¿Qué fue de los revolucionarios?

Hubo un tiempo en el que creí en la fuerza de la revolución. Me habían contado que las fuerzas del progreso, el impulso de la juventud, las ansias de justicia social y los viejos ideales de libertad estaban del mismo lado. Del otro no había más que fuerzas reaccionarias. Fue muy fácil creer en ello en la época de Franco. Sin embargo con el tiempo, después de darle cien mil vueltas, surgieron grietas en mi pensamiento y descubrí que no era cierto todo lo que me decían. En efecto, con el tiempo descubrí que frente a la revolución social estaba la revolución burguesa y su gran conquista, la democracia, y que ésta merecía más nuestro apoyo porque respondía mejor a nuestras necesidades y a nuestros ideales, y también descubrí que aquellos que vendían la revolución social se olvidaban de la libertad cuando llegaban al poder, rechazaban la idea de que el capital fuera la causa de que el mundo diera de comer a diez veces más humanos que hace doscientos años y no querían darse cuenta de que los obreros no llegarían nunca a ser la fuerza de trabajo dominante.
Poco a poco, los revolucionarios de entonces abandonamos nuestras posiciones. La razón y la historia nos fueron convenciendo. Así llegamos a un tiempo en el que nadie en su sano juicio (salvo Mao, Paul Pot, Sendero Luminoso y muchos ecologistas demagogos) planteaba la vuelta a una economía feudal o a otra aún más primitiva, porque eso habría supuesto la muerte por inanición de la mayor de la población del planeta. Hoy en día son muy pocos los que siguen defendiendo a los regímenes totalitarios comunistas que siguen gobernando tras la desaparición de la U.R.S.S., como es el caso de China, Korea del Norte o Cuba. Por eso lo único que tiene algún sentido para los antiguos "progres" en los países desarrollados de las clases medias es alcanzar el poder en unas elecciones libres, es decir, la socialdemocracia. El problema aquí es que detrás de ese título se esconde un gran amasijo de antiguos totalitarios que aún no han terminado sus deberes de aggiornamento y que suelen acabar en demócratas autoritarios, semejantes a los chavistas o a los peronistas, que entienden que sólo hay auténtica democracia cuando ellos llegan al poder. Y es que para ser un auténtico socialdemócrata es necesario entender la segunda parte de su nombre compuesto, pensar más en el origen del poder y en la función de la soberanía y actuar en política sin odio, lejos del revanchismo dualista de pobres y ricos (o de hombres y mujeres) y cerca del pacto con los otros partidos para establecer mayorías amplias y centradas que eviten los radicalismos extremistas y la inestabilidad de los gobiernos en minoría. Llegar a ser un verdadero socialdemócrata es entrar en la autocrítica, para entender que todos los regímenes totalitarios, tanto los de izquierdas como los de derechas, han sido auténticos nidos de corrupción, y que el conchabeo con los sindicalistas y amiguetes es una forma de lo mismo tan odiosa para la gente común como la que se adjudica a sus contrarios. Llegar a ser socialdemócrata es dejar de votar a los corruptos e impedir la colonización del poder judicial por el ejecutivo, y entender que el poder es de todos, de los que te votan y de los que no te votan, y defender el acuerdo para que las leyes recojan el sentir general, y se apliquen sin distinción, incluso en el caso de que el partido no las votara en su momento. Ser socialdemócrata, por último, no sólo debería de suponer que paguen más impuestos los que tenga más renta y patrimonio y desarrollar el estado del bienestar, sino que también debería incluir la defensa del himno, del rey y de la bandera, como símbolos de la constitución que dicen respaldar.
Miro a mi alrededor y veo muy pocos socialdemócratas. De su escasez da muestras el izquierdismo de la política del PSOE en el poder en siglo XXI, desde la irrupción de Rodríguez Zapatero, con el pacto del Tinell, hasta el gobierno que hoy preside Sánchez. Ambos han preferido los pactos con revolucionarios sindicalistas, comunistas o nacionalistas periféricos a los acuerdos con lo que con cierto desprecio y desdén llaman la derecha o las derechas. Esta situación y el uso de la corrupción para marginar del poder a la mitad del país que representan sus contrarios, ha conducido a que se rompieran los acuerdos básicos de política exterior e interior y a que nuestros medios de comunicación estén tan atrincherados que la realidad se oculta o se desfigura de forma torticera cada vez más.
Vivimos en una España especialmente maniquea. Son demasiados años de enfrentamiento civil. Televisiones y radios presentan el debate descontrolado entre periodistas de uno u otro signo como el típico espectáculo al que se acude los fines de semana para tranquilizar las conciencias izquierdistas y renovar los argumentos. A pesar de todo esto, sin embargo, no desfallezco. Voto porque en el futuro la lógica de la razón democrática se imponga. Espero que en algún momento llegue la prueba del nueve de la normalización democrática que es la de un gobierno de coalición entre los dos partidos mayoritarios en el más alto nivel de la Moncloa. Para ello, habrá que combatir a los sectarios que se creen que se puede ser más solidario, libre y justo que los otros y que no admiten otra verdad más allá de la suya, a pesar de contemplar que los de enfrente no están de acuerdo. A estos les digo, sed demócratas, nadie os pide que cambiéis de opinión, solo se os dice que miréis y escuchéis al otro lado y que entréis en negociación con ellos. En eso, y no en llegar al poder y mantenerse en la poltrona, consiste la verdadera democracia.

