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Todo nada

Me han publicado un libro de aforismos. Su título es “Todo nada”. Son chispas de pensamiento a las que llamo ”Redichos”. De ellos quisiera decirte tres cosas:
La primera es que cada línea es un pensamiento distinto. Los “Redichos” son destellos libres e independientes, reflexiones juguetonas que buscan sentidos ocultos en un universo caótico. Cuando los leas, hazlos tuyos. No busques contradicciones ni pretendas encontrar la coherencia discursiva de un cuento o de una novela. Acepta lo que te sirve o te convence. Necesito de tu experiencia, porque es tu mente la que entiende cada frase libremente, la que abre o cierra la puerta. Así que, por favor, acoge en tu cabeza lo que sigue. Aspiro a ser comedido. Se trata tan sólo de hablar y de dejar testimonio. De entenderme y de ayudar a que te entiendas. Para eso ordeno los distintos temas en capítulos, en lugares donde a veces las ideas reverberan y pueden parecer sistemáticas, aunque no lo son ni lo pretenden. De modo que sigue leyendo, escucha este frágil sonido y deja que el viento lo mueva y llegue volando hasta ti: “Tú eres mi única clave”.
La segunda cosa que quiero decirte es que algunos de mis “Redichos” parten de los refranes, de los dichos. Como en ellos, mi saber es experiencia, el saber de las batallas que el abuelo cuenta al nieto o el conocimiento que da la decepción y el fracaso. Mi saber viene de oído, de la libre apropiación de lo que anda suelto por ahí. Por eso, los dichos me atraen, al igual que los slogans o los títulos. Ellos introducen frases claras y tajantes que se columpian en el ritmo o en la rima para reforzar su eficacia, ellos imponen su ley porque están en nuestras mentes. Son como toros muy bravos que te animan a salir a torearlos, a añadir o a quitar letras y a separar sus sonidos para variar su sentido. Son como primos o tíos, gente de confianza, nuestra lengua familiar, la verdad de nuestra herencia.
En tercer lugar, quisiera hablarte de mi trabajo. Mis redichos padecen del humor e insensatez de mi yo más habitual o de la seriedad transcendente que exhibo en mis días malos. A veces soy sólo un yo, triste o alegre, cuerdo o enloquecido, convencido o asombrado, y a veces intento ser tú, una máscara cualquiera o cualquier cosa ocurrente. Quiero decir con esto, que intento contar, nada más. Escribo por necesidad, para decir que aquí estoy, que por mi respira la historia y el saber común del tiempo. Por eso rebusco en mi mente, en el polvo o la basura restos de cualquier sucedido e intento narrar lo que siento. A las palabras las trato como si fueran personas. Las presento o las enfrento e imagino sus tratos y sus juegos o el disfraz con que se visten ante el espejo de los palíndromos o ante la magia del calambur. Después viene el filtro del sentido, pues no olvido esa absurda aspiración de lo real de emerger tras lo que cuento, de modo que minimizo las sinestesias y la irracionalidad surreal, uso imágenes y tropos para presentar el ser al mito y trato de dar trascendencia a lo que es simple, natural, desorganizado o trivial. Intento ser franco, sencillo y directo, pero, además, muchas veces, exprimo a las palabras para reforzar su carácter o añadir ambigüedad a la expresión. Luego apunto, sintetizo, clasifico, perfilo, combino, corrijo y, al final, selecciono, mientras evito, si puedo, las digresiones ociosas. Me ocupo también del brillo y la limpieza, añadiendo ritmo y rima o poniendo de mi lado a la ironía y al ingenio sin marcar el territorio con oscuros lenguajes gremiales y sin abusar de la queja o de la trascendencia insufrible del sabiondo. Para acabar, finalmente, yo diría que, además, intento buscar tu sonrisa. Por lo tanto, te lo ruego, entiende lo que te digo y valora el humor, por favor. Prefiero una parida fácil a las poéticas frases cuyos verbos y adjetivos concuerdan con el sustantivo sin conocerse siquiera.
Si alguien quiere ojearlo, sostenerlo, adquirirlo, e incluso apropiarse de él igual que en la tradición oral de los refranes y dichos, podrá encontrarlo en las librerías Gil de Santander o Delibros de Torrelavega, y también solicitarlo, después de especificar el título: "Todo nada", el autor: "Carlos Rodríguez Mayo", la editorial: "Libros del Aire" y el ISBN: 978-84-12624S-4-0. Nada más. Recuerda que, en esta rayuela, no hay orden preestablecido. Consulta el índice antes, empieza por donde quieras y salta sobre el raso suelo con la mayor libertad. Un saludo. Espero que lo disfrutes y que nunca te tropieces.

