Un sueño de nochevieja

La última vez que se levantó mi abuela fue el día de nochevieja. Lo hizo llorando hacia dentro, al filo de la medianoche, para comerse las uvas, aunque no pudo con ellas. Dejó la mitad en el plato, no le dio tiempo a más. Tenía su rostro muy blanco y escondía su cansancio tras una sonrisa falsa que apenas ocultaba el terrible trance por el que estaba pasando. Sabía que estaba grave y que el momento temido podía llegar sin aviso. Así que no tentó a la suerte y, después de los petardos que sonaron en la calle, repoblada nada más cambiar el año por millares de ilusionados jóvenes, ambas nos acostamos.
-¿Qué vas a pedir a los reyes?- me dijo.
-Pues que te cures, abuela- contesté.
Cuando apagué la luz me dio por rezar aquel viejo padrenuestro que ella me había enseñado y pronto me quedé dormida. En el sueño, algo me llevó a la ventana y allí vi cómo en la calle venía una gran riada con aguas cansadas y oscuras, que corrían de izquierda a derecha, cayendo sin prisa hacia abajo, lo mismo que un río viejo en su estuario final. Sentía el placer de mirar y una total confianza, de manera que fue fácil darme cuenta de que su ímpetu no era destructivo, de que el copioso caudal discurría y no entraba por las casas ni trataba de empujar a los coches y a los árboles.
Todo cambió de repente cuando vi aparecer al fondo una gran cabalgata. Eran los Reyes Magos. No se cómo me di cuenta de que aquello era un secreto. Delante, sus majestades bajaban de sus grandes camellos y enviaban a sus pajes a cumplir su cometido, cargados con mil regalos. Detrás había carros repletos y cientos de arrieros fornidos. Era extraño contemplar en fila india a los árboles en el borde de la acera, como un doble cuerpo de guardia que cumple con su cometido, y al agua que iba subiendo en un silencio absoluto. El silencio quedó roto, sin embargo, cuando Gaspar pasó ante mi puerta y se llevó la mano a la boca para cubrirse los labios y esconder el contenido de un escueto comentario. Melchor y Baltasar asintieron.
Desde entonces hasta hoy han pasado muchos años. Ante el escueto epitafio de su tumba renace en mi memoria su lucha sorda con las olas de la fiebre y sus gestos de dolor. Recuerdo que ella murió el día de reyes. Su muerte mató mi infancia y ahora ya tengo su edad y también estoy enferma. Y suenan las campanadas y me enfrento con la idea de soñar con la extraña cabalgata de aquel día y renace en mi cabeza el murmullo de Gaspar.

La varita fea

En el ápice se aguza, la varita, para ver a dónde llega el poder de la batuta...

Lectura íntima de Garcilaso


 Era el sentido del verso medido 
             del gran Garcilaso,             
 era el recuerdo del beso de Elisa 
 rozando mis labios, 
 era la vida 
 que imita al dios Cronos, 
 sembrando el ocaso, 
 era el destino, vestido de luto, siguiendo mi paso... 

Cura sana

C
u
ra
sana,
cura
sana.
Como una 
maga de blanco,
sentada sobre tu cama,
 repito mi cura sana
y espero a que la varita
te toque el culito de rana.
Y tú, que escuchas mi voz
y temes que te hagan daño,
te quedas muda de golpe
 y miras a tu alrededor.
 Y yo me arrimo a tu frente 
  y dejo que mi cariño  
te vaya haciendo un masaje
     y sigo la cantinela     
que invoca tu bienestar:
“-Que si no te curas hoy,
 mamá te cura mañana-” 
  Y suena una campanilla  
 y brota un olor a lavanda 
 y un sopor que te acaricia: 
“-Y si no: dentro de una semana...-
 “Duerme mi pequeñita 
que cura el rumor del sueño,
duerme mi niña chica 
que ya se marcha
el dolor...
... ...
... ...
...  ...
..."
¿A que no te duele nada? 
     ¿A que estás mucho mejor?     

Comosón

-¡Las cosas son como son!- le digo enfaticamente a mi mujer, intentando zanjar de forma abrupta la disputa que renace entre nosotros igual que la lluvia de otoño, y mi hija pequeñita, que es un listo renacuajo que pasaba por allí en su larga migración a ningún sitio, se queda mirándome fijo y me pregunta muy seria desde el umbral de la puerta:
-Papaito: ¿Qué son... Qué son comosón?
-¿Comosón? No sé, hijita, de verdad que no lo sé.
Ella pone esa cara de trasto mimoso que sabe que me encandila y dice:
-¿No me engañas?
Y yo enfoco su pupila para ver si así comprendo lo que quiere e improviso lo que sigue:
-Es un niño de tu edad, vestido con un camisón.
Y ella rapidamente saca sus conclusiones:
-Entonces... Yo, ahora, vestida con un camisón: ¿Podría ser un comosón?
-Bueno, eso depende. Verás: Si eres tú de verdad, serás siempre un comoeres, pero si imitas a otros, si haces lo que otros quieren, serás un comosón.
-¿Comoeres? ¿Comosón? ¿Qué soy yo?
Y yo me detuve un momento para pensar una respuesta que dejara el asunto zanjado. Necesitaba una respuesta práctica, tangible... De inmediato reaccioné cuando le dije:
-Pues depende, sobre todo, del color del camisón: ¿de qué color es el tuyo?
-Ay papaito, ¿no sabes que tengo varios?
-¿No tienes uno marrón?
-No, marrón no tengo.
-Pues entonces no puedes serlo. El camisón comosón es de color marrón.
-¿Y si se lo pido a los reyes?
-Si se lo pides y los reyes te lo traen, seguirás siendo un comoeres hasta que te lo pongas por la noche y te quedes muy dormidita.
-Y eso ¿por qué? Papaíto.
-Porque casi nada más cerrar los ojos, te pondrás a soñar y en el sueño ya serás un comosón.
La niña estaba perpleja. No entendía el sentido de todo eso que su padre le decía. Así que miró a su madre, que esperaba en un discreto segundo plano, y le dijo:
-Mamá, ¿qué es mejor para una niña como yo? ¿Ser un comoeres o ser un comosón?
La madre me miró como pidiendo una comunicación telepatica, buscando una lógica amable y comprensible que ligase con lo que yo acababa de decir.
-Lo mejor es ser comoeres pero también, muchas veces, hay que ser un comosón. Haz caso a papá, bonita, cuando seas mayor lo entenderás.
La niña también me miró y puso un gesto muy serio. Ella en aquel momento parecía plenamente consciente de que ponía en marcha un mecanismo sin retorno que marcaba su futuro, así que colocó sus dos manitas en torno a mis mejillas y en voz alta declaró:
-Entonces quiero de reyes un camisón marrón.

