La ermita de San Sebastián

Hacia las nueve de la mañana, antes de que el sol caliente, el Andrés sale del pueblo. Con su barba recortada y sus casi sesenta años pasa por delante de la fuente para tomar después el camino hacia el prado de San Sebastián. Es extraño. Aunque Andrés nunca va a misa siempre se detiene ante la ermita y se asoma al ventanuco. No hace gestos, tan sólo mira hacia el fondo y luego se da la vuelta. Y yo que suelo andar por allí con las ovejas le saludo: 
- Andrés, ¿qué tal va eso? 
- Bien, bien... 
Un día me comentó que este paseo tenía fines terapéuticos y que era la clave del tratamiento que le había impuesto el psiquiatra. 
- Para un jubilado como yo- me dijo - la pereza y el aburrimiento son los peores enemigos. 
- Si es por eso ya te busco yo qué hacer – contesté -. Oye, ¿por qué no te pasas por el bar cuando te levantes de la siesta para echar una partida? 
- Bueno... Ya veremos. 
Pero luego, nada, ya se sabe, hoy por esto y mañana por lo otro. Él hace mal, creo yo. No se da cuenta de que la gente empieza a hacer comentarios, de que en la tienda le critican las mujeres por ser tan estirao y en el bar se está diciendo que es un raro y que no tiene sociedad. Yo le digo que su honor es cosa suya, pero él sigue encerrado en su vida solitaria y de paseos. Ayer mismo, el señor cura preguntaba en la partida al secretario por el hecho discutible, según él, de que Andrés estuviese jubilado. Me extrañó que el boticario, que sabe mucho del caso, se callase. Lo he pensado, y de pronto me ha venido a la memoria el santo mártir de la ermita y la fuerza de su cuerpo: Herido de muerte, asaeteado y desnudo, intenta sin éxito escapar de la hornacina en el centro del retablo y me sonríe.

Perder la cabeza

Su cabeza se despeñó como un plomo pesado pero él no se dio cuenta. Levantó sus manos hasta el lugar en donde antes estaba la cara y palpó su antiguo rostro. Le pasó como a los mancos o a los cojos que aún se quejan del dolor o las cosquillas que sienten en sus miembros extirpados, de manera que él creyó en su sensación. Después se levantó y se fue al cuarto de baño para lavarse las manos y al mirarse en el espejo, tampoco notó nada raro. Su familia, sin embargo, no pudo dar la espalda a la evidencia. Don Antonio había perdido la cabeza totalmente y había que afrontarlo. Lo primero fue intentar convencerle. No hubo forma:
-Pero bueno, ¿qué os creéis? ¿Os pensáis que estoy tonto? Mi cabeza está en su sitio ¿acaso no la estáis viendo? – les decía muerto de risa. Por eso no quedó más remedio que actuar sin su permiso.
La esposa llamó a los loqueros y se encargó de impedirle los paseos por el centro, evitándole el acceso a sus vestidos de calle y obligándole a vivir con el pijama en el interior de su casa. La niña consiguió que su padre abandonase sus paseos matutinos, requiriéndole constantemente para resolver las múltiples dudas que se le ocurrían al hacer los deberes del cole, y ambas se coaligaron para conseguir que saliese mejor por la noche, cuando su decapitación resultaba mucho más disimulable. Para conseguirlo hubo que responsabilizar a Don Antonio del paseo diario del perrito y de bajar la basura a los depósitos municipales. 
Cuando le vieron los médicos, apreciaron la gravedad de su enfermedad mental y dictaminaron su rápido ingreso.
-¿Que yo no tengo cabeza? No me toméis el pelo-les decía.
-Antonio, Antonio... Haznos caso, te vas a venir con nosotros y vas a ver lo bien que estás.
Y como todos insistían y nadie le respaldaba, el hombre acabó por ingresar en el psiquiátrico y allí siguió un protocolo de convicción permanente que, en vez de mejorarlo, lo hizo, casi de golpe, transparente. 
Ayer ha desaparecido. Nadie sabe exactamente si sigue viviendo de extranjis en el sanatorio mental o si ha decidido volver a su casa con los suyos, pero a todos se nos alcanza que algunas cuestiones raras que pasan en las alcobas de algunas mujeres del barrio parecen tener relación con nuestro enfermo mental inubicable. Como a Antonio no le ha dado por robar o delinquir de forma clara y como en el sanatorio no han querido que sus problemas con él sean del dominio público, nadie ha hecho todavía que investigue la policía. Yo tampoco, a pesar de que he caído enamorada de sus huesos transparentes, y a pesar de que lucho con él cada día para intentar que no siga un modelo de vida tan disoluto.
Ayer, por ejemplo, le dije:
-Antonio, tienes que sentar la cabeza.
Y él, terco como una mula, se mantuvo en sus trece y contestó:
-Mi mujer y mi hija me dan la vara con que no tengo cabeza y ahora tú con que la siente, pues lo siento, amiga mía. No soy duro y quebradizo como Vidriera, el licenciado, y sí blando y transparente. Las cosas son como son y así es como deben de ser.