Augusto de Todos

Augusto fue una gran persona. Los que le conocimos supimos de su humanidad, de su carácter y de su capacidad. Todos en la redacción del periódico le queríamos y le respetábamos a pesar de que era un ser huraño, un individuo distante que nunca nos quiso contar de dónde venía ni adonde iba. De él sabíamos muy poco, apenas nada. Que un buen día apareció, enviado por el centro meteorológico, que hacía unas predicciones muy extrañas e imprecisas, sin borrascas ni anticiclones, sin corrientes en chorro ni mapas del tiempo. Sabíamos, sin embargo, que sus palabras tenían un extraño embrujo, un ritmo y una profundidad que retumbaban en nuestros oídos y nos dejaban con la boca abierta. Era seguramente su voz de bronce, que resonaba en la sala como un artificio perfecto que nos hipnotizaba, pero era también la pasmosa seguridad con la que entraba y salía de los temas más diversos. Alguien dijo de él que hablaba como hablaban los profetas, convencido de que tenía a sus pies el futuro y la verdad. Cuántas veces su verbo florido en medio de intensos debates, abría un tenso silencio, un paréntesis oscuro y necesario que nuestras mentes creaban para pensar en el sentido de lo que nos acababa de decir. Cuántas veces, nuestro director le sugirió que escribiese esas palabras que acababa de dejar flotando en la redacción para imprimirlas sin más en primera plana, porque estaba convencido de que Augusto sabía más que todos juntos de todo lo que estaba pasando. Sin embargo, él nunca aceptaba estas propuestas. Se excusaba alegando una dedicación casi exclusiva a labores tan complicadas como la de realizar las mediciones más precisas de los ritmos de los cambios de los datos obtenidos de presión, humedad o temperatura, o como la de componer un atlas completo de las nubes del ocaso. Otras veces se escabullía hablando de la relación estadística que estaba estableciendo entre la cantidad de suicidios y de agresiones sexuales, según el distinto origen de sus protagonistas, con la variable dirección e intensidad de los vientos, o recordando la complejidad de los medios técnicos empleados para la obtención de los datos y la enorme complejidad de los saberes físicos necesarios para interpretarlos y transformarlos en la diaria previsión meteorológica. Le recuerdo una tarde con sus ojos muy abiertos contemplando los colores del crepúsculo. Recuerdo cómo pasaban del rojo al anaranjado y acababan en azul, tirando a negro, y recuerdo su intensa concentración y sus palabras: Mira, me dijo, ahí está el secreto: El tiempo del tiempo. Y luego sacó el bolígrafo del bolsillo de su camisa y apuntó en una pequeña hoja que arrancó de una libreta aquella media frase inacabada que quedó como un resumen del norte de su destino: "Nunca llueve..."
Ahora que se ha marchado definitivamente, los compañeros de la redacción hemos reproducido esta misma hojita a escala 1:1, con su caligrafía y su firma, en una pequeña placa que hemos colgado en la pared que se halla justo detrás de su mesa. Yo me acerco muchos días hasta allí y la leo en voz alta, lentamente, para que escuchen los nuevos y para que los viejos recuerden.
-"Nunca llueve", Augusto de Todos- digo, y me vuelvo satisfecho hasta mi sitio, convencido de que un poco de su magia se ha quedado aquí conmigo.

