrategia independentista llevó a plantear que sería interesante prescindir de la E de España. No fue fácil, pero al final, también se aprobó.
Llegó un tiempo en el que la crisis de la socialdemocracia planteó que, tal vez, denominarse socialista quitaba votos. Socialista era un sustantivo muy duro y podría resultar interesante su posible sustitución por un término más ancho e inclusivo como era el de demócrata o el de progresista. Esos fueron los dos términos alternativos que se ofrecieron a la discusión de los militantes. Primero se aprobó por mayoría la eliminación de la S. Tras un corto debate en el que se expresaron los líderes, se llegó a la votación: La D salió derrotada y la P salió triunfante. "Demócratas", decían, "son los conservadores y los moderados de derecha. Gente de mal vivir como Reagan o la Tatcher son indiscutiblemente demócratas. En cambio los progresistas están del lado correcto. Son todos los que nos apoyan para llegar al poder. Con la P de progresista se puede ligar con Podemos, con Esquerrra y hasta con Bildu..." Desde entonces el partido de Largo Caballero, de Besteiro, de Iglesias y de Felipe pasó a denominarse P.P., Partido Progresista. 

Leonardo

El asunto empezó en París de una forma casual e inesperada al ponerse delante de la Gioconda. Aquella mirada enigmática capturó su pensamiento con la fuerza arrebatadora de un ciclón. Sabía que tenía ante él una imagen demasiado semejante a la que él lucía a diario como para no preocuparse de ella. Una imagen cuyo alto parecido iba mucho más allá de ese vago aire de familia que en ocasiones se aplica a los hermanos. Sin embargo aquel retrato encerraba en la expresión un no sé qué que chirriaba y le impedía identificarse plenamente. Determinó dialogar con aquel rostro, enfrentarse día y noche con aquella obra maestra y aprender de los mensajes que leía en su mirada. Así comenzó el gran proceso que habría de cambiarle la vida, la lenta transformación de su íntimo ser vulgar en un alma cultivada. Fue cambiando poco a poco a medida que el discípulo comprendía la razón de su modelo, a medida que su mente se fundía con la forma y con el fondo de aquel cuadro singular. 
Cuando vio que la mera contemplación de la reproducción a tamaño natural que había comprado en el museo resultaba insuficiente, lo primero que pensó fue en visitar la consulta de un cirujano plástico, pero pronto concluyó que sólo acudiría a este recurso en el caso de que en todo fracasase. Y es que una operación estética sólo podría cambiar aquello que más tenía a su favor, como era la semejanza de las líneas de los dos rostros, y no lo que de verdad necesitaba, que era un secreto componente interno, un concepto de su ser y su importancia que dotaba a la Monna Lisa de una vida y un sentido que él jamás había captado en su propia personalidad. Por lo tanto, fracasado ya el proyecto dependiente de la búsqueda casual y de la contemplación placentera, decidió concentrar toda su energía en aprender. "Saber para elegir y poder decidir correctamente". "Saber para ser mejor". Para eso se gastó una auténtica fortuna en academias especializadas en la expresión plástica del rostro y también en estudiar el secreto de aquel oleo, relleno de craqueladas cicatrices que tanto lo había seducido. Además, un trabajo minucioso y persistente intentó modelar la cara abotargada que sus padres le dejaron en herencia para transformarla poco a poco en la viva imagen del pequeño retrato de París. Fue una época compleja que sirvió para acceder a una fórmula particular de la belleza y para comprender su importancia y la riqueza de las consecuencias positivas que de ella se desprendían, una época en la que también fue entendiendo los secretos de las reglas del comportamiento de las gentes exquisitas del tiempo de Maricastaña. Perfeccionó sus habilidades en el uso de los mas variados maquillajes y pudo caer en la cuenta de que la razón, el equilibrio y la sobriedad son los consejeros valiosos del hombre prudente. con este arsenal de conocimientos, afrontó con valentía la batalla contra la desafiante verdad de los espejos y contra las luces y las cámaras de fotos, para culminar un buen día su titánico esfuerzo y comprobar que la acertada estrategia utilizada y su enorme dedicación habían sido premiados con el éxito. 
Para celebrarlo se hizo una fotografía que atesoró en el cajón de su mesa bajo llave. Esa fotografía sería la versión definitiva de su cara y la demostración del éxito de su proceso. La disfrutaba en silencio casi todos los días en su piso de La Latina, pero pronto se dio cuenta de que debía hacerla pública. Aquello valía demasiado y el tiempo no pasaba en valde. De modo que pidió hora en comisaría, alegó que su anterior documento se había extraviado, pagó una pequeña multa y solicitó incluir la expresión radiante del rostro de la foto en su propio carné de identidad. Lo consiguió sin problemas, aunque siempre lamentó que todo aquello no durase nada más que algunos años y que su éxito innegable y meritorio, caducase, de una forma aleatoria, en el año dos mil veinticuatro. 

Parking

Mientras leía la crítica de Popper al historicismo, me quedé profundamente dormido.
En el sueño que de pronto se proyectaba en mi mente, yo había descubierto un hueco en un aparcamiento gratuito en el interior de la manzana de la casa en donde vivió mi abuelo con la suerte de esos días en los que el sol parece que ha salido especialmente para ti. Cuando a la media hora yo regresaba para recoger mi vehículo había ya un jubilado haciendo guardia en el estrecho acceso.
Como yo llevaba ya las llaves en la mano, el viejo, sentado al volante, me preguntó tuteándome:
-¿Sales?
-Sí, estoy aparcado ahí mismo.
-Con el precio del aparcamiento, merece la pena esperar- comentó.
Yo asentí y avancé hasta mi coche, con la sensación tramposa de aquel que se va de un sitio sin pagar. Luego me introduje en el asiento, arranqué y salí de allí. Al cruzarme con el hombre que esperaba, me dio por pensar en que yo no era igual que él y en que necesitaba decírselo:
-¿Sabe? Este edificio lo construyó mi abuelo y yo nací aquí mismo- le dije.
Y él se me quedó mirando inexpresivo, justo antes de meterse en el espacio que yo dejaba libre.
Nada más salir de aquel parking, que era también un residuo de la vida de mi estirpe, salí también de mi sueño y me topé otra vez, semidesnudo, frente al muro del osado historicismo.