La mujer ante el espejo

La mujer se quita el sombrero de paja y lo deja en el perchero y se gira para ver su rostro en el espejo de la pared del fondo del pasillo. Sus ojos enfocan la vista del doble. Las cejas están levantadas y los músculos de la comisura de la boca permanecen sin marcar el más leve movimiento hacia arriba o hacia abajo. Ella se reconoce. Es su propio autorretrato. En él se ve como es, como una mujer que ya no es joven, pero aún no es una anciana.
De pronto sonríe. Disimula sus arrugas y exhibe ese brillo suyo que le agrega a la mirada inteligencia, y sigue jugando un poco, y pone sus labios de embudo que se abren hacia afuera como si fuera una actriz que juguetea con las cámaras. Luego alterna el dibujo de esta falsa letra U con su sonrisa infantil, fingiendo una ingenuidad que ya no existe, y acaba por levantar sus manos hacia sus ojos para cubrirse la cara. Sí, ella ya no es la que era, ella ya no es la que fue.
Entonces empieza a quitarse los botones de la camisa y deja que se vea el somero sujetador y se lleva las manos a los pechos y los libera de allí. Exhibe sus dos globos carnosos y sus manos dialogan con los pezones como si fueran las partes del cuerpo de otra mujer, como si sus dedos sensibles fuesen capaces de infundir vida, y los pezones comprenden y se apuntan hacia arriba complacidos.
Más tarde decide quitarse la camisa y vuelve a contemplarse. Ahora en su rostro hay una expresión serena, pensativa. Parece una diosa griega que está pensando en su vida, quitándose capas de tiempo. Recuerda cuando era niña y sigue avanzando hacia atrás. Después se desabrocha los vaqueros y deja que se desplomen hasta el suelo como la piel de una serpiente que se cae bajo el impulso de una vida renovada... Y surge una leve sonrisa y su cuello se mueve hacia abajo mientras sus manos empujan las bragas blancas y la tela se desliza por los muslos y emerge su pubis poblado de rizados pelos rubios. Y piensa en sus hijos naciendo por aquel escueto hueco y en aquel amor antiguo que pasó, y penetra con sus uñas en la piel y se va despellejando con cuidado como aquel Bartolomé de la Sixtina que exhibe su máscara hueca con rostro de Miguel Ángel. Y luego desmonta su carne, tirando de sus arterias y de sus venas azules y forma un tocho imponente con los desechos que salen de su cuerpo hecho jirones. En el montón deleznable se acumula sangre roja y músculos desgajados y las más variadas vísceras, incluyendo el gris cerebro. Al final tan sólo queda en su sitio el esqueleto, la estructura interna de su figura, la inerte calavera que mira a través de sus cuencas. Su cuerpo es ya transparente, pero ella no deja de mirarse. Ella sigue preguntando al vacío del espejo por el ciego contenido de su rostro y se sigue desnudando más y más.

Acaba conmigo ya

Ya
sabes que no maldigo
la fuerza de mis instintos
 y sabes que estoy perdido,
\\                                 cautivo de tus encantos,                                //
\\;;............................. en el centro de la red. .............................;;//
Yo no soy protagonista,
yo soy tan solo un varón
 que está cercano a la muerte. 
Tú no estás apresurada.
 Prudente y desconfiada,
\\                                 compruebas que estoy atrapado                                   //
\\;;..................................... y giras en torno a mí. .....................................;;//
Yo sé que mi suerte está echada.
Te presiento en el bramido del terremoto continuo
del piso por donde discurren nuestros pasos
y te sigo hipnotizado por el diapasón del placer.
Te pido que no prolongues tu negra mirada asesina,
         \\             que dejes que entre en tu cuerpo y que acabes cuanto antes          //        
\\;;...................................... este coito criminal ........................................;;//
 y tú me dejas encima y empiezas el baile nupcial. 
Abrázame, por favor, copula con tu inmensa masa
libera el instinto animal que circula por tus venas,
  \\                           disfruta del toque sensual de mis antenas,                            //    
\\;;................................  y aplástame para siempre. .................................;;// 
El miedo me paraliza.
Asumo el destino fatal.
Me quiero morir en tu vientre.
Acaba conmigo ya.