Ensimismado

Un día, un lector me envió este mensaje: “Estos cuentos hablan de las cosas que realmente importan. Enhorabuena”. 
Al intentar contestarle me di cuenta de que la dirección a la que escribía era la mía y, sin embargo, seguí adelante.

Cambio de identidad

Después de treinta años de matrimonio, aquel día dejé de ser yo. En la cocina, me encontré con ella:
-¿Qué pasa? – le dije.
Y fue la primera vez que ambos pensamos lo mismo.

Marioneta

Estabas harto de obedecerme, así que te corté los hilos y te dejé en libertad, pero tú ni te giraste para despedirte. Empezaste por sentir que tu corazón latía como un diapasón y la fuerza de tus músculos textiles. Luego apretaste los puños, te pusiste en pie y buscaste la manera de escapar de aquel paisaje infantil en donde cada noche yo te hacía bailar a mi capricho. Aún estabas desnudo y, a pesar de que tu cuerpo se movía con torpeza, te marchaste a toda prisa, arrastrando los hilillos por el suelo.

La fuerza de la naturaleza

Sucedió que, cuando iban a sacarlo del lugar en el que estaba enterrado, se levantó el Francolí.

Frankenstein

En su barca a la deriva, el monstruo recorrió las orillas del Ártico, hasta que el océano lo engulló. Sucedió entonces que una gigantesca ballena le dio posada en su vientre y que dos meses después, justo en el mismo sitio en donde una tatarabuela del cetáceo había depositado a Jonás, aquel pálido individuo emergió del ancho mar: 
-Preparad los caminos del señor- dijo de forma mecánica al locutor de la radio al tocar tierra, pero allí nadie sabía de las sucesivas creaciones de Mary Shelley, del doctor Frankenstein ni de aquel individuo horrible que les hablaba con el verbo arrebatado de los santos convencidos. Él era un ser monstruoso, sí, pero también era inteligente. Él había estudiado incansablemente en sus largos meses de reclusión forzada y ahora intentaba culminar su trabajo, cultivando su presencia en los distintos medios de comunicación y pretendiendo cerrar por fin el círculo, con el invento de un nuevo ser omnipotente que fuera capaz de crear a Mary Shelley.
A pesar de los enormes esfuerzos apostólicos de Franquenstein, el sentido de su mensaje nunca se entendió correctamente.

Jaimito

Había una vez un hombre de risa fácil:
-Ja, ja, ja, ja, ja...
Tanto y tan bien se reía que llamaba la atención, de modo que un día otro decidió hacer lo mismo:
-Ja, ja, ja, ja, ja... Imito.
Con el paso de los años, se entendió que era muy positivo el comportamiento del hombre de risa fácil y el del hombre que lo imitaba, y así surgieron otros muchos que siguieron sus ejemplos, de manera que llegó un momento en el que la mayor parte de la gente se dijeron partidarios de la risa. Y sucedió que en las casas y en las calles de aquel remoto entonces, retumbaban las sonoras carcajadas, de una forma tan notoria que un escritor sensible pensó en componer una historia que contara su opinión acerca de lo que les había pasado. Tras una larga reflexión, sobre el papel de su creativo cuaderno, escribió:
-Ja, ja, ja, ja... Y mito...
Y después de componerlo y publicarlo, y después de que se leyera en todo el mundo y de que la obra fuera reconocida como la mejor de todas las obras maestras del género de los aforismos, alguien quiso poner nombre a su eximio autor anónimo. Fue entonces el turno de un filólogo investigador que trabajaba en la biblioteca nacional y daba clases de literatura, que examinó las fuentes originales, corrigió sus faltas de puntuación y de ortografía, analizó las anotaciones de los márgenes e hizo pública la conclusión definitiva de una sesuda investigación que tenía también como objetivo el nombre desconocido. Al respecto de este último punto escribió:
-"Con arreglo a los datos relevantes que obran en mi poder, la onomatopeya de la risa tuvo que ser la base del nombre de su autor. Por esta misma razón, he rastreado en el diccionario los nombres que empiezan por Ja y he concluído que su nombre pudo ser James, en inglés, Jaques en francés, Jaime, en español, o Jaume en catalán. Sin embargo, la epopeya se escribió en castellano, de eso no cabe la menor duda, y su nombre, por lo tanto. a mi modo de ver, es probablemente Jaime. J'aime Jaime: Ja y me".
Entretanto, en el Valle aislado del Silicio, en California, un joven planteaba otra salida al oscuro misterio de la risa:
-Je, je, je, je,- decía -"Cuatro je". Je, je, je, je, je... "Cinco je".