La Angelita

La Angelita era vecina 
y amiga de mi tía Fina,
y era bajita e ingenua.
Contaba sin ningún rubor
que se casó con Arsenio
sabiendo que era el amor
lo que engendraba a los hijos
pero arrastrando el error
de que su puerta de entrada
era el botón del ombligo.

Su nieta fue la Glorita.
Glorita, que fue mi novia,
y que no pudo oponerse
a tan extraña encomienda,
debido a su corta edad
porque al nacer ya lo era
y nunca llegó a cuajar
en relación duradera.

Angelita era jovial.
Redonda como mamá Pig,
sus pechos y su barriga
se agitaban con su risa
que crecía y que menguaba
a un ritmo tan contagioso
que al decir de los que oían,
hasta las olas del mar
seguían a sus carcajadas.

Sentada en la estrecha camilla,
tejía con habilidad
jerseys de tonos oscuros.
Tenía un sexto sentido
para mover las agujas
más rápido que mis tías
y el secreto al golpear
del abanico en el pecho
después de abrirse de un golpe
igual que una vieja carraca
en medio del carnaval.

Conmigo, además, mantuvo
un especial tencontén.
El caso es que me ofrecía
galletas y mantecadas
y me llevaba consigo
a la plaza a comprar cosas
al cine a ver los dibujos
y a la bella Marisol,
a buscar en la estación
a algún forastero lejano
o incluso al coche de línea
para pasar los envíos
del residual estraperlo
de sus amigas del pueblo.

Un día, no sé por qué,
sentados en la parada
en donde el bus conectaba
con la red de la ciudad,
me pidió que las mintiera,
diciendo que yo era sobrino
y ella mi tía carnal
y yo la dejé creer que cedería,
a pesar de tener claro
un plan oculto y traidor
para decir la verdad.

Lo hice, con gesto de pillo,
y en su pueblo, al parecer,
se lo pasaron en grande
celebrando el "nada, nada.
Nada que no somos nada,
pero nada, nada, nada..."
que yo les planté en plena cara
para dejarlo bien claro.

Pasados sesenta años,
ahora cuando  mi edad
supera ya la de ella,
cuando pasó aquella historia,
ahora cuando Glorita
también ha dejado de ser,
me enfrento a los cuatro retazos
que quedan en mi memoria
de su presencia de ayer:

Recuerdo el ático gris,
la calle Ferrocarril
y las mañanas desnudas
de la tibia primavera
y la penumbra enroscada
en las persianas de verde
durante las siestas de agosto,
el cálido tazón con garbanzos
que inventó entre los vecinos
para saldar una perra
que cogí por un cocido
y el daño de los sablazos
que su marido infringió
cuando la ruina llegaba,
subiendo por las escaleras
hasta el salón de su casa.

Recuerdo también muchas cosas
del viejo Valladolid
 que seguía entre semana
la bocina de la RENFE
y que escuchaba en las fiestas
las campanas de la torre
del lejano San Andrés.

Pero yo no hablaba de eso,
 y sí de lo que brotaba
de su forma de tratarme.
Ella no se esforzaba
por enseñarme la vida
ni por llenar de ternura
mis mejillas,
el fuerte de su atractivo
era su forma de ser,
y el gusto por darme palique
y comprender que era un niño.

Por eso fue fácil quererla
y sigue su imagen firme
en mi memoria marchita
y puedo seguir hablando
con toda la confianza.

Así que escucha, Angelita:
"Si yo pudiera tocarte,
lo haría con esta mano
que tú llevaste agarrada,
de paso hacia el Campo Grande.

Si yo pudiera decirte,
diría que aún no he tasado
la vida que me prestaste
ni te he devuelto una parte
del cariño que me diste.
Estoy en deuda contigo,
y remuevo esta capita
de etéreos recuerdos mudos
de nuestro pasado común,
para mandarte un besito,
que encienda de nuevo la luz,
del negro desván del olvido".

Tu amigo, falso sobrino y frustrado nieto político, Carlitos, el de la Susi.

Del P.E.N. independiente

Del P.E.N. "in" dependí. Di pendientes. Pendiente de los pendientes, pendiente de la pendiente de los dependientes, diente a diente, te di un ente independiente.

Marathon

Salgo corriendo. Soy tan joven como ingenua y me siento fuerte por dentro. Necesito descubrirme tal cual soy lejos de mi familia, cambiar de lugar y de gente, navegar por mares sin nombre. La vida ha de ser mejor al otro lado, allí adonde me llevan mis pasos. ¡Qué gusto me da sentir! ¡Qué placer da comprobar la forma natural en la que el cuerpo me responde! Yo sé que tengo futuro. Puedo con pesos pesados y resisto mucha más de lo que se podría esperar después de no haberme entrenado para ello. Por eso sigo corriendo y piso la blanda hierba, satisfecha, a la hora en que la aurora está naciendo. "¡Venga! ¡Corre!, las puertas del mundo aún están abiertas". 
El sol aspira en el cielo y me quita el aire limpio que respiro. Es el calor asfixiante de la mañana ascendente. Empiezo a cansarme un poco por el esfuerzo continuo. Estoy en medio del mundo, en una larga carrera que se sucede a sí misma. Voy buscando las razones de todo lo que me pasa, rompiendo amarras antiguas y buscando cosas nuevas: El mundo es un gran almacén que acaban de abrir allá lejos y cada vez que tomo una decisión dudo de que el sentido del camino sea el correcto y de que merezca la pena debatirse contra un mal que tan sólo intuyo, porque aún no soy muy sabia. Mis pies son como mariposas y mis manos van tirando de mis pies, cual marionetas sin hilos. Gotitas de agua salada se deslizan por mi frente y riegan mi piel del olor que los poros de mi cuerpo van soltando. Jadeo de forma rítmica, acomodando los ritmos del corazón inconsciente con los del fuelle del pecho y cada paso que doy me cuesta más que el que di un momento antes. Así que sigo corriendo y pienso que en algún momento tendré que detenerme. Luego las nubes se instalan, restando luz al paisaje y mi cuerpo empieza a dar síntomas de agotamiento. Corro sin fuerzas ya y pienso en pararme en seco y descansar finalmente. Sin embargo, siempre hay razones para persistir. La fuerza de las decisiones, el pasado con su peso insobornable que gobierna a la memoria: "Venga, aguanta un poquito", me digo, "Tienes que llegar aunque agonices, aunque sea lo último que hagas. La meta no debe andar lejos. Seguro que se encuentra ahí, después de llegar a esa cumbre o a la vuelta de esa curva tan cerrada". De este modo me convenzo de que aún está a mi alcance el objetivo e intento un último impulso. Amplío mi corta zancada y reduzco la frecuencia de los saltos y siento que mi carrera se hace lenta y que apenas puedo seguir, pero lo intento de nuevo: El cuerpo desmadejado, el corazón hecho un cisco y mi piel bañada en sudor: "Adelante... ¡Vamos! ¡Vamos!" 
Al rato el fracaso me asalta. Empiezo a sentir un cansancio insoportable. Ya no puedo con mi alma. El depósito está casi vacío. No encuentro lo que esperaba y estoy cada vez más sola. El sol ha borrado las nubes y escala en el cielo claro hasta un punto vertical. Parece afirmar su dominio. Lo siento, no puedo más.