Palabras desde la otra orilla

Esperaré tu oración de despedida,
cuando el pulso en mi muñeca 
no se encuentre
y el reloj se haya parado para siempre.
Esperaré a que aparezcas ante mi, 
con tu abrigo de visón de pelo gris,
 presumiendo de tu cálida presencia, 
deseando que me hables como hacías,
 susurrando las palabras una a una, 
para hacer de su rumor una caricia. 
Será un ritual sencillo:
Cuatro términos de amor 
que hagan tibio el cruel silencio,
cuatro frases desgastadas por el uso,
que te salgan de la boca sin esfuerzo
y celebren los momentos que vivimos.
Sometido a la parálisis eterna,
yo seré tan sólo tu brillo, 
un Ulises que navega 
sobre el mar de tus recuerdos,
un lejano compañero
que se instala por un tiempo,
en el cuarto de invitados,
o seré, quizás, la huella
a tu gusto edulcorada,
de aquel joven que quisiste.
Sin embargo, también sé que, 
cualquier día,
 del invierno vendrá un escalofrío, 
un relámpago herirá tus ojos verdes
y mi exilio se impondrá, definitivo.
Cuando sientas que empiezo a molestarte,
cuando dejes, por fin, de imaginarme,
no hará falta que me cuentes lo que pasa,
bastará con que me cierres
el umbral de tu memoria
y me arrojes al abismo de la nada.
En el fondo de un gran mar, 
se hundirá todo el azul, 
y en su lecho acabaré.
Así quedará claro 
que mi mundo se ha fundido, de repente, 
que el telón ya no se mueve
de su amor por la tarima,
y que el barco de Caronte, 
que discurre con las velas arriadas,
está a punto de atracar en el olvido.

Carreras

Carreras que ya se acaban se cruzan con las que empiezan. Hay quien corre a toda prisa, luchando por avanzar y demostrar su dominio y hay quien se detiene en el curso para mirar el paisaje o para pensar el futuro. Sin embargo, la carrera no es más corta, si aceleras, ni más larga, si te paras. Las carreras duran siempre el tiempo de toda una vida. Corremos porque vivimos y porque queremos vivir y en su discurso cansado vemos vivir a los otros y también morir a algunos. Corremos porque el runrún nos arrastra hacia adelante sin dejarnos reposar en ningún sitio. El paisaje que miramos es tan sólo un decorado intercambiable. No es posible llegar antes de tiempo ni retrasarse un momento. Vivimos el mismo presente y, lo quieras o no lo quieras, al final de la carrera está la meta.

In fraganti

Cierro los ojos de golpe para ver si así destruyo la imagen de la traición, pero él y ella aún están ahí sobre la cama y siguen su rito amatorio. Entonces les amenazo. Saco mi pistola y les apunto con ella. Se cruzan nuestras miradas. Las suyas son de terror y en la mía la venganza es dominante. “¿Y ahora qué?”, digo, y aprieto el gatillo ya y se acaba el sufrimiento de repente.