A vuelapluma

Escucha lo que te digo. No te conozco, lector, ni sé quién eres ahora, ni el tiempo en el que me estás leyendo. Espero no hacerte daño. Como yo no sé de tí, te cuento lo que yo siento. Aprieto en este papel las letras de mis palabras en líneas horizontales y te hablo de quien soy y de las cosas que en verdad me preocupan. Soy una persona normal, un hombre gregario y vulgar que se ha pasado la vida mirando cómo luchaban las gentes a su alrededor. Carezco de rasgos insignes y padezco de la simpleza del imbécil. Soy un pelele común, un individuo mediocre, cuya mente limitada en ocasiones exhibe un sentido del humor de gracia fácil y algún truco intelectual. Mi defecto más notable es que no sé decir no, que me refugio en la sombra de los que quieren mandar y piden lo que necesitan. Sin embargo, no soy malo. Tengo méritos morales relevantes. Me cuesta un mundo mentir y me gusta decir lo que pienso. Cultivo la soledad, buscando en mí una verdad que está lejana y distante y sigo un camino gris, muy lejos de los oropeles. A nadie he rendido culto y pienso seguir así, incluso en el caso difícil de que alguien procure el éxito de estos escritos escasos que emanan descontrolados de mi mente de escritor atolondrado. Por eso puedo decir que soy un autor autista y que soy al final como tú, una enorme masa gris que en el tiempo se ha cocido y ve que sus grandes defectos brotan también en sus hijos y siguen vibrando en sus nietos. La historia conserva su herencia en cajas de carne y hueso. Lo demás, las cuatro cosas en las que he gastado el tiempo, el amor de las mujeres y el cariño que me dieron mis amigos, son sólo pequeños cuentos, ficciones que salvo excepción nadie jamás contará, negruzco légamo azul en el lago del olvido. Si alguno de mis lectores asiste a mi entierro el día que toque hacerlo, en vez de decir mentiras y rellenar los silencios con típicos lugares comunes, podría leer estas letras y recordarme un momento. 

Te escribiré

Te hablo desde muy lejos, para reprocharte tu actitud. Tú me has declarado la guerra, no lo niegues, tú lo has querido así. Tú me has hecho callar, tú me has tapado la boca, alegando que en mi había una cerrazón inexplicable. Tú has anulado mis razones, agregándolas de antemano al cubo de la basura, y te has cebado conmigo. No admites mi olor natural ni el uso que hago del mando a distancia, te molestan mis comentarios intrascendentes, mis reflexiones políticas, mis opiniones morales e incluso las sugerencias que se me ocurren de pronto para dar salida a un hecho que se impone de repente. No soportas que pregunte para aclarar lo que dices y te irrita en ocasiones que hable alto o que hable bajo. Tienes algo contra mí. Algo actúa en el tono de mi voz, en la tensión muscular de mis risas, en el rumor de mis ronquidos o en el ruído que hago al comer que te repele, que te hace actuar con rabia y con mala leche. Nada de lo que sale de mi tiene interés para ti, no te importan ninguna de mis experiencias. Me desprecias. Se diría que segregas una hormona cuyo fin es combatirme. Yo no sé de qué manera te hice daño ni la idea que te has hecho de mi, pero si que estoy seguro de que lo que digo, lo que sé o simplemente mis olores o la sombra que proyecta mi figura en la pared se enfrenta con lo que eres y con lo que quieres y que, por eso, me has desterrado de tí y me has sentenciado al silencio. Pensar en intentar reconstruir los puentes que has destruido, pedirte una reconciliación o una cita en territorio neutral para cambiar impresiones y sembrar la concordia es simplemente ridículo. Todo eso, ahora, son estrategias vanas, destinadas al fracaso, porque tú ya has tomado la decisión definitiva, porque tú ya no me quieres.
Me voy. Contigo no hay nada que hacer. Me voy para que sepas que no soporto que me trates de esa forma, pero también para decirte que yo te sigo queriendo y que te seguiré escribiendo cada noche para seguir a tu lado y para romper el silencio.