El poder del asesino

Matar es algo sencillo que se aprende y te estimula. Después de matar varias veces, el asunto se convierte un poco en vicio. Es como una borrachera. Se puede matar por nada. Se puede matar por dinero, se puede matar por política o se mata simplemente porque así te viene en gana. Cuando se llega a asumir que uno es capaz de matar, se puede matar a quien sea por el simple placer de acertar con aquello que se mueve. Cuando uno aprende a matar, su sangre está vacunada. Se asciende de categoría. Empiezas a respetarte y a ser respetado por todos como si fueras un dios. Te sientes más poderoso, más libre y mucho mejor. Nada de códigos muertos de lloronas melindrosas, nada de pactos escritos. Entonces no son necesarios grandes argumentos ni la presión del mercado que utilizan con frecuencia los burgueses para llevar al aprisco a los corderos. Entonces basta con empuñar la pistola y con mirar a los ojos a las víctimas para ver qué fácil es acabar nuestro trabajo con sólo un golpe de dedo y contemplar de seguido cómo cae la masa humana que rogaba hace un momento. Cuando el cañón de tu arma elige el lugar donde irá la bala que está en la recámara, uno se siente más fuerte, uno disfruta a lo grande en medio del alto Olimpo, dejando atrás la vergüenza, la pobreza o lo que sea. Disfruta porque uno al fin es un inmenso gigante que impone su ley por la fuerza y puede obligar a los otros a hacer lo que nunca pensaron. La muerte no es ningún drama. Muchas veces es gracioso lo que pasa. Se muere de muchas formas y el hecho de ser la causa permite cambiar la comedia, improvisar el papel, jugar con las ansias de vida y construir un teatro en torno al protagonista: 
-Te jodes, cabrón, te he cogido. Te voy a matar, si quiero. Mírame a los ojos fijo y empieza a rezarme en voz baja, porque ahora tu pellejo está en mis manos. ¿Qué me dices, insolente? ¿Que de verdad no te crees que sea capaz de matarte? Espera a que apriete el gatillo. Verás que pronto termino con tu sonrisa insultante y te mando al más allá.

Cernícalo

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 Mi vecino más querido es un cernícalo pardo. Él cazaba a los topillos 
 del prado de enfrente de casa, cerniéndose sobre ellos, para dar carne a sus crías. 
 Su nido estaba en la esquina del tejado colorado del edificio más bajo que está justo al lado del mío. 
 Ahora gaviotas blancas, intentan echarles de aquí. Son bandas organizadas, atentas a la basura, 
 mafiosas y muy ruidosas, crueles y peligrosas. 
 "¿No eres un ave rapaz? 
Pues lucha 
por tu 
 libertad" 
 . . 
.

El señor Pachi y la señora Balbina

El señor Pachi y la señora Balbina son dos nombres de mi más remota infancia. Vivían en Vitoria y fueron amigos de mis padres, cuando ellos eran jóvenes. Eran señores mayores, aunque aún no habían llegado a ser como mis abuelos. Me imagino que se conocieron en algunas vacaciones de aquel tiempo en blanco y negro, cuando a los vascos se les tenía por nobles y cumplidores, cuando la hospitalidad a los forasteros era una obligación que exigía corresponder a la recíproca, cuando se trataba con respeto a la gente con más años y nunca se dejaban pasar las navidades sin enviar a su escueta dirección un mensaje de año nuevo. Lo cierto es que se hicieron amigos y que eran buena gente. Yo apenas guardo de ellos poco más que el recuerdo musical de la ciudad de Vitoria siguiendo a la banda alegre que cantaba la copla de Madelón y una foto en la que se les identifica por su nombre. Sólo sé que no tenían descendencia y que un día desaparecieron, cuando supimos de sus muertes sucesivas, por un comentario sucinto y respetuoso al empezar la comida, sentados en torno a la mesa.
Hoy en día, cuando yo ya he alcanzado la edad que ellos representaban en mi memoria de niño, cuando ya no tengo a nadie a quien preguntar por su historia, me encuentro ante su recuerdo lo mismo que un viejo arqueólogo, perdido entre tantas ruinas. Su tiempo pasó de golpe y su rastro lo tiene el olvido, cosido a sus entretelas. Aquel tiempo ya marchito se esfumó entre las estrellas. Aquel tiempo se degrada cada vez que la memoria lo deforma para adaptarlo al presente. De aquel tiempo solo quedan documentos: escritos de autores conscientes, películas en blanco y negro, contratos con firma ilegible, las leyes que se cumplieron y crímenes y amores ciegos, que cuentan su historia muda a pesar de ya estar muertos. Su tiempo no volverá. Por eso escribo estas líneas y dejo que corra a mi lado su recuerdo.

Cervezas

En la tienda del convento de clausura, la monja me contestó: 
-Lo que más echo de menos son las cervezas. 
-¿Las cervezas? 
-Sí, las cañas de los domingos. 
Por eso, el domingo siguiente compré media docena de latas de mahou antes de ir al convento. 
-Sor Juana, mire lo que le traigo. 
-¡Cervezas!, ¡qué sorpresa!, muchas gracias. 
Aprovechando que aún no había clientela, abrimos dos latas a la puerta del local. 
-A su salud.
-Espero que lo disfrute.
Ella sonreía complacida, pero algo en su mirada me decía que, en realidad, las bebidas que añoraba estaban muy lejos de aquí.