Un pésame en el coronavirus

       No tuvieron velatorio nuestros muertos       
          ni un entierro ni una misa funeral.          
  No doblaron las campanas de la iglesia,  
  como hacían hasta ayer, 
 cuando alguien 
 se moría 
 y nosotros, sin esquelas y sin rezos, 
         no hemos podido llorarlos,          
   entre viejas y enlutadas plañideras,   
 ni guardar fugaz silencio en el responso, 
       ni contar lo sucedido ni cuidarlos,      
              ni mostrar nuestro cariño              
    y lamentarnos como hacíamos antaño     
    cuando todo tenía un rito y un quehacer.    
       Los dejamos apagarse en cuchitriles,         
         en la cama de un asilo, abandonados,          
 o en las salas atestadas de un hospital ceniciento. 
            Se han marchado nuestros muertos              
           sin haberse molestado en avisarnos,              
          sin el mínimo consuelo de un watshap.            
  ¿Qué fue de su tiempo largo, de la lenta densidad   
         del mundo antiguo? ¿Qué fue de los niños          
              del hambre, de los ojos que seguían                
     al pastor y a las ovejas y giraban sobre el trillo       
           y tras el mulo dando vueltas en la era?               
 ¿Qué pasó con esa lucha contra Franco y la pobreza? 
  ¿Que llegó por fin la parca con su guadaña de hierro?  
 ¿Que la muerte los llamaba con su encanto irresistible? 
                 Eran gente acostumbrada a resistir                    
                  pero no quedaron UCIS para ellos                      
          y han caído como objetos inservibles y caducos,         
           como restos del augusto vertedero de los siglos,          
                        como fósiles hundidos sin valor.                        
                Se nos ha borrado el pésame en la lengua,                 
                              resbalando por los labios,                                  
         sin lugar para decirlo, y nos hemos olvidado de pensar        
           en los huevos que le echaron, en las cosas que dijeron           
                       o callaron o en la herencia que nos dejan                        
                             de este lado de la inmensa realidad.                             
          Ellos ya no están. Se marcharon sin hablar, sin despedirse,           
        sin intentar enredarnos con sus cosas, sin repartir sus tesoros.        
   Se fueron sin confesarse, sin la gracia pasajera de una suave caricia,   
            sin reclamar atenciones. Se fueron sin enseñarnos los trucos          
  que usa la muerte, se fueron mientras nosotros nos lavábamos las manos  
  y llenábamos de higiénico papel nuestros trasteros. Se fueron sin rechistar. 
            No han querido que sepamos del horror de su tránsito sin vuelta           
                           y nos han dejado aquí este rancio olor a muerto                            
                                     que resurge en la vigilia, cada noche.                                        
               Han embarcado al fin sin el óbolo que sirve para pagar su pasaje,                
                               pero eran gente capaz. Sabrán terminar su viaje.                                
 Que encuentren 
 la paz más allá. 

En los brazos de Morfeo

A las puertas del sueño,
la marea ya te inunda 
con su sal.
Es la estatua que ata al suelo
la conciencia
al echar la vista atrás,
es la liviana vigilia,
con el sentir suspendido
en la densa telaraña,
que han tejido ya el cansancio 
y la memoria.


Con la luz de las estrellas
que se apagan en la noche
y con el leve silencio
yo voy surcando la senda
que penetra poco a poco 
en mi interior
y me hundo en este fondo,
en el que habito.

Y así caigo por el negro tobogán
del tiempo antiguo
y voy viendo que mis cosas
ya no importan,
 y que el sopor va venciendo
a los pecios del olvido,
que se hacen aún más lentos
mis latidos,
y que todo, todo, todo,
está de más...

La fuerza de la naturaleza

Sucedió que, cuando iban a sacarlo del lugar en el que estaba enterrado, se levantó el Francolí.