Moisés

Moisés, salvado de las aguas: Para intentar el milagro que me arroja al ancho Nilo de internet.

Agustín

Después de una corta pero grave enfermedad, me enterraron en la tumba de mis antepasados en presencia de un número reducido de amigos y familiares; lo normal en el caso de una persona como yo de escasa vida social y alejada de las alharacas del éxito. De todo eso me enteré mirando desde arriba la sucesión de los hechos, y es que desde el primer momento mi alma de pecador fue recibida en el cielo. Aquello fue una sorpresa para mi, porque yo nunca había creído en las cosas de la fe y porque, aunque yo no estuviera convencido de mi maldad esencial ni hubiera arrastrado hasta la muerte ningún pecado terrible, sí que era perfectamente consciente de que algunos defectos malévolos estaban tan grabados en mi personalidad que habrían debido impedirme el acceso a ese club tan restringido de almas blancas y brillantes que se ubica en las alturas. Sin embargo, al parecer, el juicio de los difuntos salió perfecto, de manera que la sentencia, para mí, fue de lo más benevolente.
Sobre una algodonosa nube, en el comité de recepción del paraíso había un santo barbado y vestido de blanco. Hacia él me dirigí con el atrevimiento y la inconsciencia que casi siempre me habían caracterizado:
-San Pedro, supongo...
-¿San Pedro?-dijo- ¿no ve usted que llevo un libro aquí en la mano y que no se me ven las llaves por ningún lado.
-Perdone, lo siento mucho, entonces usted será...- y dejé la frase así en suspenso para no meter la pata nuevamente.
-San Agustín, señor mío, San Agustín; el santo que lo ha salvado. Gracias a mi intercesión está usted aquí, caballero. 
-Ah, lo siento, usted disculpe, se lo agradezco infinito.
Lo miré bien a los ojos para entender bien el sentido de lo que me estaba diciendo. Intentando saber más añadí esta media pregunta:
-¿Cómo puedo demostrarle...?
-No hay nada especial que hacer. Basta con ser de verdad- dijo.
-Agustín, perdone usted que prescinda del san del santo, no es fácil hacerse cargo. Si le voy a ser sincero le diré que no nunca creí en el más allá y que nunca pensé que estas cosas pudiesen hacerse algún día realidad.
-¿Realidad? ¿De qué habla usted? Se encuentra usted en el cielo, un lugar sin tiempo y sin espacio. Este lugar es algo más que real. Es esencial.
Ya empezamos, pensé, la típica disquisición.
-Caballero, dese cuenta de que ahora es usted tan sólo espíritu y de que todo lo que produce su mente es tan claro para todos nosotros como el color amarillo del limón, de manera que le aconsejo que abandone esa actitud crítica que es propia de su pensamiento y se vaya acostumbrando a los coros celestiales que cantamos a la gloria del altísimo.
