El ciclo de los recuerdos

Sel olvido es un gran río
que se hunde
en negras fosas abisales,
los recuerdos se evaporan,
se refugian en las nubes
y retornan, condensados, en la lluvia.
O Impregnados de la espuma, O
arrullados por el ritmo de las olas
se combinan, eclosionan
y renacen en la arena
de la costa
O
O
O

El tentetieso

O
Ya sé que soy un iluso, que levitar no es posible,
que la tragedia se impone, después de la larga comedia,
pero con un tentetieso
el agua que fluye hacia el mar
encuentra de pronto un rival,
con un tentetieso infantil 
que indica la vertical,
la gravedad entra en crisis.
Por eso en el despertar
en el momento más tenso,
en el final del gran sueño:
Un sencillo tentetieso.

La mujer de la trenka

Yo estaba cogiendo unas cajas de mazapán, bajo el gran rótulo de la promoción especial de Navidades. Me preguntaba por lo que aún tenía que comprar en la sección de frutas y me estaba haciendo el propósito de dejar las cosas bien ordenadas en el carro para no tener problemas de espacio en el otro extremo del hipermercado. Fue seguramente entonces cuando ella apareció. Según deduzco, debió de ponerse a mi lado y se quedó quieta, impidiéndome el normal desplazamiento hacia la derecha del mostrador sobre el que se acumulaba la mercancía. Recuerdo que, aunque yo no la había visto todavía, fue tanta la proximidad de su cuerpo al pasar a mi lado y tan rotundamente material su presencia, que a mí me pareció que estaba mostrando un falso interés por el turrón que elegía, mientras procuraba obligarme a tenerla en cuenta. En efecto, tal era su posición que si quería ver el producto tenía que hacerme sitio y si quería continuar con mi compra, tenía antes que eludirla, rodearla por detrás y adelantarla. Naturalmente, la curiosidad me obligó a mirarla, pero no pude ver su rostro, porque, cuando intenté hacerlo, ella ya no estaba allí, sino dos pasos más allá, caminando hacia el frente. 
Ahora la veía por detrás. Tenía unas largas piernas azules, prolongadas por el tacón de aguja de sus zapatos y una trenca azul marino. Su cabello lacio de un negro rojizo estaba perfectamente domado en una melena corta que parecía jugar con su cuello. Una mujer burguesa, pensé; una mujer segura, consciente de su atractivo y que es capaz de arriesgarse; una mujer contradictoria, que rechaza lo barroco y recargado; una mujer madura, aunque sus andares desenvueltos anunciaran una personalidad aún juvenil; una mujer casada, que ya podría ser madre de un niño de pocos años; una mujer tal vez hermosa. 
Decidí que tenía que verla y emprendí el desplazamiento que permitiría descubrir si mis elucubraciones tenían algún fundamento. Sin embargo, algo imprevisto volvió a complicar la operación. A medida que mi carro se acercaba, su cuerpo se giraba. Escapaba de mi vista como la liebre del galgo. ¿Acaso se escondía? ¿Pretendía quedarse conmigo? Pensé que la mujer tenía un plan preconcebido, porque su giro se ajustaba exactamente al ritmo de mi movimiento, de modo que su cara seguía siendo para mí tan sólo una promesa. Me pareció, en todo caso, que no había que precipitarse y que sería mejor actuar con cierto disimulo. Comencé por recoger dos tabletas del turrón no rebajado que tenía ahora a mi alcance. Sólo tardé un segundo. Los tres euros que figuraban en la etiqueta me parecieron excesivos, pero no había tiempo que perder. Coloqué las tabletas en la esquina derecha del carro de la compra y la busqué con la mirada justo en el momento en el que ella doblaba la esquina de la sección de papelería. ¿Sería tan hermosa como imaginaba o sería una de tantas mujeres con un rostro vulgar enmarcado en un cuerpo excelente? Si quería resolver el enigma, tenía que apresurarme. Conocerla ya no era un capricho, era una ambición prioritaria, casi una necesidad. Aunque no andaba muy sobrado de tiempo, sabía que podía dedicarle unos minutos. Lo haría. No podía volverme atrás. Doblé la esquina que me introducía en el largo pasillo y la divisé treinta metros más adelante. Si no corro y ella no se para, pensé, no podré alcanzarla. Decidí apretar el paso. Sus andares eran firmes, a pesar de los zapatos de tacón, tan femeninos, y su ritmo muy enérgico, pero también coordinado. Parecía una mujer decidida y con carácter.  "¡Vamos! ¡Para! ¿Dónde vas?". 
De pronto, como si hubiese escuchado mis pensamientos, la mujer se detuvo y su rostro apareció fugazmente de perfil en la distancia. “Así está bien”, me dije, “parece hermosa”. Pero ¿lo sería en realidad o sólo lo estaba imaginando? ¿Recomponía su belleza de la forma en que funciona nuestra mente con las pinceladas informes de los impresionistas o tenía un rostro bien delineado y con las proporciones más armónicas? Resultaba evidente que, si quería responder a estas preguntas, necesitaba acercarme un poco más. Avancé hacia el lugar en donde se encontraba sin perderla de vista ni un  momento. Su perfil se iba aclarando. Su rostro ganaba volumen y realidad. Sí, era hermosa, muy hermosa, pálida como una estatua, llena de serenidad, blanda como una nube, perfecta tras la pendiente uniforme de la línea de su nariz. Tenía en sus manos un rotulador que había cogido del expositor. Miraba su posible compra concentrada, como si fuera una perla perdida, ensimismada. Yo estaba a tan sólo diez pasos y avanzaba. Ahora la vería aún mejor. Descubriría quién es exactamente, podría contemplarla en primer plano e incluso le hablaría. Por ejemplo le podría preguntar por la sección de congelados, imaginaba... Sin embargo, cuando casi ya estaba a su altura, volvió a darme la espalda. Aquello no era lo previsto. Para disimular pasé de largo, pero en el transcurso del travelling, justo cuando la adelantaba, se inclinó para intentar sacar otro bolígrafo de uno de los ganchos inferiores del expositor y exhibió su rodilla bajo la lana azul de su trenca. 
-"¿Quién eres?" - pensé - "¿por qué me tientas?". 
Y entonces se dio la vuelta y me miró como si ya me conociera, como si acabara de morder el anzuelo y ya me tuviera en sus redes. Su cara era perfecta y su actitud complaciente. ¿Estaba yo en situación de aceptar sus condiciones? ¿Cómo podría contestarla? Me sentía ridículo, atrapado. No sabía qué hacer ni qué decir... 
Y respondieron mis pasos, antes indecisos, pero ahora inquietos y rápidos, que buscaban una salida, cualquier salida... A pesar de que seguía terriblemente avergonzado, cuando estaba a punto de llegar al fondo del pasillo, la curiosidad pudo conmigo y decidí volver la cara. Todavía en cuclillas, ella seguía mirándome, pero ahora sonreía abiertamente. 