Una guerra civil

-Nosotras nos acentuamos- les dicen las vocales entre risitas con aire de superioridad, y entonces las consonantes se enfadan muy seriamente y deciden separarse al tiempo que van murmurando sonidos impronunciables: 
-Prrrdbbfff... 
Atónitas las vocales, se temen que esté pasando aquello que más las daña y empieza su queja eterna:
-Uiuiui, uiuiui, uiuiui...
Después intentan parar la progresion hacia el caos. Exponen ante las otras, que siguen muy ofendidas, un gesto muy compungido, y ponen sus manos juntas delante de las narices, para pedirles perdón.
Más tarde las consonantes aceptan estas excusas y van cambiando la cara, para juntarse al final en el centro de una gran plaza de forma rectangular que llaman página en blanco. El armisticio se acuerda sin cláusulas y sin firma, y habrá que esperar casi un mes a que las letras se crucen de la forma que ahora sigue: 
-Sin respeto no hay palabras.
Vocales y consonantes se sonríen y piensan en la vida nueva que viene después de la guerra.
-Hace falta convivir, merece la pena vivir.

Amigo

A veces, si tengo un verso,
yo pido tu tiempo bruto
y tú, mi amigo prudente,
             aceptas el compromiso             
       y escuchas lo que hay escrito.       
          Atento, te arrulla el ritmo         
          de la corriente del texto.          
         Tú sabes que soy muy lento       
        que mido la estrofa concisa,       
        que riego la flor del huerto        
         y que corrijo a conciencia         
       los cientos de experimentos      
       que se me ocurren a veces,       
     y que también con frecuencia     
      me pierdo en el fondo negro      
      de las letras que naufragan     
     en el centro del desierto...     
    Por eso, te pido audiencia,   
    dispón tus cinco sentidos,    
conduce mi mano diestra
que espero
el juicioso aliento
 que me orienta en el camino...
 ¿Te gusta el tono del cuento?, te pregunto. El verso: ¿se mete dentro...? Y pienso en la jaula 
 brillante y en el pájaro cantante que vuela por el firmamento y que roza el horizonte tan sólo 
 por un instante para inundarse de sol en el ocaso gigante. 

Ubiarco



La roca llora que llora 
al pie de la ermita chica
donde salpican las olas.
La ermita bajo la roca, la roca bajo la ermita, la chica llora que llora, donde salpican las olas.

El destino y la libertad

Quien lucha contra el destino intenta dejar atrás lo mejor de si mismo.
Si el destino es un lugar hacia el que vamos, la libertad es nuestro medio de transporte.
Presos en la telaraña que elegimos como casa, contemplamos con envidia la inmensa libertad de los otros.

Pascal contempla un copo de nieve


Una
blanca
cruz
de hielo
que luce pequeñas
cruces
que nacen
sobre sus brazos,
con cruces
aún más pequeñas de las que surgen más cruces
de escala muy reducida.
Su cabeza es una cruz y sus manos y sus pies son cruces con dedos blancos, también en forma de cruz. 
De todas y cada una salen otras más pequeñas que invisibles van menguando su tamaño,
 y las ínfimas 
partículas que florecen en su capas más externas
  penetran como corsarios  
 en el cristal transparente 
 y se enfrentan 
 con el frío 
 una vez 
 más. 
¿De qué color es la nada 
 que anida 
en la inmensa 
 frontera?  
¿De qué color 
 fuiste 
 tú?

Mi Ada madrina

Ada y mi madre se ofrecieron mutuamente, cuando niñas, el honor de ser madrinas de su primer hijo varón. Ada no tuvo hijos y mi madre se olvidó o hizo como que no se acordaba hasta que su amiga reclamó su derecho. Es por eso que yo, en realidad, he tenido dos madrinas: Una, mi tía Milagros, que me bautizó en la iglesia, y otra, mi querida Ada, por aquel pacto infantil. Ambas me dieron propinas y cariño. Ada, además, me regaló una estantería rellena de libros de cuentos. Recuerdo que ella era capaz de los besos más sonoros y recuerdo también el recorrido circular de sus dedos en el envés de mis manos y su ritmo uniforme, de caricia que suscribe un pacto eterno. Ella me leía algunas noches el ruiseñor y la rosa. Tardé mucho en comprender la razón de aquella historia. Hizo falta que yo creciera y que a ella una cruel enfermedad le mordiera las entrañas en silencio. Durante su convalecencia en el hospital, la sometieron al absurdo itinerario de la varia sociedad de los enfermos que brotaban como flores de dolor en todas y cada una de sus habitaciones, y yo la seguí en su camino, visitándola cada vez con más frecuencia a medida que su frágil salud se iba agotando. Mientras ella se quedaba ensimismada en el juego de mis labios, yo apuntaba sus palabras en mi agenda para tener un seguro frente a mi indócil memoria. El mes pasado incineré su cadáver. Aunque yo la quería mucho, aunque siempre estuve a su lado y cumplí su testamento como el hijo que no tuvo, no supe decírselo en vida... Desde entonces, imagino que me mira en el el ocaso y que el rojo apasionado de su sangre colorea el horizonte en la estela de los rayos de un sol triste y moribundo.

La sirena

Dicen que su canto enloquece, pero ¿qué saben ellos si nunca lo han oído? Ella canta con la fuerza de un intenso escalofrío. Ella corre por las calles como una ballena metálica que entra en la gran bahía para escapar de las orcas. Ella grita para avisar al común del horror que nos rodea. Ella intenta seducirte, te embelesa con su cuerpo blanquecino y te conduce a su seno. Y tú cedes a su juego, te dejas llevar al suelo, escuchas su idioma monótono y le besas en la boca y conoces el sabor de su saliva mientras sus ojos brillantes devoran sobre el camino las rayas pintadas de blanco. Tú te pones en sus manos e imaginas en su rostro la belleza, mientras tu sangre y la suya se mezclan buscando la vida. Después sientes la exigencia de su vientre y sueltas toda tu hombría y cierras al fin los ojos.
De pronto vuelve el silencio. El camino ha concluido. Los coches, como sonámbulos, se cruzan sobre el asfalto. El tiempo se paraliza y luchas con todas tus fuerzas para que se abran tus párpados y miras hacia los lados y ella ya no está allí. En aquella encrucijada, frente a las líneas de angustia de las ventanas abiertas de aquel vulgar rascacielos, una sombra te susurra: “Jaque mate”, y tú miras sin querer hacia la tapia que se encuentra treinta metros más allá, en el reino de la negra oscuridad.