-Lo siento, lo siento mucho, pero no es fácil... Espero que usted me comprenda...
-Lo comprendo, Don Carlos. Aquí tenemos toda la experiencia del mundo. Nosotros lo sabemos todo.
-Ya, ya... Pero yo vengo de donde vengo y sigo siendo un ignorante. Ni siquiera sé si estoy de verdad aquí y si merezco toda esta amabilidad.
-Poco a poco, caballero. Pregunte si quiere saber.
Me puse a reflexionar, flotando sobre la nube:
-Ya que está en tan buena disposición, Agustín dígame, por favor: ¿Qué es lo que usted ha hecho por mi? ¿Qué es lo que debo agradecerle?
-Pues verá, yo hablé por usted en el juicio. Después de que usted murió a todos nos parecía que la suya era un alma vulgar, que usted era un hombre gris, una persona mediocre sin especial relevancia, más cobarde que valiente y más vago que trabajador, un individuo soso y despistado que no había pretendido casi nada verdaderamente importante en el tiempo que le había sido concedido y que había pasado sin más a mejor vida. Sin embargo, para mí, había algo que usted había cuidado especialmente. Me refiero a las obritas que usted publicaba en internet.
-¿Se refiere usted a mi blog? ¿Al blog "De letras adentro"?
-Sí, exactamente.
-Entonces era usted mi lector, el único que me leía.
-Sí, era yo. Como usted debe saber, yo también fuí pecador y luego intenté ser escritor. Por eso sé de la vida y de lo que cuestan las letras y me siento capaz de valorar un trabajo como el suyo en el que destaca la verdad sin vanidad de lo que se cuenta, el ritmo de su prosa y de sus octosílabos y el ingenio de algunas de sus entradas. Por eso yo lo elegí.
-Joder, qué gusto me da.
-Vamos, vamos, cuide un poco su lenguaje, que no está usted en la tierra, y venga conmigo a hablar. No es fácil aquí encontrar alguien con quien discutir, y para mi, que soy un filósofo, un verdadero filósofo, eso es muy necesario. Por eso he intercedido por usted.
-Reconozco que me gusta mucho el debate y que he sido un poco más que plasta con los amigos de mi confianza, pero yo no sé si podré satisfacerlo.
-No, no se preocupe. Seguro que lo hará bien. Aquí en el cielo, después de tantos siglos de contemplación de la divinidad y gracias a la transparencia de nuestra esencia espiritual apenas hay nada que podamos discutir. Aquí estamos ya hartos del pensamiento único. Necesitamos sangre nueva, la aportación fresca y espontánea de la vida. Por eso está usted aquí, para romper con la inercia de mil siglos de cultura teocrática. Venga, haga el favor, empecemos ya: ¿Hacia dónde va la historia? ¿Qué opina usted del gobierno?