Pasa el Pas

 Al paso del Pas 
  por la ría, la marea viene y va.  
  Desde su trono celeste, el astro rey dictamina 
   que el río empiece a bajar cuando caiga el mediodía  
 para evitar que se coma a la duna que se acuesta junto al mar. 
 La lunaque es la que manda, reclama su jurisdicción y acusa al sol del farol:  
  -Careces de soberanía para imponer esa ley-. El río sigue su curso, ignora la voz de mando, 
  espera a que llegue el ocaso y luego, a la luz de la luna, declara su amor a la duna y se sumerge en la ría.  
                                                                                                                                                                                             

Las labores del dios Cronos


 Labra surcos en sus frentes con su arado 
 y luego los quema en el fuego... 
 Las brasas se van apagando, 
 igual que el sol en el cielo 
 en el ocaso, 
 y al fin la noche se extiende, 
 por los fondos más oscuros de los mares 
 donde el monstruo se alimenta del pasado... 
..............................................................................

Charada de un clero altísimo

Cuando me llegue la muerte
ni un sínodo en el Vaticano,
ni el blanco en el humo de Roma.
En el número que sigue 
al santo de mi persona 
asoma la mala suerte.
Si te digo: "Ven e dicto"
y exhibo desde el retiro
el armario en donde vivo:
¿Quién soy y cuál es mi sino?

La despedida

A mi padre le gustaba despedirnos en la calle.
En el tiempo que tardábamos en bajar hasta el garaje,
en llenar el maletero y en salir,
 él llamaba a otro ascensor 
y se iba caminando
desde el portal a la esquina.
Desde allí nos despedía.
-Adiós, abuelito, adiós-
 le gritaban los niños en el coche, 
 y su estampa se quedaba allí pegada 
reduciéndose al tamaño de una hormiga
 a medida que avanzábamos rodando 
 por la recta que conduce a la autovía. 
 Aquel giro de su mano lo echo en falta 
cada vez que el coche emerge por la rampa
y su imagen sonriente ya no está. 

Lorna

Lorna era una maravilla. Una mujer sensual e inteligente, un fruto maduro y lejano, un recuerdo desgastado de un pasado abandonado en la memoria. Ella era profesora, PNN del departamento de Historia Moderna. Ella se estrenó con nosotros, pero sus clases, preparadas a conciencia, no fueron materia olvidada. Sus encantos resaltaban bajo el velo amarillento del inquieto proyector que servía como apoyo a sus palabras. La armonía de los lentos movimientos de su cuerpo o la dulzura de su rostro producían en mi mente los efectos de la droga. Yo era sólo uno más de entre los jóvenes silenciosos que la escuchaban con los ojos entornados, de entre aquellos que apuntaban en sus hojas sin saber si su vergüenza se notaba, de entre aquellos que esperaban la ocasión para decirle alguna cosa. De entre todos, quizá, yo fui el que la tuvo más a mano, el único, tal vez, que cultivó la promesa que su belleza pregonaba y que intentó cosechar su amor sobre el terreno.
Sucedió varios años más tarde, en el curso de un encuentro fortuito en una discoteca. Para entonces yo ya había terminado la carrera e intentaba escribir una tesina que me hacía un ser visible para ella. Aquella noche empezamos por mostrarnos en el suelto como colegas amables que exhibían sus sonrisas para mostrar simpatía, pero luego el pinchadiscos puso el "If you leave me now" de Chicago y a mí me sucedió algo parecido al efecto que produce la riada cuando rompe las compuertas de una presa. Embrujado por las notas de la música, respondí acercando levemente mis labios a su oreja, mientras mis manos avanzaban por su espalda.
Ella notó el sentido del ataque y se apartó con prudencia:
-¿Vienes mucho?- preguntó.
- No. Estamos celebrando mi cumpleaños.
-¿Cuantos cumples?
-Veintisiete.
-Pues muchas felicidades.
Y seguimos indecisos, refugiados en las notas de Chicago, sin saber si era mejor seguir hablando del trabajo o de los bares o dejar que la música expresase lo que el cuerpo nos estaba demandando.
-Me encanta esta canción- añadí.
En apenas dos minutos cambió el disco y el siguiente fue más bien de los de ritmo sincopado. La magia de Chicago se disolvió en el ambiente y ella acabó por sentarse. Desde el centro de la pista contemplé cómo explicaba algún asunto a sus amigas y se ponía su abrigo para marcharse. Pensé entonces en que podría hacerme el encontradizo y acompañarla, pero no me atreví, no tenía suficiente confianza para ello. Así que determiné que sería ella en adelante la que habría de tomar la iniciativa.
Al fin lo hizo, pero no cómo yo habría querido, pero no cuando la lógica de la naturaleza habría obrado el milagro. Lo hizo treinta años después, una mañana heladora de enero en la que Lorna se acercó a saludarnos ante el escaparate de una pastelería del centro de la ciudad de la meseta en donde ella continuaba dando clases. 
-Hombre, pareja, ¿qué ha sido de vuestra vida? ¿Por dónde vivís ahora?
Me sorprendió el tratamiento, me sorprendió la sincera confianza y el interés por saber lo que el tiempo había hecho de mi vida. De ella yo apenas sabía que había sacado la cátedra y que seguía siendo soltera y atractiva. Era una mujer adulta, una mujer segura y elegante. Una roja y pálida flor en el invierno.

El sexo de patria

En un mundo organizado en estados nacionales, el concepto de "patria", que alude al país en donde se ha nacido y que representa la parte más sentimental de la razón de ser de las naciones, plantea una profunda contradicción con la semántica igualitaria del feminismo. 
Así es, en efecto. A pesar de su género femenino, la palabra es sólidamente masculina, porque proviene de padre y porque responde a una tradición en la que el territorio es esencialmente patrimonio. Intentando hacer a su esencia más fecunda y en la búsqueda de un cierto equilibrio entre los sexos, en la España del siglo XX se sumó a patria la fuerza creadora de "la madre". Surgió entonces "la madre patria", ese concepto tan manoseado por los franquistas que los colectivos feministas nunca llegaron a aprovechar su sentido igualitario, de manera que hoy en día, a pesar de que las mujeres reinan en la calle, la palabra "patria" sigue sola, sin ningún contrapeso femenino. 
La discriminación se agrava cuando se valora la práctica habitual para su adquisición legal. Como sabemos dos son los caminos posibles para ser declarado español: el primero es el nacimiento, que es el único aspecto en el que la mujer, como madre, tiene un mayor protagonismo, aunque siempre es obra común de los dos sexos. El segundo camino es el proceso de nacionalización para los no nacidos, para los inmigrantes. Sus trámites son en general muy masculinos. En España, el proceso comienza con el registro en el "padrón", sigue con el programa PADRE, con el que todos acabamos retratándonos ante Hacienda, y utiliza con frecuencia un servicio militar, cuyo sexo, aunque ya no es exclusivo, sigue siendo en muy alto grado masculino.
Frente a patria, se me ocurre proponer a feministas, nacionalistas, sindicalistas e izquierdistas que hoy emplean el llamado lenguaje igualitario e inclusivo, el uso de un nuevo término, un sustantivo brillante que aluda más bien a las féminas y hable de nuestro origen. Propongo en este sentido, usar la palabra: útero, para sustituir por sistema al viejo y machista término, y reivindico, además, el uso de su derivado, el histerismo, como instrumento conceptual que equivaldría al de ese patriotismo cargado de hormonas que tan abundantes ejemplos tiene.