A vuelapluma

Escucha lo que te digo. No te conozco, lector, ni sé quién eres ahora, ni el tiempo en el que me estás leyendo. Espero no hacerte daño. Como yo no sé de tí, te cuento lo que yo siento. Aprieto en este papel las letras de mis palabras en líneas horizontales y te hablo de quien soy y de las cosas que en verdad me preocupan. Soy una persona normal, un hombre gregario y vulgar que se ha pasado la vida mirando cómo luchaban las gentes a su alrededor. Carezco de rasgos insignes y padezco de la simpleza del imbécil. Soy un pelele común, un individuo mediocre, cuya mente limitada en ocasiones exhibe un sentido del humor de gracia fácil y algún truco intelectual. Mi defecto más notable es que no sé decir no, que me refugio en la sombra de los que quieren mandar y piden lo que necesitan. Sin embargo, no soy malo. Tengo méritos morales relevantes. Me cuesta un mundo mentir y me gusta decir lo que pienso. Cultivo la soledad, buscando en mí una verdad que está lejana y distante y sigo un camino gris, muy lejos de los oropeles. A nadie he rendido culto y pienso seguir así, incluso en el caso difícil de que alguien procure el éxito de estos escritos escasos que emanan descontrolados de mi mente de escritor atolondrado. Por eso puedo decir que soy un autor autista y que soy al final como tú, una enorme masa gris que en el tiempo se ha cocido y ve que sus grandes defectos brotan también en sus hijos y siguen vibrando en sus nietos. La historia conserva su herencia en cajas de carne y hueso. Lo demás, las cuatro cosas en las que he gastado el tiempo, el amor de las mujeres y el cariño que me dieron mis amigos, son sólo pequeños cuentos, ficciones que salvo excepción nadie jamás contará, negruzco légamo azul en el lago del olvido. Si alguno de mis lectores asiste a mi entierro el día que toque hacerlo, en vez de decir mentiras y rellenar los silencios con típicos lugares comunes, podría leer estas letras y recordarme un momento. 

Erase una vez en el África

Nuestra historia comienza en la negra y mágica noche del centro de la sabana. Allí mismo una joven e inexperta leona acaba de dar a luz. El momento, que pudo estar lleno de amor y de esperanza, está sin embargo roto por uno de los comunes fracasos de la naturaleza. En efecto, la camada que esperaba el gran felino había nacido muerta y ahora su protagonista se sentía sola y exhausta. Tumbada bajo los inclementes pinchos de una acacia, le duele menos la herida en su vientre que el vacío de su alma. Allí está llorando sin tregua. Después se levanta del suelo, huele los húmedos restos, lame los cuerpecillos de sus cachorros sin vida y lanza un rugido a la noche que expresa su inmenso dolor. Luego camina ligero, huyendo de las hienas y de los buitres, que ya debían de estar oliendo su presa, e intentando poner tierra de por medio y alejarse del desgarro que estaba haciendo añicos su corazón.
Pasados cinco minutos, sus patas se toparon con el cuerpo tumbado de un herbívoro adulto muerto y aún tibio. Era una hembra de ñu que acababa de sufrir un proceso semejante al suyo a menos de doscientos pasos. Como el sitio del que venía, el lugar se encontraba salpicado de los húmedos restos de la placenta de una hembra, pero entre ellos había también una sorpresa inesperada. En efecto, ajeno al peligro inminente y absolutamente desamparado, un ñu recién nacido se debatía aún pringoso, abriendo sus patitas traseras, intentando conservar la vertical. La leona empujó a la cría con su morro bigotudo y siguió todavía unos pasos en la dirección del río. El hambre no la acechaba pero sí una sed enorme. Treinta pasos más allá, le sobrevino una flojera. Sus ojos se desenfocaron y un sudor frío brotó por todos sus poros, antes de caer a plomo sobre la hierba.
A la mañana siguiente, justo al salir el sol por los confines del mundo, la leona despertó en medio del girigay frenético de la sabana. Poco a poco sus sentidos le informaron de todo lo que sucedía a su alrededor: El pequeño ñu chupaba como un poseso de sus pezones de madre y en la colina de al lado los buitres se peleaban, luchando por los mejores trozos de un banquete con dos núcleos. Ella se sentía de repente fuerte y lista para todo. ¿Por qué no jugar a ser madre? ¿Por qué rechazar al pequeño, si el bicho no le hacía mal? ¿Por qué no dejar que las cosas siguieran su curso? Ella era joven aún y seguía sin tener hambre. Un asunto diferente era la sed que ya la martirizaba, de modo que se levantó y tomó la dirección del río, mientras la cría, convencida de que ella era su auténtica madre, la seguía paso a paso con la graciosa torpeza de los bebés recién nacidos. 
Abrevaron tranquilos, aprovechando que no había cocodrilos en el agua, y después comenzaron a subir a la colina. Producían una imagen tan extraña que todos los animales se quedaban boquiabiertos. La leona se dejaba trajinar en sus pezones por el pequeño y además en ocasiones le lamía, orgullosa de aquel hijo que acababa de adoptar, mientras la cría la seguía a todas partes y, a su estilo, repetía lo que su madre decía.
La cosa duró por un tiempo; el tiempo que a la leona le llevó comprender que, en realidad, aquel ser no era el cachorro que los dioses le negaron y sí un exquisito alimento, el tiempo necesario para que el hambre excitase sus instintos de gran depredador y le llevase a lanzar un zarpazo sobre el pequeño bebé y a morderlo y desgarrarlo con sus afilados colmillos, mientras la cría gemía sin entender que su madre le hiciera pasar por aquello. La boca de la leona se llenó de sangre y el bebé ñu desapareció para siempre. Su vida fue sólo un suspiro, una sorprendente comedia que nada más empezar acabó en dura tragedia. Murió sólo, como todos morimos. Murió sin saber quién era. Lo mató su propia madre y luego fue devorada por una manada de hienas. Cuando llegaron los buitres tan sólo que quedaba de él un trozo de su pellejo, prendido en los duros pinchos de aguja de un matorral sin nombre, y sus dos pequeños cuernos. Murió sin saber de la vida. Nadie le pudo contar las poderosas razones que movían a su madre a devorarle o al menos un cuento infantil que lo guiase a las puertas de la muerte. Nadie se preocupó. Nadie lloró al animal ni nadie esperó que su alma ascendiese al cielo azul. Nadie enterró sus huesos ni imaginó un triste epitafio. Nadie salvo un muchacho que pasaba por allí y que a mi me lo contó. A muchos nos pareció que esta era una buena historia. Por eso os la estoy contando.