Y los sueños, sueños son

Soñé que estaba mirando un reportaje que trataba los problemas de salud relacionados con el sueño y que hablaba de los ronquidos, de las apneas, de la melatonina, de la hipersomnia diurna y del insomnio. Tenía un gran interés lo que decía del registro poligráfico, de la prótesis de avance mandibular, de la C.E.P.A. y de las distintas fases de sueño... El caso es que, sin querer, me fui quedando dormido y empecé a soñar que, en un momento dado, me enfocaban todas las cámaras y entraban dentro de mí, y que al terminarse el programa yo me dejaba llevar y contaba el contenido de mi sueño.

Erase una vez en el África

Nuestra historia comienza en la negra y mágica noche del centro de la sabana. Allí mismo una joven e inexperta leona acaba de dar a luz. El momento, que pudo estar lleno de amor y de esperanza, está sin embargo roto por uno de los comunes fracasos de la naturaleza. En efecto, la camada que esperaba el gran felino había nacido muerta y ahora su protagonista se sentía sola y exhausta. Tumbada bajo los inclementes pinchos de una acacia, le duele menos la herida en su vientre que el vacío de su alma. Allí está llorando sin tregua. Después se levanta del suelo, huele los húmedos restos, lame los cuerpecillos de sus cachorros sin vida y lanza un rugido a la noche que expresa su inmenso dolor. Luego camina ligero, huyendo de las hienas y de los buitres, que ya debían de estar oliendo su presa, e intentando poner tierra de por medio y alejarse del desgarro que estaba haciendo añicos su corazón.
Pasados cinco minutos, sus patas se toparon con el cuerpo tumbado de un herbívoro adulto muerto y aún tibio. Era una hembra de ñu que acababa de sufrir un proceso semejante al suyo a menos de doscientos pasos. Como el sitio del que venía, el lugar se encontraba salpicado de los húmedos restos de la placenta de una hembra, pero entre ellos había también una sorpresa inesperada. En efecto, ajeno al peligro inminente y absolutamente desamparado, un ñu recién nacido se debatía aún pringoso, abriendo sus patitas traseras, intentando conservar la vertical. La leona empujó a la cría con su morro bigotudo y siguió todavía unos pasos en la dirección del río. El hambre no la acechaba pero sí una sed enorme. Treinta pasos más allá, le sobrevino una flojera. Sus ojos se desenfocaron y un sudor frío brotó por todos sus poros, antes de caer a plomo sobre la hierba.
A la mañana siguiente, justo al salir el sol por los confines del mundo, la leona despertó en medio del girigay frenético de la sabana. Poco a poco sus sentidos le informaron de todo lo que sucedía a su alrededor: El pequeño ñu chupaba como un poseso de sus pezones de madre y en la colina de al lado los buitres se peleaban, luchando por los mejores trozos de un banquete con dos núcleos. Ella se sentía de repente fuerte y lista para todo. ¿Por qué no jugar a ser madre? ¿Por qué rechazar al pequeño, si el bicho no le hacía mal? ¿Por qué no dejar que las cosas siguieran su curso? Ella era joven aún y seguía sin tener hambre. Un asunto diferente era la sed que ya la martirizaba, de modo que se levantó y tomó la dirección del río, mientras la cría, convencida de que ella era su auténtica madre, la seguía paso a paso con la graciosa torpeza de los bebés recién nacidos. 
Abrevaron tranquilos, aprovechando que no había cocodrilos en el agua, y después comenzaron a subir a la colina. Producían una imagen tan extraña que todos los animales se quedaban boquiabiertos. La leona se dejaba trajinar en sus pezones por el pequeño y además en ocasiones le lamía, orgullosa de aquel hijo que acababa de adoptar, mientras la cría la seguía a todas partes y, a su estilo, repetía lo que su madre decía.
La cosa duró por un tiempo; el tiempo que a la leona le llevó comprender que, en realidad, aquel ser no era el cachorro que los dioses le negaron y sí un exquisito alimento, el tiempo necesario para que el hambre excitase sus instintos de gran depredador y le llevase a lanzar un zarpazo sobre el pequeño bebé y a morderlo y desgarrarlo con sus afilados colmillos, mientras la cría gemía sin entender que su madre le hiciera pasar por aquello. La boca de la leona se llenó de sangre y el bebé ñu desapareció para siempre. Su vida fue sólo un suspiro, una sorprendente comedia que nada más empezar acabó en dura tragedia. Murió sólo, como todos morimos. Murió sin saber quién era. Lo mató su propia madre y luego fue devorada por una manada de hienas. Cuando llegaron los buitres tan sólo que quedaba de él un trozo de su pellejo, prendido en los duros pinchos de aguja de un matorral sin nombre, y sus dos pequeños cuernos. Murió sin saber de la vida. Nadie le pudo contar las poderosas razones que movían a su madre a devorarle o al menos un cuento infantil que lo guiase a las puertas de la muerte. Nadie se preocupó. Nadie lloró al animal ni nadie esperó que su alma ascendiese al cielo azul. Nadie enterró sus huesos ni imaginó un triste epitafio. Nadie salvo un muchacho que pasaba por allí y que a mi me lo contó. A muchos nos pareció que esta era una buena historia. Por eso os la estoy contando.