Un consejo de transporte

Para ir al quinto pino viene bien un pinto equino.

Demócratas de andar por casa

Mi amigo escribe un wathsapp en donde se queja del comportamiento insultante de los que lo llaman fascista cada vez que su opinión se enfrenta con la de ellos. Yo le digo que es verdad que eso sucede, pero que tiene que entender que los contrarios se confundan porque saben que entre los que opinan esas cosas existen muchos fachas, muchos estómagos agradecidos del franquismo, muchos mafiosos meapilas del Opus Dei o muchísimos clasistas despreciativos y despreciables. Lo mismo nos pasa a nosotros (me pongo en su mismo lado), cuando les acusamos de utilizar en exclusiva ese esquema dual del mundo que lo divide en ricos y pobres, como si eso fuera lo único que se puede ser sobre la tierra, o cuando les reprochamos que intenten imponer en la calle una fuerza que las urnas no les dan o cuando decimos de ellos que son comunistas extremistas o bien marxistas que aún no entienden que luchar por la dictadura del proletariado, cuando el mundo es de las clases medias y no de los obreros, es una barbaridad tanto en lo democrático como en lo sociológico.
Mi amigo se queda perplejo y piensa que le estoy traicionando:
-Vaya con Pablo Iglesias- me dice.
Y yo le digo que no, que entienda que democracia es pacto, no imposición, porque no hay democracia sin izquierda y sin derecha, y que sin respeto no hay pacto, y él me responde al instante:
-Demócrata de pacotilla.

Centauros del desierto

Vuelve Ethan a su hogar.
Añora su casa lejana.
El desierto queda atrás.
Descabalga su montura
y muestra el botín que ha traído:

La novia va en busca del joven,
y la madre reconoce
a la hija que los indios se llevaron...
Y traspasan el umbral
y todos entran adentro, 
salvo Ethan que, en la duda,
le da la espalda a la casa
y se sumerge en la luz,
y entonces se cierra la puerta.

Te doy mi vida entera

-Te doy mi vida entera- dijo ella.
Él amante sacó el arma, dirigió el cañón cilíndrico hacia la grieta carnosa en donde confluyen sus piernas, penetró los bajos fondos y disparó su cargamento, gimiendo de placer.

Un mayo de carne y hueso

Hoy me he visto en el espejo al levantarme y he pensado que, en pijama, soy la viva imagen de mi abuelo. Contemplo su foto en el álbum y me vuelvo a sorprender. Qué mirada tan intensa. Esa brillante calva, esos ojos enterrados en las carnosas arrugas, las largas mejillas colgantes de sabueso y la voluminosa papada que se abomba y se repliega para insertarse en el cuello... Él fue un hombre de carácter, un antiguo concejal de Izquierda Republicana que sufrió atentados falangistas en el año treinta y seis, la cárcel durante la guerra y los campos de concentración del sur de Francia, antes de volver a casa, en el cuarenta, arruinado por el régimen de Franco. Sin embargo fue capaz de levantarse y de sacar adelante a su familia a pesar de seguir siendo un apestado, el único superviviente en treinta años de la antigua democracia en su ciudad. Además, le dio tiempo a contemplar en la tele en blanco y negro la muerte infame del dictador, a conocer en persona al joven Felipe González en un mitin del P.S.O.E. y a votar en las primeras elecciones generales. Murió el día en que se votaba en las municipales y en familia lamentamos que el proyecto imaginado de visitar el ayuntamiento y entregar al alcalde democrático de la naciente monarquía su digna y cansada carga de legitimidad republicana nunca pudo hacerse efectivo.
Recuerdo que, en los años sesenta, en la época en que yo le visitaba con mis padres los domingos, tuvo un problema médico extraño y de mucho interés, al menos para el que suscribe. Fue una especie de colmillo que brotó como un volcán en el centro de su viejo paladar. El dolor que padeció fue tan intenso que pensó que aquello era el principio del fin, pero él no era un hombre sin recursos. Buscó ayuda, recorrió la consulta de cien médicos y acabó por extirpárselo y un día nos lo enseñó:
-¿Lo veis? Creía que era un demonio, pero al parecer era tan sólo una herencia algo tardía.
Yo le pregunté por si lo iba a guardar bajo la almohada para ver qué le traía el ratoncito.
-¿El ratoncito?
-Sí, el ratoncito Pérez...
Y, enseñando bajo el labio mis pequeños incisivos, separados cual menhires en el campo de mi encía, añadí:
-El diente que a ti te sobra, a mi me falta.
Le hizo gracia mi ocurrencia y me dijo que algún día aquel mal diente acabaría por ser mío, porque él lo dejaría establecido ante notario.
Ahora lo tengo aquí. El canino palatino de mi abuelo compensaba el incisivo que nunca jamás brotaría en la boca de su nieto. Por eso, ahora que estoy de nuevo ante el espejo y me miro a los ojos fijamente, le recuerdo como era: un anciano alto y derecho, un mayo de carne y hueso. Sus antiguos cromosomas descansan en paz conmigo y conducen en la nave que hoy piloto su mensaje hacia el futuro.

