La creación

 La mujer, 

que en su vientre crea la vida 

con la vara del varón, 

a la luz la empuja luego,

con dolor,

en el acto de nacer.

Anastasio

Porque él se apellidaba Rojo y yo era el último de los Rodríguez y porque en los grupos de párvulos de mi colegio nos colocaban por orden alfabético, Anastasio y yo estábamos predestinados a ser compañeros de clase o a estar él detrás de mi, compartiendo aquel lugar algo esquinado de la fila de pupitres de la derecha del aula. En efecto, eso fue lo que sucedió hace ya sesenta años. En aquella tierna edad, nos tratamos sin prejuicios, con toda la curiosidad y con todo el tiempo del mundo, de manera que nos fuimos acostumbrando el uno al otro como una presencia necesaria, como algo obligatorio que surgía de una forma natural pero también nos enfrentaba de una forma irremediable. Compañeros y rivales nuestra relación no fue nunca fácil, porque siempre competíamos por todo. Nos pasábamos el día discutiendo y quitándonos la palabra de la boca, explorando nuestros yos, intuyendo cuales eran nuestras fallas y nuestras virtudes, experimentando qué instrumentos harían llegar más allá a nuestros brazos, qué espada nos defendería o a quién podríamos pedir apoyo o ayuda:

-Pues yo se lo digo a mi padre.

-Y yo se lo digo a Franco.

-Y yo al Papa.

-Y yo a Dios... 

Anastasio era un chico pequeño con las piernas delgadas y huesudas, con los ojos muy oscuros y con un mechón de pelo negro y lacio casi pegado a la frente. Él hacía como yo, me miraba a los ojos fijamente, intentando entender por qué no me ponía de su lado, por qué la complicidad era más bien imposible entre nosotros. La verdad es que él sí que lo intentaba en ocasiones, en especial cuando me contaba cuentos de miedo de su pueblo mesetario. Sin embargo yo aún no estaba preparado para tales terrores y le solía salir por peteneras. 

-Eso es mentira, Anastasio, eso es mentira.

De resultas de todo aquello surgió nuestra relación. Una relación bastante equilibrada, de dos niños de pareja inteligencia que se conocían cada vez mejor pero nunca confiaban en el otro, de dos rivales ingénuos e inconscientes entre los que las trastadas estaban al orden del día. Aún recuerdo cuando harto de pedirle que quitara sus zapatos del larguero que en la parte trasera de mi pupitre ligaba mi asiento a otro, se me ocurrió que podía atar su cordón y atraparlo así en mi mesa... Con el sádico placer del que entiende los efectos que provoca, hice lo que había pensado y disfruté como un enano de sus gritos y aspavientos.

-Pero quita eso de ahí. ¿Por qué te metes conmigo?

Luego cambiaron las cosas, empezaron a sentarnos por otros criterios distintos y dejamos de coincidir en el mismo banco. Nos seguimos tratando en el recreo, pero allí Anastasio era pan comido porque yo era más rápido y mas grande, de manera que acabamos cada uno en un grupo de juegos diferente y apenas volvimos a enfrentarnos. Tal vez por eso, no le recuerdo nunca entre los chicos con los que cambiaba cromos ni entre los del equipo de futbol o sus contrarios. Tampoco lo recuerdo entre los que se señalaron por sus méritos o sus castigos, aunque sí que me hizo siempre mucha gracia recordarle en la más plena adolescencia, interpretando de espaldas al público el disimulado papel de novia del protagonista en "El cartero del rey" de Tagore, con el lógico y cruel cachondeo de muchos de sus compañeros. También me acuerdo de que al año siguiente me adelantó en la carrera de fondo de las fiestas del colegio, justo antes de que yo me retirase al verle pasar a mi lado.

Mas tarde le vi aparecer por la Facultad de Filosofía y frecuentar a los arquélogos. Para entonces ya no nos saludábamos, entendiendo que el saber uno del otro había sido un accidente. Nos mirábamos de lejos y luego disimulábamos, y yo preguntaba a la gente que se relacionaba con él por mera curiosidad, y sus amigos me decían que era un fenómeno, que estudiaba medicina y que era carne de archivo, pero yo lo seguía despreciando, pues de sobra conocía su pasado de Anastasio. Vaya nombre, por favor.

Después llegó nuestra larga vida adulta, cuarenta largos años que conducen hasta hoy. Ya nunca lo volví a ver, aunque supe de su obra, muy fecunda, porque llego a publicar miles de historias que iluminaban las fuentes del hermoso mundo antiguo de la ciudad donde habíamos nacido. Yo las leía con nostalgia, porque sabía que era él el que escribía y que era yo el que ya no estaba en mi lugar. De este modo lo ví crecer en el recuerdo a medida que surgía en mí un reproche por el signo negativo de un desprecio que ya no tenía sentido. Cuando murió me di cuenta. Él había sido el mejor y yo el pequeño. Él había producido día a día, mientras yo malgastaba mi vida. Por esta razón egoísta, lamento que se haya ido. De sus cuentos para mí no queda más que un páramo oscuro con el aire enrarecido. Su rostro de niño pequeño, sin embargo, se mantiene aquí en mi mente imperturbable contra el tiempo. El pasado es algo fijo, pero tiene cien mil puertas. Buscaré en el viejo desván, aunque sé que ya he perdido tantas llaves que resulta imposible volver.

Escrivolando

Suele haber un aleteo, un pensamiento fugaz que pone en marcha el mecanismo del deseo de contar algo que merece la pena, y entonces pierdes pie y sobrevuelas tu sueño y tu propio yo para buscar las palabras apropiadas, para ser al mismo tiempo alguien que piensa como tú o alguien que es capaz de entenderte y describir con claridad el paisaje que aparece ante tus ojos. En el cielo vas buscando las corrientes que te eleven o te bajen del lugar donde te encuentras y peleas con los seres que se enfrentan con tu vuelo. Te hacen daño los insectos que parecen brotar de tu corazón aturdido y te pican sin piedad. Te inquieta el ataque de las gaviotas y el reflexivo afán del aguila que desde el zenit te observa subir y bajar. Luego te vas quedando frío, suspendido tal vez sobre los filamentos algodonosos de una nube pasajera, y te fuerzas a hacer ejercicios para darte confianza. Así que relees los párrafos y sientes que ya has cambiado, que ahora eres un lector que entiende lo que le están diciendo y hablas con él un poco y aceptas que te corrija. De este modo vas metiendo cien morcillas que reescriben las frases primeras y complican el original y tomas cien mil decisiones que no tienen vuelta atrás, como la de borrar una idea o la de tirar todo el trabajo a la basura. No lo haces, normalmente. Permaneces volando bajo los altos cirros o realizando un rápido eslalon entre los cúmulos, mientras buscas imágenes en el cielo, mientras te deslizas por el mundo al ritmo del canto de un mirlo o siguiendo a las olas juguetonas que dibujan los estorninos al amanecer. Y allí sigues todavía unos minutos, ensimismado con el tren que va avanzando en cada línea y que siermpre descarrila en el margen derecho de la hoja, alelado por el fluir natural de un pensamiento que aprovecha las corrientes de los vientos giratorios, dando vueltas a este yo que se repite y buscando una salida entre las nubes.