Países con inteligencia histórica

Si una parte de la historia de Rusia en el siglo XX la escribe la KGB, nuestra historia no se entiende sin saber de Kajas B.

El rey de los regalos

En el salón de la casa, sobre el sofá y al lado de los zapatos infantiles, había una montaña de regalos.
-Vamos, mira a ver qué te han traído los reyes- dijo el padre.
Con la ilusión aún inscrita en su cara, el niño comenzó a separar por un lado los juguetes y por otro las cajas con los papeles, pero como el montón de los residuos no paraba de crecer, el padre se fue a la cocina, preparó una bolsa grande de basura y allí se entretuvo un poco recogiendo.
Cuando el adulto volvió, el niño ya se enfrentaba con el último paquete. Por debajo del papel del envoltorio, el jovencito descubrió la marca del fabricante y dudó. No merecía la pena continuar. La ilusión primera había dado paso al desaliento.
-¿No te gustan los juguetes?- le preguntó a bocajarro.
-Si papá, pero es que yo quería...
-¿Qué querías?, hijo.
-Quería...
Con un gesto sonriente, el adulto animó al niño a que encontrase las palabras que podrían dar forma a su deseo.
-Pues eso, que si quieres jugar conmigo.
El padre se agachó para abrazarlo y acarició su cabeza.
-Venga, un ratillo, ¿vale? ¿A qué quieres jugar?
-¿Jugamos a la pelota? ¿Bajamos a la calle?
-Vale, de acuerdo, pero así no puede ser. Primero tienes que vestirte: ¿Donde está la camiseta? ¿Y los calcetines de lana? ¿Y las botas? Venga, búscalos en la cómoda de tu cuarto y en el trastero. Es sólo un rato, ¿eh? Luego hay que ir a casa de los abuelos, así que antes tenemos que recoger, ducharnos, vestirnos...
-No importa, papá- dijo el niño -déjalo. De verdad que no importa.