Tiempo al tiempo

El tiempo es un ser voluble que unas veces nos parece perezoso y otras un bruto sin alma, un violento asesino. Es así. Le gusta quedarse dormido y esconderse tras las formas sienciosas de su accion imperturbable, mientras el mundo se aburre y contempla la inquietante permanencia. Otras veces se comporta como un niño irresponsable, decide cambiar de golpe y de pronto nos sorprende por la fuerza que despliega. Normalmente, sin embargo, trabaja con calma y cautela, programa un proceso preciso que pregonan vientos vivos y que las nubes decoran a medida que en el cielo se construyen nuevos impetus. Él obra siempre en presente, aceptando las herencias del pasado y pensando solamente en el futuro. Hay que darle tiempo al tiempo.

El oráculo

El anciano habló con un murmullo. No te entiendo, le dije, estoy un poco sordo... Y el oráculo cesó.

Delincuentes juveniles

Éramos los reyes del barrio e imponíamos la ley en el colegio. Cuando montábamos alguna en los pasillos o en las clases, los profesores miraban hacia otro lado. Los chicos se sometían a nuestras bromas y las chicas no dejaban de dar vueltas a nuestro alrededor como planetas distantes. Una tarde nos juntamos en el gallinero para ver un programa doble y nada más entrar asistimos al desnudo parcial de la protagonista y al comienzo de una violación. En el transcurso del corte que subrayaba la ausencia de la escena caliente, el asunto tuvo algunos comentarios como éstos:
-La metía yo un chorizo hasta la boca... Qué buena estaba la tía...
No sé cómo a la salida del cine tropecé y un esguince en el tobillo me tuvo con dos muletas hasta el final de aquel curso y me impidió seguir tomando parte activa en las correrías de la pandilla. Por eso yo no disfruté de la fiesta que se dieron con el culo de Paulita y ahora no estoy fichado. La gente ha cambiado mucho. Hace un tiempo se tiraban por el suelo con todas nuestras ocurrencias y ahora se quedan mirando, reprobando lo que hicieron y susurrando chismes a mi paso, porque digo que esos tíos que se sientan cada día en el banquillo siguen siendo amigos míos y que yo no soy más listo ni mejor.

Política del amor

Porque el amor carnal es siempre una dictadura, porque el amor filial acepta el absolutismo de los padres y porque el amor paterno suele ser intervencionista, sin amor uno es más libre. Sin embargo, somos padres, somos hijos o buscamos sin cesar unos ojos en los que reconocernos. El amor se nos impone. Amamos porque queremos, entregamos lo mejor, disfrutamos del cariño y la ternura de los otros y aceptamos sin rechistar las placenteras cadenas.

Dos hormigas y N migas

En el mantel de una casa, dos hormigas que venían de dos hormigueros distintos se encontraron cuatro migas y se las repartieron: Dos migas para cada una.
Hablaron un rato largo y se hicieron muy amigas:
-Yo soy de ciencias exactas.
-Pues yo soy de letras puras.
Por la noche se encontraron un mantel mucho más sucio y una dijo:
-N migas hay ahí.
-¿Enemigas? ¿De verdad?
-N migas, N migas...
-¿Enemigas? Éramos viejas amigas. Ya no sigas.
-Lo que digas...
Y se marcharon de allí y avisaron del hallazgo a su hormiguero y olvidaron para siempre su amistad.

La invasión de las gotas

Los invasores del reino de Poseidón no vinieron por el agua, llegaron volando en el aire lo mismo que los marcianos. Cayeron sobre mi techo y mandaron emisarios: 
-Venimos a conquistarte- me dijeron -entrega tu territorio. 
Pero yo ignoré sus amenazas y dejé pasar el tiempo.
No tardaron en llegar organizados. Caían de un cielo oscuro, relleno de nubes grises y eran muy numerosos. Viajaban en sus naves con forma de esfera picuda y se paraban aquí, uniformados de azul y cantando un himno terrible:
-Por Neptuno y por Nerea, -repetían- soy líquido y transparente. Mi reino es limpio y sin forma. Arraso a quien se me enfrenta...
Su asedio resultó firme y rigurosamente organizado. No hubo forma de oponerse a su progreso. Desplegados en distintas unidades, que tomaban forma de círculo, atacaban disparándose hacia abajo como flechas inhumanas. Hacían un ruido seco, semejante al de un martillo, y el sonido machacaba mis oídos con su ritmo monótono y trágico:
-Toc, toc. Toc, toc. Toc, toc...
-Nunca podréis conmigo. Resistiré hasta la muerte- les dije.
Pero ellos continuaron su operaciones militares. Primero rodearon el fluorescente situado en medio de la cocina y luego llenaron de agua el suelo del largo pasillo y la pared orientada al suroeste del dormitorio principal.
-Ríndete. La naturaleza es persistente. Tarde o temprano podremos con tu resistencia. Depón tus armas humanas. Ya no puedes hacer nada.
Intenté pedir ayuda, pero todos me decían que no había presupuestos ni soldados preparados para poder derrotarlos y que aguantar agua, matar matas o correr en corro son pretensiones ridículas, esfuerzos inoperantes, destinados al fracaso. Intenté entablar negociaciones para pactar un alto el fuego y ganar tiempo, pero ellos lo rechazaron:
-Ríndete. No tienes alternativa. Somos invencibles.
Y vi como de mi propio techo brotaban cascadas múltiples que se llevaban por delante todas mis cosas (las frutas y las verduras, guardadas en la despensa, los cacharros de cocina, saliendo de la alacena, las fotos de mis recuerdos, los libros acumulados en cien años de lecturas y el mobiliario de Ikea) y luego una masa amorfa que quedaba frente a mi, flotando sin rumbo fijo, como residuos impuros de un mundo que desaparecía, como la armada que ha visto hundirse a todos sus barcos tras la terrible batalla. Y yo me puse a llorar y mis lágrimas traidoras se fueron con el enemigo, justo antes del momento en que el salón y el pequeño dormitorio de mi hijo cayeran en su poder. No sabía que, entretanto, en el baño se llenaba la bañera y las aguas del retrete rebosaban para unirse de inmediato al invasor y agregarse sin dudarlo al gran imperio.

El estreno

En la noche del estreno pintaban bastos. El patio de butacas estaba totalmente vacío, así que entre los actores cundió la idea de que sería mejor dejarlo, salir al bar de enfrente, tomar unas cuantas copas y emborracharnos. El director de la compañía lo impidió. Nos contó que al entrar había visto a un caballero que estaba comprando una entrada.
-Él no tiene la culpa de ser el único y se merece un estreno como dios manda.
Tras el timbre de llamada y las advertencias de rigor sobre los móviles, un hombre con gabardina y con un sombrero inclinado hacia delante, que le cubría el rostro parcialmente, entró en el patio de butacas y se sentó en su asiento. Después apagaron la luz y empezó la función. Actuamos para él. El drama fue creciendo ante sus ojos, mientras el escenario se calentaba poco a poco. Cuando el protagonista cerró la obra, pronunciando con gran énfasis la frase definitiva, aquella única sombra oscura que nos miraba desde abajo se levantó de su butaca, se puso a aplaudir y gritó:
-Bravo, muchachos, bravo... Y ahora vamos a celebrarlo.