Coco

Coco Martín era el nombre que mis dos hijos, de siete y cuatro años por entonces, eligieron para el pequeño canario que nos había regalado nuestro amigo Carlos en Reinosa. Era un pajarito totalmente amarillo. Solo sus ojos negros, negros, y sus patas rosa claro escapaban del color de sol brillante de sus plumas, aunque su rasgo más reconocido era que cantaba y cantaba con tal fuerza que hubo que tomar la penosa decisión de tapar la jaula por las noches con un paño absolutamente opaco para evitar que al amanecer despertara a todo el vecindario.
Mis hijos, que deseaban tener alguna mascota con la que jugar y encariñarse, sabiendo que sus dos padres se oponían, concentraron toda su atención en el lindo pajarito que tanto se hacía notar. Ambos ayudaban a sus padres a limpiar bien la jaula y a rellenar de agua y de alpiste cada dos días los depósitos correspondientes y se comportaban con el animalito con toda familiaridad, hablando con él, incluso, como si fuera un querido y volador último hermano.
El pájaro se fue criando bien, sin ningún problema relevante, saltando entre las dos barras de trapecista de su jaula, hasta que en las vacaciones de Navidad del año en el que el muro de Berlín se hizo añicos se  planteó la necesidad de transportarlo con toda la familia a Valladolid, pensando en que los doce días que se planeaban fuera de Reinosa eran demasiado tiempo para dejarlo solo en casa. Así se hizo, pero el viaje resultó fatal para la limitada capacidad de adaptación del pequeño canario. En efecto, ya fuera a causa del mareo al que fue sometido en el asiento trasero de nuestro R5 o fuera por los efectos nocivos del clima y la presión de la Meseta, Coco Martín apareció espatarrado sobre la placa metálica que servía de base a la jaula. Mis hijos, naturalmente, se preocuparon de inmediato y pidieron una intervención resolutiva a sus padres y abuelos. Sin embargo, contra la muerte nada se podía hacer, de manera que los adultos se ocuparon de consolar a los niños, repartiendo aún más cariño y tratando de educarles en la idea de la muerte. Fue al abuelo Víctor a quien se le ocurrió realizar un simulacro de entierro para así poner punto final a una tragedia que amenazaba con prolongarse indefinidamente entre lágrimas y abrazos. No hizo falta discurrir mucho para aprobar la idea y para organizar una comitiva, compuesta por las tres generaciones sucesivas, que pasó el puente sobre el Pisuerga a la busca de un espacio ajardinado, en la Huerta del Rey, en donde enterrar a Coco.
Tras cavar un hueco en el suelo con una azada pequeña, lo pusimos en el hoyo, lo cubrimos con un trozo de hierba y le hablamos por última vez:
-Te queríamos mucho Coco ¡qué precioso eras!
-Coco, bonito, te vamos a echar de menos.
Hoy, treinta años después, paso por delante del lugar en donde Coco debería seguir reposando y me acuerdo de mi padre y de mi amigo Carlos. Los dos se han muerto ya, y ahora, como entonces, vuelve a ser Navidad.