El discurso

Hace casi cinco años, Raul nos congregó a los amigos en su finca, a las afueras de Valladolid, para una fiesta campestre que venía a repetir, ahora con nuestras mujeres, la que cuarenta años antes habíamos celebrado allí. Al acabar el ágape, algunos quisieron tomar la palabra para recordar en voz alta el pasado o para echar en falta a los ausentes. Yo no quise arriesgarme a pasarme de la raya o a no llegar lo suficiente y me limité a escuchar con atención los parlamentos.
Hoy me he despertado reprochándome el silencio. Me he puesto en pie y he dicho:
"Encontrar las palabras justas, las que expresan el contenido de la vida y dan sentido a todo, las pastillas necesarias que pueden curar el mal del tiempo, es difícil para alguien que no está muy acostumbrado a hablar en serio de las cosas del cariño y del corazón, de las cosas que nos emocionan y nos avergüenzan. Hablar de las verdades cultivadas largamente o de las mentiras que se mantienen contra viento y marea como un patrimonio común e intransferible suele ser una obligación que se adoba con ingenio y buen humor en momentos como éstos, pero yo no tengo chispa, nunca supe rematar el juego de nuestras conversaciones con el golpe del atrevimiento ni con el látigo de la sabiduría. Cuando hablábamos antaño, mi papel era el del vulgar centrocampista que elaboraba los temas, los dejaba desbrozados y brindaba a los demás su contenido para que alguien se luciese por la banda o diese el pase de la muerte. Por eso, yo ahora no debo ocupar posiciones que no me corresponden, no debo insistir en lo que ya sabemos, no debo escarbar en el pasado, no debo buscar el sentido a lo que pasó ni intentar modificar nuestra memoria con aportaciones de dudosa verosimilitud. Dejemos estar las cosas tal y cómo fueron contadas y sigamos recordando, respetando en cada cual el lugar que cada cual se ha trabajado.
Somos historias largas, recuerdos marchitos ya, que se hunden en el lago del olvido. Éramos un grupo compacto, una panda de cabrones solidaria en ocasiones, un equipo que quedaba a tomar vinos y a beberse los cubatas en los sitios de costumbre. Eramos nuestra juventud, un olor y un paisaje conocido, inconscientes chicos y chicas que querían enamorarse pero no sabían cómo ni de quien. Lo hicimos como pudimos. Pagamos muchos gintonics y los errores de bulto del escaso fundamento de nuestros proyectos. Hoy aquello ya pasó. Nos apreciamos. Intentamos mantener los lazos que el tiempo cruzó, los hilos que un día la parca cortará, y nos seguimos contando la historia de aquello que no hemos vivido juntos para decirnos muy claro que todo sigue igual entre nosotros. Sin embargo, no es así. Ahora somos ya viejos y el tiempo que queda atrás nos pesa bastante más que el que queda por delante. Ahora ya no nos interesa ningún secreto de entonces. Queremos un poco de paz. Unas risas y palabras de cariño. Cultivamos el apoyo de las viejas coaliciones y guardamos como gatos panzarriba nuestra honra. Por eso no hay nada que hablar. Por eso no hay nada que añadir a lo que ya sabemos de sobra.
Entonces, me diréis, ¿para qué hablo? ¿Qué pretendo levantando la voz para hacerme oír por una vez ante vosotros como si fuera quien nunca he sido? Pues en realidad no pretendo nada, sólo tomo la palabra por tomarla, para hacerme más visible, para adquirir más peso y estima y para dejar un residuo en esta mesa que diga que estuve aquí y que seguimos estando vivos, espero que por muchos años. Navegando todavía y con amigos. Un abrazo". 

Un nuevo Ulises

Delante de mis alumnos, acababa de escucharle que los libros que teníamos delante y vendía aquella organización de beneficencia eran libros viejos. Hablaba con una sonrisa de conmiseración, sin manifestar el menor respeto por el pasado, e imaginé que al hablar de esos conjuntos encuadernados de letra impresa se refería a unos trastos molestos que esperaban su último retiro en un asilo barato justo antes de morir, pensé que estaba aludiendo a unos objetos decrépitos, rellenos de arrugas profundas o de desgastadas hojas amarillas y atacados ya por la humedad y los insectos. 
-¿Cuanto quieres por este libro?- pregunté, señalando una vieja edición de la Odisea.
-Lo que te parezca- dijo.
Saqué de mi bolso la cartera y dejé tres euros en la mesa:
-Los libros son algo extraño. Los libros no tienen edad ni un paisaje definido entre sus letras, pero saben hacernos viajar. Los libros renacen en nuestras mentes y acaban por recibir nuestra sangre y nuestros sueños y, por eso, son tan jóvenes o tan viejos como lo somos nosotros, sus lectores.
De inmediato abrí el libro y comencé a leer la historia que Homero imaginó hace siglos y volví a ser Ulises. Un Ulises con más años, un Ulises que conoce las palabras del relato que los siglos han dejado pero quiere ir más allá porque sabe que sus viejas experiencias son la fuente que rellena de sentido lo que mira, el filtro que expande o limita la comunicación con los otros, la fuerza que integra o rechaza los mensajes de la cruda realidad.
Y entonces la magia de Circe, la ternura de Telémaco, la fidelidad de Penélope o la rabia de Polifemo lograron hacerse un pequeño hueco en nuestras mentes y volvieron a circular entre nosotros.