Un encuentro

Paseaba lentamente por la calle disfrutando del sol del mediodía y tú te saliste de un grupo que se cruzaba conmigo y te pusiste delante, sonriendo.
-¿Quién eres?- te dije, intentando hacer memoria.
-¿Estás seguro de que no me reconoces?
Aquel timbre de su voz resultó como un chispazo, un efímero acto de luz en el desván de mi memoria.
-Sí, sé quién eres, pero he olvidado tu nombre- le dije, adelantando mi brazo y deslizando en forma de círculo la yema del dedo pulgar sobre la del dedo índice de mi mano derecha, y ella dibujó en mi rostro una caricia, que imitaba en la mejilla el recorrido de un borrador de seda sobre la negra pizarra, y continuó su camino.

Hablar en sueños

Por la noche, tú me llamas en tus sueños. Y yo te contesto siempre con palabras cariñosas, porque tengo un sueño ligero que atraviesa fácilmente la frontera a la conciencia sin parar nunca en la aduana:
-Tranquila, tranquila. Lo que pasa es sólo un sueño.
Y tú te acurrucas a mi lado y te sumerges en las olas que tu mente va lanzando hacia la costa, y yo te acompaño en silencio, atendiendo a los peligros que te acechan, esperando a que tu rostro o tus palabras me den alguna pauta para dejarte tranquila o para raptarte del sueño y traerte de nuevo aquí. Casi siempre te pregunto por la gente que aparece, porque antaño me contabas muchas cosas que me orientaban muchísimo, pero ahora casi nunca me contestas. Te empecinas en seguir nadando sola y yo me quedo pensando, indeciso, escrutando algún signo de inquietud bajo tus párpados cerrados para poder despertarte y volver a abrazarte otra vez, mientras tú me miras sorprendida de la suave calidad de mis caricias y cierras de nuevo tus ojos y te vas.

Juegos reunidos

-Si no espabilas te voy a conquistar el territorio de Yakutia- dije.
-De oca a oca- dijo ella.
-Las cuarenta- contesté.
-Órdago- replicó, mientras dejaba caer sobre el tapete verde cinco ases.
Yo no tenía una escalera de color pero entonces la miré fijo a los ojos y concluí la partida:
-Jaque mate.

Sin moverse

En aquellos lejanos años sesenta, las chicas se juntaban a las seis, cuando salían del colegio de las monjas, situado junto al río, y jugaban a la comba a las puertas de mi casa hasta las siete o siete y media. Venían vestidas con un uniforme de faldita príncipe de gales y jersey verde, y yo escuchaba sus canciones y el ruido que hacía la cuerda, repicando sin cesar sobre la acera, mientras intentaba a toda prisa acabar con los deberes para conseguir el visto bueno de mi madre y poder así llegar a tiempo de ver los dibujos animados. Entre ellas, casi siempre, estaba Elsa, una chica encantadora que saltaba como nadie aquí debajo. Su afición, al parecer, iba mucho más allá del propio juego, porque en muchas ocasiones aparecía con aquella cuerda corta con sus mangos de madera y empezaba aquella danza colosal sin moverse del lugar en donde estaba. Mi madre también la miraba y decía que, salvando las distancias, era como Manolete, porque su acción primorosa se clavaba en un lugar del que a pesar de los saltos apenas se movía. Yo tan sólo hablé con ella en un baile matinal de discoteca. Fue un momento deseado muchas veces, porque ambos nos hacíamos algún tilín, aunque todo pasó sin pena ni gloria. Ella, no sé por qué, me dijo entonces que su objetivo en la vida era seguir en su sitio, mantenerse imperturbable frente a todos los que intentaban manipularnos y permanecer siempre en el bien y en la defensa de lo correcto. 
Cuando tiraron las chabolas del callejón, Elsa se marchó con su familia a un piso de protección oficial de un barrio lejano y gris. Supongo que para ella aquello fue muy doloroso. Sus amigas me contaron que estudió en el I.N.E.F., que se afilió en la transición al partido socialista y que trabajó como profesora de gimnasia en un instituto de provincias. 
Anteayer me la encontré dando un paseo por la orilla del río. Fue como una aparición: Una señora jubilada, dando saltos a la comba sin moverse del lugar en donde estaba.
-¿Eres Elsa?- le dije.
Y ella me reconoció al instante y luego me sonrió. Me contó que, aunque la vida te modela de tal modo que destila tus mejores virtudes y que oculta tus mayores defectos, ella seguía siendo la misma; que los tiernos ideales que un día me confesó seguían, grabados en oro, sobre su único altar, y que por eso, precisamente por eso, ahora vivía sola y no votaba ya al partido.

Tiritando

Te duele mucho la rodilla. Acabas de pasar sobre ella el agua fresca del lavabo y el jabón del baño para limpiarla, pero la sangre sigue brotando. De modo que te levantas, buscas el botiquín, lo abres, deslizando la cremallera sobre los invisibles raíles, extraes el betadine y escoges la tirita que se adapta mejor al tamaño y a la forma de la herida. Te sientas. Lo primero es extender el desinfectante rojo sobre la erosión cutánea. Luego rasgas el papel del envoltorio industrial de la tirita y extraes su contenido. Contemplas su color mate, le quitas el papel blanco y la pegas en la herida, tiritando.