Acaba conmigo ya

Ya
sabes que no maldigo
la fuerza de mis instintos
 y sabes que estoy perdido,
\\                                 cautivo de tus encantos,                                //
\\;;............................. en el centro de la red. .............................;;//
Yo no soy protagonista,
yo soy tan solo un varón
 que está cercano a la muerte. 
Tú no estás apresurada.
 Prudente y desconfiada,
\\                                 compruebas que estoy atrapado                                   //
\\;;..................................... y giras en torno a mí. .....................................;;//
Yo sé que mi suerte está echada.
Te presiento en el bramido del terremoto continuo
del piso por donde discurren nuestros pasos
y te sigo hipnotizado por el diapasón del placer.
Te pido que no prolongues tu negra mirada asesina,
         \\             que dejes que entre en tu cuerpo y que acabes cuanto antes          //        
\\;;...................................... este coito criminal ........................................;;//
 y tú me dejas encima y empiezas el baile nupcial. 
Abrázame, por favor, copula con tu inmensa masa
libera el instinto animal que circula por tus venas,
  \\                           disfruta del toque sensual de mis antenas,                            //    
\\;;................................  y aplástame para siempre. .................................;;// 
El miedo me paraliza.
Asumo el destino fatal.
Me quiero morir en tu vientre.
Acaba conmigo ya.

A las puertas de la muerte

Miro el reloj, el extraño laberinto de ese círculo cerrado sin final y sin principio. Me duele verlo avanzar, con ese ritmo inalterable, frío, metódico. Van a ser las doce. Todos me miran en silencio y con el rostro muy serio. Estoy en la silla fúnebre: las once y cincuenta y nueve. Me queda tan sólo un minuto. Cuando el tiempo es tan escaso, todo el mundo creer saber que hay mil cosas muy urgentes que reclaman tu atención. Sin embargo para mí, no existe cosa mejor que contar como un autómata. Contar hacia atrás lentamente, comenzando en el cincuenta y nueve, intentando ajustarme al ritmo de los segundos que nunca se recuperan. Paso por el cincuenta y luego por el cuarenta, y después llego a los treinta. Quiero saber en qué momento dejaré de existir. Quiero que no me pille por sorpresa. Así que contemplo el reloj con avidez y verifico el acierto relativo de los números que canto. Me gustaría estar corriendo por la playa. Me gustaría poder volver atrás. Me quedan veinte segundos. Podría lamentarme, llorar, intentar desahogarme. Todos lo entenderían, pero no serviría de nada, porque la cuenta atrás no se para. Quince segundos. ¿Qué diría mi madre si me viera? ¿Suplicaría un milagro del cielo? ¿Cómo hacer que los segundos se detengan? Diez. Diez... ¡Qué deprisa pasa el tiempo! El fin se acerca. Estoy a punto de marcharme. No sé si gritar o despedirme. No sé si podré llorar. ¡Cómo duelen estos últimos instantes! Ya sólo quedan cinco, cinco golpes diminutos. Quisiera pedir perdón y empezar otra vez. Adiós, les digo, acuérdense de mí. Dos, uno. Ahora viene la descarga.