Charada con calambur (2)


"Nómada, oh tiempo", digo,
Si añado que un calambur
os cuenta lo sucedido
y que mañana es seguro
que la obra se ha acabao:
¿Tú sabes qué me ha pasao?
Que ........................., claro.


Charada con calambur (1)

 De yeso, cargado el barco,   
  naufraga en la mar espesa  
  y el agua se tiñe de blanco. 
  El calambur que lo expresa  
 es la canción más francesa.  
      Se llama: La mar....          

Mi madre está llorando

Mi madre está llorando siempre y yo con frecuencia le hablo de esta manera: 
-Oye, mamá, ¿por qué lloras?
-Si no lloro, hijo. De verdad, no estoy llorando. 
-Venga mamá, no llores, anda – insisto. 
Y ella ve cómo la miro y pasa la yema de un dedo por el surco de sus lágrimas azules e intenta sonreírme con ternura.
-Si hijo, ¿lo ves? Ya no lloro.
Sin embargo yo sé que me engaña. Yo quisiera que mi madre sonriera como dicen que es normal, pero cada vez que me mira algo se rompe en su alma. Me echa en cara que yo sea como soy, que mi herencia subrayase sus defectos y olvidase de exhibir sus cualidades. Me reprocha que no sea como ella había soñado y que no pueda presumir de lo que hago ante mis tías. Ella entiende que yo soy sólo una carga, la desgracia que Dios le ha enviado... 
-Mamá, yo soy así. Acéptame por favor, no me hagas daño, mamá, y deja ya de llorar... 

El hilo de Cloto

-¿Te llamas Teseo?- preguntó la señora del palacio.
-No, -le dije- no es ese mi nombre. 
Ella ordenó a sus soldados que me liberasen. Salí del salón del trono, decorado por frescos con peces y delfines y con el azul de las olas. En la habitación de al lado había tres hilanderas. La más joven me ofreció un ovillo de lana. Tiré del hilo y salí al jardín secreto. No tardé en perderme por sus innumerables senderos. Entonces comenzó la búsqueda. Varias veces se cruzó la trayectoria del camino recorrido con el nuevo, pero seguí adelante porque sabía que ese era mi deber. Al final me encontré con el monstruo. Su cabeza de toro salvaje me miró desafiante. Empecé a temblar. Pensé en huir, pero imaginé la vergüenza del cobarde. Me sobrepuse. Decidí atacarle con mi espada. Avancé gritando como un loco: 
-La gloria y la libertad o la muerte y el olvido. Todo o nada... 
Sólo entonces me di cuenta de que el hilo que habría de servir para mi vuelta acababa de quebrarse.

Aquel verano

Se llamaba Dorita y era preciosa. Cada día, apostado en el sillón de la mesa del despacho de mi padre, fingía que hacía los deberes del colegio mientras esperaba a que pasase por delante del entresuelo donde vivíamos. Era tan sólo un momento, (lo que tardaba en cruzar la calle en dirección a su casa), pero a mí me gustaba tanto y a veces pasaba tan cerca de mi ventana que no podía prescindir de su presencia. Llevaba todavía calcetines y el uniforme a cuadros del colegio de las monjas. Recuerdo que en primavera disponía el jersey verde sobre los hombros, de manera que las mangas colgasen hacia delante, y recuerdo que con frecuencia cruzaba los brazos sobre el pecho para sujetar la carpeta. Sola o acompañada, con prisas o demorándose, siempre se me ofrecía como una imagen misteriosa, como un pecado andante o como una caricia blanda e inaccesible. 
Tal vez fue ese sexto sentido que dicen que tienen las mujeres o bien fueron los suspiros que movían las cortinas, el caso es que ella acabó por enterarse de lo que hacía. Lo vi con claridad aquel domingo en misa, cuando ella me sonrió. Lo mismo sucedió poco después, mediado el mes de junio, el día en que coincidimos en aquella matinal de discoteca. Ella volvió a sonreírme, lo mismo que en las ocasiones en las que nuestros dos grupos de amigos coincidimos en la piscina durante julio y agosto. 
Casi empezaba septiembre, cuando su familia se cambió de casa. Para mi fue una tragedia totalmente inesperada. Recuerdo que pasó por aquí en el camión de mudanzas y que entonces me di cuenta de que con ella se marchaban las palabras que no le dije y aquella vida perfecta que imaginé en el silencio de aquel largo trimestre de calor. Recuerdo que descorrí las cortinas y que agité la palma de mi mano para despedirme... Yo no sé si pudo verme ni conozco el contenido de la idea que ha quedado en su memoria del muchacho apocado que un día fui, pero sí que estoy seguro de lo mío. Yo sí que le he sido fiel. Yo he seguido mirando hacia la calle con la íntima esperanza de volver a verla allí. Desde entonces el deseo me ha hecho intuir sus rasgos en cien mil rostros fugaces e imaginar que se acercaba a mi ventana y me hacía señas. Desde entonces he vivido sentado ante el cristal, protegido tras el velo de estos visillos traslúcidos, confiando en la existencia de una prórroga imposible o en la justicia obligada de una postrera revancha.
Últimamente, sin embargo, las arrugas de mi rostro en el espejo me conducen a pensar en mi fracaso. Lo probable en tanto tiempo es que ella habrá pasado alguna vez por este lugar santuario a pasear su nostalgia o a revisar su pasado, y también parece claro que ante un rostro que ha cambiado en algún grado es posible que, a pesar de mis esfuerzos, yo no haya sido capaz de conocerla.

