Coco

Coco Martín era el nombre que mis dos hijos, de siete y cuatro años por entonces, eligieron para el pequeño canario que nos había regalado nuestro amigo Carlos en Reinosa. Era un pajarito totalmente amarillo. Solo sus ojos negros, negros, y sus patas rosa claro escapaban del color de sol brillante de sus plumas, aunque su rasgo más reconocido era que cantaba y cantaba con tal fuerza que hubo que tomar la penosa decisión de tapar la jaula por las noches con un paño absolutamente opaco para evitar que al amanecer despertara a todo el vecindario.
Mis hijos, que deseaban tener alguna mascota con la que jugar y encariñarse, sabiendo que sus dos padres se oponían, concentraron toda su atención en el lindo pajarito que tanto se hacía notar. Ambos ayudaban a sus padres a limpiar bien la jaula y a rellenar de agua y de alpiste cada dos días los depósitos correspondientes y se comportaban con el animalito con toda familiaridad, hablando con él, incluso, como si fuera un querido y volador último hermano.
El pájaro se fue criando bien, sin ningún problema relevante, saltando entre las dos barras de trapecista de su jaula, hasta que en las vacaciones de Navidad del año en el que el muro de Berlín se hizo añicos se  planteó la necesidad de transportarlo con toda la familia a Valladolid, pensando en que los doce días que se planeaban fuera de Reinosa eran demasiado tiempo para dejarlo solo en casa. Así se hizo, pero el viaje resultó fatal para la limitada capacidad de adaptación del pequeño canario. En efecto, ya fuera a causa del mareo al que fue sometido en el asiento trasero de nuestro R5 o fuera por los efectos nocivos del clima y la presión de la Meseta, Coco Martín apareció espatarrado sobre la placa metálica que servía de base a la jaula. Mis hijos, naturalmente, se preocuparon de inmediato y pidieron una intervención resolutiva a sus padres y abuelos. Sin embargo, contra la muerte nada se podía hacer, de manera que los adultos se ocuparon de consolar a los niños, repartiendo aún más cariño y tratando de educarles en la idea de la muerte. Fue al abuelo Víctor a quien se le ocurrió realizar un simulacro de entierro para así poner punto final a una tragedia que amenazaba con prolongarse indefinidamente entre lágrimas y abrazos. No hizo falta discurrir mucho para aprobar la idea y para organizar una comitiva, compuesta por las tres generaciones sucesivas, que pasó el puente sobre el Pisuerga a la busca de un espacio ajardinado, en la Huerta del Rey, en donde enterrar a Coco.
Tras cavar un hueco en el suelo con una azada pequeña, lo pusimos en el hoyo, lo cubrimos con un trozo de hierba y le hablamos por última vez:
-Te queríamos mucho Coco ¡qué precioso eras!
-Coco, bonito, te vamos a echar de menos.
Hoy, treinta años después, paso por delante del lugar en donde Coco debería seguir reposando y me acuerdo de mi padre y de mi amigo Carlos. Los dos se han muerto ya, y ahora, como entonces, vuelve a ser Navidad.

La rana dama

La rana está muy mala. Tumbada en la cama ancha llama al lama. El lama le habla al alma y la sana: 
-“Rana, calla, ahora eres una dama”. 
Así que la blanca dama se mete otra vez en la cama y espera callada y sola a que el príncipe aparezca, y luego, cuando aparece, se deja besar en la boca y vuelve de pronto a ser rana y a enfermar y a estar muy mala y a croar llamando al lama.