El tragón

Ayer me comí la letra O. Mi cuerpo se volvió redondo y tosco y todo cambió:
Fue de repente. Que ¿qué fue? Pues verás. Sucede que desde ayer se me pierden ciertas letras en la lengua. Que pierde mi mente pie al hablar, al intentar decir cualquier palabra que incluya esa letra circular. Además, incapaz de negar, mi mente se expresa mal. Me persigue al expresar miles de ideas y me deja en muy mal lugar o me deja en un planeta gris y azul. Verdaderamente, ni mi tía ni mi abuela me entienden. Sí, es verdad, hay mentiras y verdades que sí que están, más hay miles de frases que parecen alas estáticas en el aire, lejanas plumas desgastadas que caen fuera de mi vista y desaparecenMe dicen que decir así es una aventura y que así es difícil vivir. ¡Ayayay! La nada se acerca a mí: ¿Qué mal terrible me acecha? ¿Qué me espera en esta vida? ¿Qué será de mí después?
Pues después me comí la letra I:
Esta letra mayúscula sabe a leche, huele a fresa y es azul y alargada... Es larga, larga y además vuela. Vuela hasta que se cae y se te clava y te duele. Duele rezar a la suerte, rezar a la naturaleza y velar la tumba cerrada. La negra muerte se te acerca y te cansas de rezar. Rezas y rezas hasta que te quedas muda, hasta que ella te deja exhausta y te mata lentamente.

Marathon

Salgo corriendo. Soy tan joven como ingenua y me siento fuerte por dentro. Necesito descubrirme tal cual soy lejos de mi familia, cambiar de lugar y de gente, navegar por mares sin nombre. La vida ha de ser mejor al otro lado, allí adonde me llevan mis pasos. ¡Qué gusto me da sentir! ¡Qué placer da comprobar la forma natural en la que el cuerpo me responde! Yo sé que tengo futuro. Puedo con pesos pesados y resisto mucha más de lo que se podría esperar después de no haberme entrenado para ello. Por eso sigo corriendo y piso la blanda hierba, satisfecha, a la hora en que la aurora está naciendo. "¡Venga! ¡Corre!, las puertas del mundo aún están abiertas". 
El sol aspira en el cielo y me quita el aire limpio que respiro. Es el calor asfixiante de la mañana ascendente. Empiezo a cansarme un poco por el esfuerzo continuo. Estoy en medio del mundo, en una larga carrera que se sucede a sí misma. Voy buscando las razones de todo lo que me pasa, rompiendo amarras antiguas y buscando cosas nuevas: El mundo es un gran almacén que acaban de abrir allá lejos y cada vez que tomo una decisión dudo de que el sentido del camino sea el correcto y de que merezca la pena debatirse contra un mal que tan sólo intuyo, porque aún no soy muy sabia. Mis pies son como mariposas y mis manos van tirando de mis pies, cual marionetas sin hilos. Gotitas de agua salada se deslizan por mi frente y riegan mi piel del olor que los poros de mi cuerpo van soltando. Jadeo de forma rítmica, acomodando los ritmos del corazón inconsciente con los del fuelle del pecho y cada paso que doy me cuesta más que el que di un momento antes. Así que sigo corriendo y pienso que en algún momento tendré que detenerme. Luego las nubes se instalan, restando luz al paisaje y mi cuerpo empieza a dar síntomas de agotamiento. Corro sin fuerzas ya y pienso en pararme en seco y descansar finalmente. Sin embargo, siempre hay razones para persistir. La fuerza de las decisiones, el pasado con su peso insobornable que gobierna a la memoria: "Venga, aguanta un poquito", me digo, "Tienes que llegar aunque agonices, aunque sea lo último que hagas. La meta no debe andar lejos. Seguro que se encuentra ahí, después de llegar a esa cumbre o a la vuelta de esa curva tan cerrada". De este modo me convenzo de que aún está a mi alcance el objetivo e intento un último impulso. Amplío mi corta zancada y reduzco la frecuencia de los saltos y siento que mi carrera se hace lenta y que apenas puedo seguir, pero lo intento de nuevo: El cuerpo desmadejado, el corazón hecho un cisco y mi piel bañada en sudor: "Adelante... ¡Vamos! ¡Vamos!" 
Al rato el fracaso me asalta. Empiezo a sentir un cansancio insoportable. Ya no puedo con mi alma. El depósito está casi vacío. No encuentro lo que esperaba y estoy cada vez más sola. El sol ha borrado las nubes y escala en el cielo claro hasta un punto vertical. Parece afirmar su dominio. Lo siento, no puedo más.