Gregorio

Tengo un alumno en segundo de bachillerato que padece un mal degenerativo. Cada día lo veo llegar en una furgoneta especial, sentado en silla de ruedas, y luego contemplo cómo lo suben por la rampa y cómo lo meten en el ascensor para después llevarlo a sus clases. A él, creo, le gusta mucho el instituto. En su rostro alargado destaca el filo cortante de su nariz y unos ojos pequeños y brillantes, hundidos como plomos en sus cuencas. Sus piernas y sus brazos son finísimos, puro pellejo sobre el hueso, lo mismo que su tronco esquelético, que está siempre disfrazado bajo la camiseta blanca del Madrid. Según me cuenta su madre, el uso de este atuendo no es una provocación premeditada a mi conocida vocación blaugrana, sino que es más bien el resultado de una afición a los deportes tan intensa que su vida hasta ahora se ha regido por las fechas de algunas grandes gestas deportivas. En efecto, parecerá extraño contarlo así, pero él se quedó tetrapléjico el día en el que Nadal ganó su medalla de oro en las Olimpiadas, se quedó ciego cuando Contador consiguió su último Tour y perdió el control sobre sus cuerdas vocales al tiempo que el Madrid se hacía con la décima. Teniendo en cuenta que sólo deletreando para ir componiendo paso a paso una palabra puede comunicarse con nosotros, el claustro de profesores ha decidido prohibirle que pregunte nada en clase y ha adquirido la obligación de grabar los contenidos en cinta magnetofónica, dado que el oído es, junto al tacto, la única vía de relación con los demás que aún le obedece. Naturalmente es opcional lo de limpiarle con un kleenex esa baba reseca que se le pega a la boca o lo de aprender a disponer sus cuatro huesos en la silla de ruedas, cuando se escurre. Muchas veces he pensado en que podría darle un achuchón, como hace la profesora de gimnasia, o en rozarle con la mano su cabeza de cepillo, como hace el secretario. Sé que a él le gustaría, pero a mí no me sale de dentro, así que no lo hago. En todo caso, lo importante es que no nos llevamos mal. Él me presta toda su atención mientras explico y yo disfruto atizando la vieja rivalidad de nuestros clubes. Si le pillo con el cuidador por los pasillos aprovecho para meterme con Cristiano y él se lo ríe entre extraños alaridos y alarmantes convulsiones, pero no cede ni un ápice. Su rendimiento ha mejorado. Ayer le examiné de Geografía y estoy francamente sorprendido. Ha hecho el test con precisión y con una rapidez inusitada. Con su actitud, creo, me habla de lo que siente, me dice que quiere más, me dice que es un placer conocer y viajar con mis historias a otros mundos. Y a mi, que estoy acostumbrado a ver un gesto de resignación y de aburrimiento en el rostro de mis alumnos, eso me da mucho en qué pensar. No contaba con la idea de que las cordilleras y los ríos alimentaran su imaginación con tanta fuerza ni nunca se me ocurrió que alguien pudiera entender esa clase larga y triste, que preparo cada día, como una ventana abierta a su pasión de vivir... Al final creo que le va a caer un notable. Podría ponerle algo más, pero antes tengo que lograr que abandone esa sonrisa cada vez que pierde el Barça.

El último minuto

Estoy temblando de miedo, pero intento hacer de tripas corazón. He vivido como un hombre y quiero morir de pie.
Disfruto de un último placer: He pedido un bourbon y lo saboreo a tragos cortos y nerviosos. Agito el hielo para remarcar su presencia, para hacerlo más sensible, y después hago un gesto con la mano para dar a entender que estoy ya preparado.
Me quitan el vaso, me vendan los ojos, me echan los brazos hacia atrás y me atan las manos. Toco el poste de madera y oigo las órdenes del capitán.
-¡Pelotón! ¡Apunten!
La suerte está echada. Se concentra en un segundo la historia de mi vida y pienso en los desenlaces que ya no podrán ser.
-¡Fuego!
No estoy muerto. Un dolor agudo me muerde el pecho y la sangre sale por mi boca como si el corazón la despreciase, consciente de ya no hace falta.
-Por lo que más quieran. Acaben ya de una vez.
Y veo su mano huesuda y siento sobre mi sien el cañón de su pistola, justo al tiempo que su dedo índice realiza una pequeña presión sobre el gatillo... Luego suena un chasquido que precede a la gran detonación, al tremendo y loco estallido, que parece que me rompe el alma, y el público comienza a aplaudir.

El tren de las consonantes

En el país del desierto, في بلد صحراوي ،
el tren de las consonantes الحروف الساكنة القطار
circula sobre el horizonte يدور في الأفق
y espera a que caigan و المتوقع أن ينخفض
del cielo las vocales. حروف العلة السماء
Con la lluvia que acaricia مع المداعبة المطر
el techo de los vagones عربات سقف
se escucha el sonido inmenso و سمع صوت هائل
de la verdad de las suras, الحقيقة من السور ،
se cuentan los hechos ciertos يتم حساب الوقائع الحقيقية
y se escriben en el suelo los anales.و كتب في التربة حوليات

La torre de los dichos rehechos

Tener es poder...
Querer es joder...
En abril, alas mil...
A lo hecho, lecho...
A lo hecho, techo...
Amaga y vámonos...
Halaga y vámonos...
A Praga y vámonos...
A la vejez, vihuelas...
No hay loft sin gres...
No hay Dios sin tres...
Leed y multiplicaros...
Si no lo leo, no lo creo...
Eso es: Toser y cantar...
De tal árbol, tal ardilla...
De tal malo, tal capilla...
París bien vale una sisa...
Amor con amo, se paga...
Quien da primero: Dadá...
Se hace ladino al hablar...
Me voy de vicos pardos...
Hay errores que matan...
Hay tumores que matan...
Hay señores que matan...
Hay amores que te atan...
Por la roca, muere el pez...
La maté porque era suya...
En el cielo está la virtud...
En el cieno está la virtud...
En el tedio está la virtud...
En el miedo está la virtud...
En el precio está la virtud...
El que suplica, ajos come...
El que se aplica, ajos come...
A mal tiempo, buena casa...
Que es mi narco mi tesoro...
La avaricia rompe al caco...
El fin justifica a los necios...
El ring justifica los miedos...
Más vale caña que fuerza...
Más vale maña que serbia...
Entre el si y el no: El no sé...
Nuestras vidas son los líos...
No está el gordo para rollos...
No está el porno para Goyos...
Las almas las carga el diablo...
Logroñés no quita lo valiente...
Los cortes no quitan lo caliente...
Al ¡pán!#¡pán!#: Y Albino vino...
Alá:uno, alas:dos, Gracias:tres...
No es mono todo lo que se luce...
No es moro todo lo que traduce...
Donde hay confianza, das gasto...
Eso es: Gorrón y cuenta nueva...
A palabras recias, oídos sordos...
Nunca llueve. (Augusto Detodos)...
Quien bien te hiere te hará llorar...
La prima Vera, la sangre al Tera...
No se ganó Zamora en una O.R.A.
Sobre sustos no hay nada escrito...
Sobre bustos no hay mucho escrito...
No es ocioso caballero, don dinero...
A las cabras necias, balidos tontos...
Cree el león que es alta su condición...
El mejoescriba no echa un borrón...
Pan dé yo, caliente, y ríase la gente...
Conejos vendo que para mi no tengo...
A Dios rogando y con el cazo dando...
A Dios rogando y como jefazo mando...
La primera impresión es la que cuesta...
Cuesta mas descollar que el T.A.L.G.O....
Cree el guasón que tiene gracia, el cabrón...
Cree el masón que acierta en su condición...
Muerto el toro, se acabó la tauromaquia...
Más sabe el diablo por rojo que por diablo...
A la Chita callando y Tarzán aprovechando...
Preparados... Listos...  Y ya estáis parados...
El tiempo es el rey en el país de los cuentos...
A buen... En tenedor, pocas palabras bastan...
EL DIABLO ESCRIBE SIEMPRE CON MAYÚSCULAS...
Entre el rojo y el azul en España no hay color...
Más vale chícharo en mano que ciento rodando...
Prefiero estar colorado que azul, amarillo o morado...
Cuando el rayo cae en un tallo, hace un ruido del carallo...
Qué tiene lazar Zamora, yo: Raquel Lora, por los rincones...