Un ocaso

Era el momento mágico en el que el sol intentaba esconderse bajo tierra y mis ojos disfrutaban con el fulgor colorado. Avancé hacia el horizonte y de pronto me encontré con su silueta inconfundible al contraluz:
-Coño José, ¿tú por aquí?
José levantó la vista como para mirarme pero no pareció verme, así que le hablé en voz alta:
-Joder, tío, cuanto tiempo.
Él estaba a lo suyo, miraba hacia el fondo del mundo, miraba sin enfocar. Su rostro no daba muestras de escucharme.
-Sí, lo sé. No quieres hablarme. Estás enfadado conmigo.
De pronto me dio la espalda y comenzó a caminar.
-Oye, espera, espera... Nosotros somos amigos ¿no? Los amigos son amigos porque quieren. Ser amigos es un acto de voluntad, no un acto de conveniencia. Es como en las parejas. Ser amigos significa muchas cosas: Que nos hemos ayudado, que nos hemos hecho daño y que hemos vivido a la vez.
José siguió caminando sin volver la vista atrás.
-Joder, tío, perdona. Sé que a veces no he cumplido, que no te he seguido en tus cuitas, que me pasé con mis críticas y con mis chanzas a destiempo. Deberías entenderme. 
Pero él se marchó hacia el ocaso y yo me froté los ojos porque un vago sentimiento de abandono me decía que de allí no volvería nunca más.

En el bocho

Después de echar un chinchón en el despacho de casa, Txetxu y la chacha de Chiapas se fuman la china entera y se devoran un ocho. El chico, que está al acecho del pecho de la chicana, ha improvisado un lecho con un colchón y una colcha y ha dicho al llegar la noche: 
-¿Me dejas tocarte un poco?
Y ella, que es chacha chocha, pochada de chocolate, se quita el poncho y el cincho, libera sus michelines e intenta pincharle al chico:
-¿Tú quieres pasarlo chachi?
El muchacho agarra el pecho y chupa como un poseso:
-Tu petxo me da la ditxa.
 Y entonces ella le chista un chisme que tiene chiste, una chanza localista:
-Me han dicho que en esta orilla no saben tocar la chistu. 
-¿Que no tocamos la txistu en esta orilla deretxa? ¿Nos tatxas de poco matxos a los de Guetxo y Neguri?
-Eres un mamarracho.  
Como un chamán de su sexo, el muchacho saca el chisme, se cala una gran chapela y chilla cual rompetechos:
-En Bizkaia, Matxitxako. Con este totxo te tatxo.
Y ella, que ve el chorizo, intenta chincharle un poco: 
-Del dicho al hecho hay un trecho. Para un chaval como tú, mi chocho es mucho trabajo. 
Y Txetxu se pone chulo. 
-Mi pitxa es un bitxo malo. Con este catxo de txorra te matxaco. Te pago lo que haga falta. ¿Me la txupas y txingamos por la notxe a trotxe y motxe? 
Y ella se enfada mucho.
-Soy chacha pero no puta y a ti te falta una ducha. Eres un gocho asqueroso.
Y Txetxu, que lucha con ella e intenta llevarla al coito, y ella que no se achanta y que sale como un rayo del despacho, coge el poncho y se marcha a toda prisa del chalé.
Luego en la calle respira, en el poncho abrocha un broche, que es de azabache de Chiapas, y canta este chévere charro que suena como un cha-cha-cha: 
-Escucha, mi amor, escucha: Mi hucha no guarda monedas. Mi hucha es de chicha blanda y se abre con llave de seda que tú no sabes usar.

El enigma de su nombre

De Remedios, mi mujer, que era capaz de arreglarlo casi todo, se decía que era el polo opuesto de la "bruja averías". Tanto es así que tuvimos amigos que le cambiaron el acento a su nombre para transformarlo en una palabra aguda y aludir de esa manera a lo divino de su ingenio. Por re-medios, además, la mía era una mujer muy centrada, y eso me molestaba porque yo, como los buenos matadores, prefería siempre la zona excéntrica de los tendidos. Por esa y otras razones, que no vienen al caso, hemos decidido separarnos. Ante el juez, me pide que reme y reme, como ella, para poner a nuestra barca en un lugar equidistante y seguir navegando juntos por el tiempo.
Medí y remedí su propuesta, acabé por rechazarla: ¡No!, no quiero más Remedios.

El viento y la peña

Él era un viento ingenuo, una masa brusca y joven que invadía la montaña de repente con su esencial inconsciencia, y ella una peña enhiesta, una gran masa afilada de roca gris y brillante, vestida de verdes bosques. Ella exhibió su atractivo para atraer al muchacho y él resopló como un toro. Las caricias masculinas de aire tibio resbalaron como gotas sobre la piel femenina de piedra angulosa y firme, pero no fueron capaces de fecundar sus entrañas. Ella tardó en concederle la llave de su corazón y él decidió progresar, dejarse arrastrar hacia abajo por la pendiente inclinada y contarle al largo río su aventura. El muchacho llegó al valle y su ímpetu se fue frenando. La memoria le cambiaba poco a poco con la fragua de la calma y la firmeza. Volando sobre los mares, cruzando los continentes, apagando cien mil fuegos, diseñando dunas blancas, bailando con los abedules o aumentando el radio azul de las olas en la costa, el viento siguió su camino, mientras ella seguía firme, clavada en la cordillera. Ella permaneció en su lugar, ella siguió de guardia sobre la línea de cumbres, enfrentándose a la fuerza de los locos meteoros y esperando a que su amor volviera otra vez a buscarla, derribase uno tras otro a los pinos que guardaban sus secretos, la penetrara en su cueva y se quedara a su lado para siempre.
Después de la eternidad, después de cientos de años avanzando sin cesar en la cuenta de los números enteros, el viento cansado y seco volvió a encontrarse con ella. A la hora del ocaso, la roca lo vio llegar: Él era un viejo cansado sin casa y sin porvenir. El viento la miró a ella, mugrienta y redondeada, sin recordar el pasado, sin comparar la apariencia de lo nuevo con la forma juvenil original, ni comprender el sentido de las líneas que el presente va trazando hacia el futuro. El viento, ignorante y mendigo, buscó acomodo en su cueva y ella se dejó habitar sin sospechar que la suerte culminaba la deseada carambola de la forma más extraña y más fugaz. En efecto, con la aurora, el viento sopló hacia el arroyo y reanudó su camino. Algo dentro le decía que a aquel sitio no debía volver.

Los desnudos del invierno

El vestido
de los árboles del bosque 
es el verde de las hojas 
al que el sol torna amarillo 
justo antes del desnudo 
del invierno. 
Es el tiempo en que la tierra 
se pone el traje de boda 
a la espera de la aurora 
que despierta el resplandor 
de su novio que en el cielo 
reina ahora 
y que funde su vestido 
con el fuego de su íntimo calor. 
La tierra está tiritando 
y deja que el tibio amor 
ilumine poco a poco su interior.