Perder la cabeza

Su cabeza se despeñó como un plomo pesado pero él no se dio cuenta. Levantó sus manos hasta el lugar en donde antes estaba la cara y palpó su antiguo rostro. Le pasó como a los mancos o a los cojos que aún se quejan del dolor o las cosquillas que sienten en sus miembros extirpados, de manera que él creyó en su sensación. Después se levantó y se fue al cuarto de baño para lavarse las manos y al mirarse en el espejo, tampoco notó nada raro. Su familia, sin embargo, no pudo dar la espalda a la evidencia. Don Antonio había perdido la cabeza totalmente y había que afrontarlo. Lo primero fue intentar convencerle. No hubo forma:
-Pero bueno, ¿qué os creéis? ¿Os pensáis que estoy tonto? Mi cabeza está en su sitio ¿acaso no la estáis viendo? – les decía muerto de risa. Por eso no quedó más remedio que actuar sin su permiso.
La esposa llamó a los loqueros y se encargó de impedirle los paseos por el centro, evitándole el acceso a sus vestidos de calle y obligándole a vivir con el pijama en el interior de su casa. La niña consiguió que su padre abandonase sus paseos matutinos, requiriéndole constantemente para resolver las múltiples dudas que se le ocurrían al hacer los deberes del cole, y ambas se coaligaron para conseguir que saliese mejor por la noche, cuando su decapitación resultaba mucho más disimulable. Para conseguirlo hubo que responsabilizar a Don Antonio del paseo diario del perrito y de bajar la basura a los depósitos municipales. 
Cuando le vieron los médicos, apreciaron la gravedad de su enfermedad mental y dictaminaron su rápido ingreso.
-¿Que yo no tengo cabeza? No me toméis el pelo-les decía.
-Antonio, Antonio... Haznos caso, te vas a venir con nosotros y vas a ver lo bien que estás.
Y como todos insistían y nadie le respaldaba, el hombre acabó por ingresar en el psiquiátrico y allí siguió un protocolo de convicción permanente que, en vez de mejorarlo, lo hizo, casi de golpe, transparente. 
Ayer ha desaparecido. Nadie sabe exactamente si sigue viviendo de extranjis en el sanatorio mental o si ha decidido volver a su casa con los suyos, pero a todos se nos alcanza que algunas cuestiones raras que pasan en las alcobas de algunas mujeres del barrio parecen tener relación con nuestro enfermo mental inubicable. Como a Antonio no le ha dado por robar o delinquir de forma clara y como en el sanatorio no han querido que sus problemas con él sean del dominio público, nadie ha hecho todavía que investigue la policía. Yo tampoco, a pesar de que he caído enamorada de sus huesos transparentes, y a pesar de que lucho con él cada día para intentar que no siga un modelo de vida tan disoluto.
Ayer, por ejemplo, le dije:
-Antonio, tienes que sentar la cabeza.
Y él, terco como una mula, se mantuvo en sus trece y contestó:
-Mi mujer y mi hija me dan la vara con que no tengo cabeza y ahora tú con que la siente, pues lo siento, amiga mía. No soy duro y quebradizo como Vidriera, el licenciado, y sí blando y transparente. Las cosas son como son y así es como deben de ser.