El partido del año

Era el partido del año. El equipo del pueblo de al lado volvía a enfrentarse con el del mío, después de doce largos meses de espera. Yo jugaba convencido de que este era el momento de hacerles morder el polvo, de vengar la humillación de dos derrotas consecutivas. Sin embargo el empate que expresaba el marcador y el reloj, que se aproximaba al minuto noventa, denotaban que el trabajo aún no estaba concluido. Frente a mi estaba Fabián, mi enemigo, la persona a quien tenía que enfrentarme y derrotar en el partido. En sentido estricto no nos conocíamos, porque nunca nos habían presentado, pero eso no implicaba que no supiéramos nada del otro. Sucedía, más bien, lo contrario. Él era pequeño y fibroso, un jugador habilidoso con mucha movilidad, y era también muy feo, con un ojo más grande y más alto que el otro. A media distancia, la falta de simetría de su rostro y la seriedad continuada de su gesto producía una cierta repulsión que él lograba utilizar en beneficio de su equipo. Los dos éramos centrocampistas e intentábamos ejercer nuestro papel, dirigiendo a los demás, controlando y repartiendo la pelota. Los dos, también, habíamos hecho los deberes, estudiando con detenimiento las características del juego y de la estrategia de los otros en los distintos partidos de la competición de la tercera división de aquella temporada. Los dos, además, habíamos empleado mucho tiempo en imaginarnos en el campo, luchando frente a frente, y en prepararnos física y mentalmente para ello. Por eso y porque aquello del fútbol era nuestra pasión en aquel tiempo, nos llegaban con frecuencia informaciones y comentarios sobre el rival, que recogíamos con interés para saber mejor qué hacer cuando llegase el momento. El momento, sin embargo, dadas las circunstancias, se estaba pasando sin pena ni gloria, porque estábamos en el último minuto. Yo, creo, estaba más entero y además era más joven e imprudente, así que estaba cantado que tenía que ser mi equipo el que arriesgase en aquella coyuntura. Lo hice. Eché toda la carne en el asador: Me ofrecí a mis compañeros, recibí la pelota y avancé hacia Fabián. Le miré desafiante y le hice un regate en redondo, un brillante capotazo que me permitió dejarle atrás e iniciar el contrataque. Ya en su campo, cuando mi extremo se internaba como un rayo por su banda y yo levantaba la cabeza para enviarle el balón, la bota de mi rival reapareció bajo mis piernas, me desequilibró con su impulso y me arrebató la pelota. A pesar de que me había desplazado de modo violento, el árbitro no apreció falta en su acción, de modo que, libre de marca, Fabián recobró con agilidad la vertical, controló la pelota y vió cómo su equipo comenzaba el despliegue. Sin embargo, de pronto, algo circuló por su cabeza que lo hizo detenerse. Fue algo completamente inesperado, porque ellos estaban en una posición táctica envidiable y el gol que podría desnivelar el choque se barruntaba. Sin embargo, cuando mi equipo se esforzaba por replegarse a toda prisa para impedirlo, Fabián se agachó, cogió la pelota, se volvió hacia mi con ella y la dejó en mis manos, diciendo:
-Mecagüen dios, Alfredo, lo siento mucho, de verdad... No sé qué me ha pasado... No sé qué me ha pasado...

Gol

De aquella violenta tarascada me recuperé en un santiamén. Según iba cayendo, intuí que la pelota me llegaba, de manera que, a pesar del terremoto que produjo el golpe seco de mi frente con la hierba, me levanté de inmediato para controlar el balón. El árbitro concedió la ley de la ventaja...
Avancé hasta más allá de medio campo sin encontrar un compañero dispuesto a apoyar mi penetración. Seguí adelante. Era extraño, nadie me disputaba la posesión del cuero. Paré en seco y levanté la vista. No entendía por qué no se desmarcaba ningún delantero ni la pasividad de los contrarios, pero no era el momento de ponerse a filosofar. Decidí amagar el pase, pero resultó un movimiento inútil, pues ninguno de mis compañeros se ofrecía y los defensas no prestaban atención. No me quedó mas remedio que continuar. Me adentré en diagonal en territorio enemigo y me dio por pensar que, si alguien en mi equipo hubiera intentado hacer lo mismo, es seguro que habría tenido que regatear a dos rivales y se habría llevado consigo la consabida ración de patadas y empujones. ¿Qué ocurría? ¿Olía mal o acaso estaba soñando? 
Pisé el balón y por segunda vez levanté la vista del suelo. Estaba a punto de llegar al área grande. 
- ¿A quién se la paso? - pregunté a grito pelado. 
Contemplé cómo los jugadores seguían quietos, expectantes. De ello deduje que la idea de que yo era un chupón seguía firmemente arraigada en la cabeza de mis compañeros y que los contrarios me dejaban hacer porque sabían que en el chut era más bien un tuercebotas. "Que les den...", pensé, y decidí aprovechar la coyuntura para darme un baño de masas. Preparé la estrategia: Si quería ser práctico sólo tenía dos posibilidades: o bien seguía hacia el córner y esperaba la incorporación de los delanteros de mi equipo para intentar el pase de la muerte o bien penetraba en el área y hacía yo todo el trabajo. Como se prestaba más al lucimiento, preferí la segunda disyuntiva, de modo que hice una finta hacia la derecha, otra hacia la izquierda y empujé la pelota hacia delante. No fue difícil. Seguí la trayectoria de la bola hacia el portero y, cuando iba a llegar mansamente a sus manos, metí la puntera y rematé con toda el alma. La pelota se elevó hacia la escuadra, golpeó en la red y volvió a salir botando del área pequeña hasta que se paró completamente a la altura del punto de penalti. 
-¡Gol, gol, gooooooooool!- grité encantado y mantuve el alarido en mi alta tesitura de barítono, al tiempo que recorría el campo, corriendo como un poseso hacia el banderín del córner y levantando los brazos de igual modo que había visto que se hacía por la tele y dejándome caer en el césped al estilo de ese anuncio que ponen antes de los partidos de la Champions en el que el prota se desliza arrodillado hacia delante. Allí esperé a que llegasen los míos. Imaginaba que no tardarían en caer sobre mí como una mole para felicitarme. Sin embargo, el único que se acercaba era el portero que acababa de batir. Todavía lo estoy viendo. Me cogió la cabeza entre sus manos enguantadas, tiró de mi hacia arriba para que me pusiese a su altura, apretó mi nariz contra la suya, y con cara de pocos amigos y taladrándome los ojos me dijo enfáticamente: 
- Acabas de marcar en propia puerta... ¿Te enteras?, capullo.