El poder del asesino

Matar es algo sencillo que se aprende y te estimula. Después de matar varias veces, el asunto se convierte un poco en vicio. Es como una borrachera. Se puede matar por nada. Se puede matar por dinero, se puede matar por política o se mata simplemente porque así te viene en gana. Cuando se llega a asumir que uno es capaz de matar, se puede matar a quien sea por el simple placer de acertar con aquello que se mueve. Cuando uno aprende a matar, su sangre está vacunada. Se asciende de categoría. Empiezas a respetarte y a ser respetado por todos como si fueras un dios. Te sientes más poderoso, más libre y mucho mejor. Nada de códigos muertos de lloronas melindrosas, nada de pactos escritos. Entonces no son necesarios grandes argumentos ni la presión del mercado que utilizan con frecuencia los burgueses para llevar al aprisco a los corderos. Entonces basta con empuñar la pistola y con mirar a los ojos a las víctimas para ver qué fácil es acabar nuestro trabajo con sólo un golpe de dedo y contemplar de seguido cómo cae la masa humana que rogaba hace un momento. Cuando el cañón de tu arma elige el lugar donde irá la bala que está en la recámara, uno se siente más fuerte, uno disfruta a lo grande en medio del alto Olimpo, dejando atrás la vergüenza, la pobreza o lo que sea. Disfruta porque uno al fin es un inmenso gigante que impone su ley por la fuerza y puede obligar a los otros a hacer lo que nunca pensaron. La muerte no es ningún drama. Muchas veces es gracioso lo que pasa. Se muere de muchas formas y el hecho de ser la causa permite cambiar la comedia, improvisar el papel, jugar con las ansias de vida y construir un teatro en torno al protagonista: 
-Te jodes, cabrón, te he cogido. Te voy a matar, si quiero. Mírame a los ojos fijo y empieza a rezarme en voz baja, porque ahora tu pellejo está en mis manos. ¿Qué me dices, insolente? ¿Que de verdad no te crees que sea capaz de matarte? Espera a que apriete el gatillo. Verás que pronto termino con tu sonrisa insultante y te mando al más allá.

La despedida

A mi padre le gustaba despedirnos en la calle.
En el tiempo que tardábamos en bajar hasta el garaje,
en llenar el maletero y en salir,
 él llamaba a otro ascensor 
y se iba caminando
desde el portal a la esquina.
Desde allí nos despedía.
-Adiós, abuelito, adiós-
 le gritaban los niños en el coche, 
 y su estampa se quedaba allí pegada 
reduciéndose al tamaño de una hormiga
 a medida que avanzábamos rodando 
 por la recta que conduce a la autovía. 
 Aquel giro de su mano lo echo en falta 
cada vez que el coche emerge por la rampa
y su imagen sonriente ya no está. 

Centauros del desierto

Vuelve Ethan a su hogar.
Añora su casa lejana.
El desierto queda atrás.
Descabalga su montura
y muestra el botín que ha traído:

La novia va en busca del joven,
y la madre reconoce
a la hija que los indios se llevaron...
Y traspasan el umbral
y todos entran adentro, 
salvo Ethan que, en la duda,
le da la espalda a la casa
y se sumerge en la luz,
y entonces se cierra la puerta.

Te doy mi vida entera

-Te doy mi vida entera- dijo ella.
Él amante sacó el arma, dirigió el cañón cilíndrico hacia la grieta carnosa en donde confluyen sus piernas, penetró los bajos fondos y disparó su cargamento, gimiendo de placer.

Juegos reunidos

-Si no espabilas te voy a conquistar el territorio de Yakutia- dije.
-De oca a oca- dijo ella.
-Las cuarenta- contesté.
-Órdago- replicó, mientras dejaba caer sobre el tapete verde cinco ases.
Yo no tenía una escalera de color pero entonces la miré fijo a los ojos y concluí la partida:
-Jaque mate.