(Primera versión publicada en el libro colectivo: futbolatos. Edición personal. 2004)

El disfraz de reloj

Este año me he disfrazado de reloj. Es fácil: Un cartón en forma de cilindro que se mete por la cabeza y dos manecillas convergentes que se mueven desde dentro. La dificultad de llevar este disfraz está en que las manecillas no deben quedarse quietas. Exige mucha concentración y no despistarte nunca, pero a veces compensa porque puedes ralentizar los minutos cuando estás más a gusto o acelerarlos cuando te aburres. El único problema es que tu tiempo se distancie del de los otros. Yo, por ejemplo, hace un ratillo, no había llegado aún a las diez, mientras el reloj de la farmacia marcaba la medianoche. 
Me he divertido mucho en el desfile, especialmente con la chica disfrazada de periódico. Ella me ha dado su email y al final hemos quedado para tomar unas cañas.
De vuelta a mi apartamento, todo me da vueltas. Contemplo una foto en la que mi mujer y mi hija me sonríen y me siento confundido. Decido irme a la cama. Me quito el cartón con cuidado y lo pongo junto al sofá. Sin mi ayuda las manecillas señalan siempre las seis y media, que es además la hora a la que sonará el despertador. El tiempo ya está parado: No sé si tengo que darme prisa o esperar a que, de nuevo, me conquiste la nostalgia.

Volver

Ella estaba muy cansada. A cambio del fiel relato de su vida yo le leía historias por las noches. La de Ulises era la que más le gustaba. Quería volver a su pueblo antes de morir. Yo acabé por prometerle que en verano la llevaría. Al final no pude hacerlo. La enterramos frente al mar hace dos meses. Desde entonces he intentado convencer a su hijo para que me acompañe hasta el hogar que dio cobijo a sus abuelos y no he podido. No he tenido más remedio que irme sola.
En el pueblo he vuelto a oír aquel ritmo cantarín de sus palabras, he entrado en el pequeño cementerio en donde descansan los huesos de todos sus antepasados, he subido hasta la braña y he mirado desde arriba alrededor. Era igual que como ella me contaba y he sentido que mis ojos contemplaban el paisaje a través de sus recuerdos y que ahora, de algún modo, ella volvía.

La gota en la comisura

No te limpies
esa gota involuntaria,
no la borres de tu cara.
 En el cano pelo hirsuto, deja estar
 esa bola transparente de humedad.
    No te quites ese líquido caliente.  
 Las palabras que curaron mis heridas
 están rotas en el suelo. De sus cuerpos
   de aire alado solo queda este residuo.
 No te seques. No la to
ques. No intervengas...
 Como un pájaro brilla
nte espera sobre su mástil. 
 No te libres de esa esfera luminosa
      No la ahuyentes con tu mano      
 y deja que tiemble un instant
al borde del precipicio.
No promuevas el suicidio
con la excusa imperdonable
de tu prisa. 
Dale tiempo. 
Permite que juegue a ser ojo
y que piense en un momento
   el infinito.   

Espera a que crezca en su alma
la atracción por el abismo
y deja que salte libre,
convencida de que vuela
en la bolsa que hace el aire
   alrededor.   
Su caída solitaria
hacia el centro del final
   del firmamento,   
hacia el río sin memoria
que conduce al más allá
es una gran epopeya.
Contempla en silencio
   el proceso   
y haz el trámite sencillo,
que se lleve en su retina
   tu respeto   
 y el instinto refinado de la paz. 

Infinito

Maestro: ¿Infinito? ¿Qué es?
Discípulo: Si atendemos al "in" del principio, infinito es no acabado.
Maestro: Si es así y aún está por hacer, ¿es tan sólo un boceto que no encuentra ni su forma ni su fin?
Discípulo: ¿Un boceto? Bueno, sí. Es posible que sea así.
Maestro: Pero dime, muchacho, precisa: ¿Ese boceto que nace, esa cosa que aún no es, es un ente que aumenta o decrece?
Discípulo: Mire usted, en mi mente, infinito crece y crece.
Maestro: Y creciendo, creciendo y creciendo: ¿Llega a ser mucho más de un trillón?
Discípulo: Mucho más. sí señor, mucho más.
Maestro: ¿Cuánto más?
Discípulo: Yo no sé. Yo no sé si al sumar el caudal de los mares lo que hay pueda ser algo así.
Maestro: Mucha gente lo duda contigo, ¿no sorprende ese "ito" al final si buscamos solamente inmensidad?
Discípulo: Es verdad, si lo piensas te despista. No es normal ese "ito" pequeñito, no es normal asociar su presencia con la letra de un enano en su final.
Maestro: Te pregunto, en consecuencia: ¿Hay engaño en el final o esas tres letras caudales son mera casualidad?
Discípulo: Si lo piensas te das cuenta de que el "ito" es desinencia de un antiguo participio y nunca un diminutivo, por lo tanto...
Maestro: Por lo tanto no lamentes el error. El error está en la base del acierto. El ejemplo lo tenemos ahí delante con el brote del pasado participio. Yo a tus ojos lo llevé y celebro que al final has llegado a la sabia conclusión de que todo el infinito se cuece en tiempo pasado.
Discípulo: Y sin embargo, maestro, en nuestra palabra boceto el pasado está impregnado de futuro, ¿no es así?
Maestro: Así es. El pasado es la fibra de su ser, el futuro es solamente una potencia, una incierta aspiración. El presente, sin embargo, no aparece. El presente sólo es el segundo que transforma realidad en pasado inalcalzable, en memoria y en olvido.
Discípulo: Por lo tanto el infinito es la síntesis compleja de todo el tiempo del mundo. Una idea muy abstracta y también un gran absurdo.
Maestro: Un absurdo, sí señor, y en eso se nos parece. Sin embargo en su interior vive un mundo diferente.
Discípulo: ¡Qué me dice, gran maestro! ¿A qué mundo se refiere?  
Maestro: Me refiero al universo del pensamiento ideal. Ese término, infinito, aspira a la totalidad. Es un ser uniforme, limpio y justo, equilibrado, perfecto en el orden moral, que es abstracto y absoluto y que vive el más allá. Él concluye espacio y tiempo. Para ir hasta él, uno debe imaginar y después multiplicar, potenciar lo que hay hasta el límite del fin. Infinito debe ser como un dios, una idea general, algo azul que es total y que sigue siempre así, hasta que llega al final.
Discípulo: Sí. Debe ser una esencia sin principio y sin final, un lugar transparente que flota clavado en el cielo y que se esfuma al volar, una piel sin materia que cubrir, un fugaz pensamiento incapaz de precisar su verdadero sentido.
Maestro: Algo así, nada más... Aunque al fin, casi al fin... Esa incierta aspiración... In-fini... Infini-to...

El papel de Segismundo

Soñaba frecuentemente que un asesino mataba al actor que en el papel de Segismundo decía aquello de: “Y los sueños, sueños son”. Me asustaba. Decidía llamar al director y pedirle que alguien me sustituyese, alegando una afonía, y el mecanismo previsto funcionaba: Antonio, mi compañero, asumía el protagonismo sin problemas y yo me marchaba a casa, aunque a última hora no podía resistir la tentación de asistir al espectáculo, de manera que buscaba mi mejor disfraz y desde la última fila del patio de butacas presenciaba la función.
Antonio lo bordaba. Aquello era la octava maravilla del mundo. Los focos convergían sobre su rostro para subrayar ese gesto suyo, controlado y certero, y esa dicción natural... Y yo sentía unos celos colosales, sobre todo al final, cuando la emoción se desbordaba, cuando los aplausos estallaban de tal forma que hasta las motas de polvo intentaban elevarse y brillar sobre la alfombra para acercarse al escenario.  
Al día siguiente yo recuperaba el papel para sentir en carne propia lo que pesaba el éxito ajeno. Era una losa de plomo. Cuanto más pensaba en mi inferioridad y cuanto mejor percibía que la opinión general estaba también en mi contra, más forzadas resultaban mis palabras. Las escenas sucesivas degradaban mi autoestima y el calvario proseguía más allá, porque, concluido el monólogo y acabada la obra, mientras el público abandonaba el teatro en un silencio funeral, yo volvía en solitario al camerino y escuchaba a cuatro pasos las risas de la compañía, haciendo escarnio de mi interpretación.
Por la noche soñaba otra vez con la función, pero ahora era Antonio el protagonista. Él seguía en su línea de gran divo y justo cuando acababa su famoso monólogo, después de que entre bambalinas y a tres metros de distancia yo disparase mi revólver, Segismundo caía, el ruido me despertaba y mi mente empezaba a darle vueltas al sentido del papel que me tocaba en un sueño tan real como la vida o en la cierta realidad de estar despierto.

Inma

Sueño con ella muchas noches y con esa casa vieja de la calle que culmina el arrabal. Yo soy el único que sabe dónde vive, pero nunca me decido a visitarla hasta que Ángel me pregunta:
-¿Dónde vive Inma?
Y yo le cuento lo que he ido averiguando en esos sueños extraños y le hablo de la incierta topografía de esa calle que se eleva hacia las nubes, de los adoquines del suelo, de la casa en un árbol seco (una olma tan antigua como el mundo) y del relente enrojecido del ocaso. A mi amigo, sin embargo, esa rara geografía no le extraña, así que decidimos subir con lentitud por la calle de mis sueños.
Llegamos a una placita con casas de un sólo piso y buscamos la vivienda en donde vive. Suena a hueco el aldabón y nadie contesta dentro. Están las contraventanas cerradas sobre el alfeizar. No se oye ni una mosca alrededor.
-Ángel, no te preocupes, seguro que no pasa nada, volvemos por su cumpleaños- le digo, mientras siento que me estoy emocionando, mientras algo en la garganta me hace daño.
Me despierto, estoy sudando. En la cama me doy cuenta de que ella ya no está. Lo sé, deprimida, sin familia, sin amor, Inma decidió que no merecía la pena seguir viviendo. 
Y ahora guardo su presencia entre la creciente colección de mis muertos más queridos y escribo el relato del sueño.

La bella durmiente

El joven se acercó a Talía, se inclinó sobre su cuerpo, que estaba tendido en el suelo, y dejó que sus labios se rozaran con los de ella. Talía despertó de un  largo sueño, que duraba ya cien años, entreabrió sus ojos verdes y descubrió el rostro del muchacho. Él sonreía levemente, confiando en su atractivo y esperando el agradecimiento de la dama. Ella conservaba, pese al tiempo transcurrido, toda su belleza y toda su lozanía. Sin embargo, superado el inicial adormecimiento y la sorpresa posterior, la continua interferencia de esa antigua educación que insistía en las reglas de un protocolo rígido y en los riesgos de una excesiva espontaneidad transformó la sonrisa encantadora de la joven en un gesto seco y distante.
-Espero que de mi actitud no se colija que toda audacia masculina merece mi aprobación. Una mujer no debe ser nunca un castillo que se somete por la fuerza. Ojalá que en el futuro los hechos de nuestra relación se produzcan siempre por consenso- dijo.
Y el joven, enamorado sin remedio e influido por la convicción de que el papel que representaba estaba escrito de antemano, sonrió abiertamente y con aplomo y nobleza contestó:
-Lo que tú digas, Talía, como quieras.

Los consejos del monje

En un cruce de caminos un anciano monje taoista predicaba su verdad. Un día llegaron allí dos jóvenes hermanos huérfanos a la busca de un oficio y de un medio de vida apropiado para su desarrollo. El monje salió a su encuentro y, una vez que hubo escuchado el común objetivo de ambos, les habló de esta manera:
-Este sendero conduce a Pekin -dijo el anciano con una voz pausada-. Si os dirigís allí, el trayecto os ocupará treinta jornadas. Este otro va a Shangay, que se encuentra mucho más lejos; al menos a sesenta jornadas. En Pekin tiene su trono el emperador y en su entorno está el gobierno, por eso éste es un buen lugar para escribanos y gente de letras que sepa mandar y obedecer. Shangay es otra cosa. Es una gran ciudad con un gran puerto sobre el Yang Tsé. En él se ocupan marinos, constructores y contables con muchos conocimientos de números y aritmética.
Los jóvenes escucharon al monje y aplicaron de inmediato sus consejos para determinar que el hermano menor, que había heredado un ábaco con cuentas de marfil, iría a parar a Shangay, mientras que el mayor, que había recibido de su padre los pinceles y la tinta que servían para hacer carteles, se iría a Pekín. Este último, además, decidió que convenía repartir las vituallas y separarse de inmediato. El anciano consejero estuvo de acuerdo, aunque también tuvo en cuenta que Shangay estaba al doble de la distancia, de manera que, para financiar el resto del viaje, propuso hacer tres partes y entregar dos de ellas al menor y una al mayor. 
Los hermanos acabaron aceptando las razones de su interlocutor a pesar de que el mayor defendía que la ley le garantizaba su derecho a la mitad, y a pesar de que el menor se planteaba que arrastrar más cargamento a más distancia suponía multiplicar las dificultades, sobre todo si se tenía en cuenta la insufrible cojera que adquirió cuando era niño y su evidente obesidad.
-El tiempo y los rasgos personales -dijo el monje- no son cosas que se deban contemplar en los convenios. La verdad, la igualdad y la justicia sólo valen en presente. 
El presente, sin embargo, fue pasando al ritmo uniforme de los comunes segundos y el destino fue encontrando un desenlace diferente para cada uno de los tres protagonistas de este cuento. Esto fue lo que pasó: 
El hermano menor nunca llegó a pisar el puerto de Shangay porque un ladrón lo asaltó en el camino, le arrebató los escasos alamares que llevaba y lo mató.
El hermano mayor, por el contrario, destacó en la capital por su recto sentido de la justicia. Con el tiempo se ganó la confianza del emperador, que acabó por nombrarle primer ministro.
La vida del viejo monje sufrió un cambio inesperado. Apenas dos días después de su encuentro con los huérfanos, abandonó el frío cenobio, se olvidó de su oficio antiguo y vivió como un burgués en el puerto más abierto del país. En él el anciano monje fue conocido por lo mucho que exhibía un instrumento de madera con cuentas de blanco marfil. Con él hacía cuentas sin tasa para calcular precios, salarios y márgenes comerciales, a la busca en el azar de las reglas de su incierto porvenir.

De la intensa mirada de los gorilas

Lo encontré por casualidad en el fondo de un estrecho pasillo del zoológico. Inmóvil, de pie tras el grueso cristal, parecía retarme en la distancia. Era un macho de gorila. Un inmenso cuerpo peludo y un gran rostro inexpresivo, trabajado por mil surcos. 
Estábamos solos. Él, encerrado en su pequeño cuarto, y yo, libre de entrar y salir. Avancé con lentitud. Su mirada no dejaba de clavarse en el centro de mis ojos. Intenté aguantarle un tiempo, necesitaba saber hasta qué punto me entendía, conversar tal vez conmigo a su través. Así que me acerqué un poquito e imaginé que era un rey, un sujeto relevante de una cultura perdida, alguien que probablemente había sufrido una zafia trampa en la selva, justo antes de caer dormido por un dardo y de sufrir en silencio las terribles condiciones de un oscuro contenedor en el largo viaje en barco o, más tarde, quizás, el traqueteo inquietante de un camión.
Cuando estuve a tan sólo dos pasos de la frontera transparente de su cubículo, su quietud hierática y su enorme tamaño lo hicieron aún más amenazante. Impulsado por la fuerza que da el miedo, me detuve, dibujé en mis labios una sonrisa artificial y le dije:
-Lo siento.
El gran simio no entendía mis palabras ni la expresión de mi cara, pero estaba frente a mi y se enfrentaba conmigo. Adaptado al papel de centinela en el fondo de su cárcel, su mirada me horadaba. Sentí un terror difuso. Si se hubiera movido un ápice, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo. Sin embargo aguanté. Necesitaba entenderle.
-“¿Qué sentido tiene esto?”- pregunté.
Mis palabras rebotaron en su cuerpo lo mismo que una pelota. Su cara mantenía esa expresión concentrada y sus ojos seguían clavados en mi pupila. Yo seguía horrorizado, de modo que me di la vuelta para descansar de su acoso y para calcular el recorrido del retorno, por si acaso. Luego respiré hondo y volví a escudriñar su rostro. Él seguía ahí, tranquilo en su inmensa desgracia, firme y calmado a la vez. Aún a sabiendas de que ya no era el macho dominante, aquel banco de genes sin futuro demostraba que era firme su deseo de no dar un paso atrás.
-"¿Qué sucede?" -susurré.
Incapaz de sostener su mirada ni un segundo más, bajé la vista al suelo, y entonces creí entender el misterio de su cruel comportamiento: Solo, enorme y silencioso, el gorila se aplicaba a rebajarme al nivel del animal que se extendía por debajo de mi piel. Él me hablaba de tú a tú con el único recurso que tenía, el recurso de su alta dignidad que era el último residuo de la etapa de su vida en que fue libre. A pesar de estar ahí, encerrado como ladrón y vejado como enemigo, su instinto le mantenía.
-"Eso es"- pensé de pronto -"me pides que te respete".
Y entonces sentí el impulso de contar que lo entendía y, haciendo acopio de los escasos redaños que me quedaban, levanté otra vez la vista para intentar aclararle que yo estaba de su lado. Sin embargo, bastaron unos segundos de exposición a sus ojos para recuperar el agobio. Su mirada seguía ahí, imbatible y justiciera y mi corazón se rompía por los latidos del miedo. El terror había estallado en mi interior:
-"¿Qué?"- le dije, derrotado de antemano por su fuerza insobornable.
Y sus ojos, esos ojos de sombra húmedos y brillantes, esos ojos de niebla, esos ojos africanos, inocentes y salvajes, esos ojos misteriosos e irritantes no supieron ni quisieron contestarme.

Ella vuelve...

En el NODO de tus sueños,
ella vuelve:
"Ella te coge la mano,
confiada en que le digas  
las palabras
que en el rito van delante,
y te anima
a que comiences,
pero tú no dices nada
y ella mira sin querer hacia lo lejos
y te llena un desconcierto que te hiere
y te apartas un momento de su frente
y no entiendes la razón de su silencio
ni comprendes por qué riega su mejilla
ese lágrima vibrante".
Ella llora y tú despiertas,
poseído por su enorme desconsuelo,
conmovido por su llanto de sirena,
pero entonces su figura se disuelve
y la pena se disipa de repente
ante el blanco resplandor 
del horizonte.