Muchos fueron los judíos que buscaron las fuentes de la palabra, sometiendo a las letras del alfabeto a repeticiones de índole matemática o jugando con los términos del Génesis, pero ninguno de ellos llegó tan lejos como Iván Aví. Para este sefardí, la lengua original, ese idioma perfecto por divino y primigenio, fue el castellano. En efecto, según su punto de vista, expresado en 1661 en su obra: “Oro”, si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pensar que el idioma de Adán era el del mismísimo Verbo resulta muy razonable. Si además se tiene en cuenta que la creación se hizo de la nada y por oposición de contrarios, como un trance del combate especular entre el ser y el no ser nunca, entre el signo más y el signo menos, entre el vicio y la virtud, este primer idioma debió de tomar forma a base de palíndromos. Aví se enfrentó con los judíos londinenses que defendían que una mistificación de inglés y francés habría sido el vehículo de las primeras palabras de Adán. Según estos, el varón se habría presentado a la mujer diciendo: “Madam: I'm Adam”. Pues bien, nuestro sabio sefardí explicó en castellano que el idioma estaba ya en la mente de Dios y del mismísimo Adán desde antes de su nacimiento, aunque Dios jamás hablaba pues no tenía con quien. Por eso, según Avi, aquella presentación cortés no fue el primer balbuceo de la lengua de los hombres y sí una ingeniosa ocurrencia. Su hipótesis razonaba que, si Adán fue de verdad la imagen del mismo Dios, este momento mágico se tuvo que producir justo en el mismo instante en que nacía. Según su punto de vista, aquel extraño ser fue consciente de que toda su esencia humana era un reflejo de Dios, de modo que frente a él, convenientemente arrodillado, dijo con honesta humildad: "Yo soy Adán, nada yo soy".
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yO
Muchas veces me pregunto por qué escribo. Qué es lo que lleva a mi yo a perder su tiempo aquí, secretando estas palabras y contando a mis lectores, que son además tres o cuatro, qué es lo que pienso ahora. Nunca he llegado a intentarlo, pues mi intuición me aconseja ser prudente, si mi yo se encuentra en juego. Sin embargo, hoy lo he pensado distinto, porque hoy me encuentro con fuerzas y deseo enfrentarme de una vez con esta extraña pregunta que siempre está dando vueltas en esta cabeza mía que está demasiado libre y que suele carecer de disciplina por falta de curiosidad o por pura comodidad. Un poco de orden mental seguro que me irá bien, de modo que empiezo ahora y tiro del hilo del yo, para buscar la respuesta:
El yo es el centro de uno, aquello que suma o resta, lo que se alegra o entristece cuando las cosas van cambiando o se mantienen. El yo está dentro, muy dentro. Se parece demasiado al joven tierno que fuimos y apenas se reconoce en el viejo cascarrabias en que nos hemos convertido. Es este yo identitario que tanto nos hace sufrir y que a veces crece y crece y otras decrece de golpe, cuando se pincha de pronto y deja escapar su aire para dejar de ser "O" y empezar a ser un "o", o incluso minimizarse en simple punto y seguido. Es este yo tan cambiante, el que avanza en nuestra vida hacia la muerte, el que se arrepiente, el que pide y el que quiere, el que ama, odia o le da igual lo que pasa ante sus ojos, el que recibe desplantes o muestras de cariño, el que peca y el que obra por acción o por omisión. Pues bien, es un yo como éste el que aquí escribe, un yo que se mira en el espejo de las letras, como un Narciso de libro, para verse diferente. Muchas veces he pensado que las letras para mi son un espejo especial que intenta disimular mis defectos y magnifica el perfil que más me gusta, pero también he pensado lo contrario, porque también Mister Hyde brota siempre de una forma natural y las letras nunca dicen otra cosa diferente que aquello que dejamos escrito. El escrito es mucho más que nuestro espejo, en él se juega la vida. El escrito es un producto transcendente, una especial religión que te obliga a no mentir y que modela a ese yo que teje la red de palabras destinadas a encantarte con su ritmo y contenido. Sea como sea, en todo caso, lo que sí que queda claro es que hoy mi yo está algo abultado. Los artistas somos siempre un poco autistas y le damos mucho a esa bomba, que viene en nosotros de fábrica, y que hincha nuestro ego como un globo relleno de gas que nos permite flotar y elevarnos por el aire para mirar el paisaje desde arriba. Yo sé que eso no es bueno porque entiendo que avanzar de esta manera no concede más verdad a lo que escribo, que sucede más bien al contrario, porque uno empieza alejarse y no siente lo que siente el personal, la gente común que trabaja, la gente que lee los periódicos y escucha el telediario. Sin embargo, yo no puedo dejar de ser quien soy, atrapado en este yO que vota y bota. Así que sigo ascendiendo y me mantengo en mi ser y sigo en mi afán de escribir este mundo de ficción desde la óptica del águila. Luego pienso que bajar es una necesidad para explicar lo que pasa. Que para hacerme entender necesito la razón, la historia y la misma lengua y dar transcendencia a las cosas. Y sé que no puedo engañar, que el plumero se me ve y que he de decir la verdad para que el voto que pongo en la urna transparente parezca más relevante y se entienda su sentido. Y entonces yo pincho el yO para que quede una huella que explique cuál es mi ser y cómo entiendo a los entes que están a mi alrededor y qué símbolos lo explican. Y entonces me acerco a tí y pinto cómo es mi mundo, te cuento lo que he aprendido en un pasado aburrido y saco de mi lo que pienso que puede servirte a ti porque, a veces sin querer y otras queriéndolo mucho, yo te estoy representando en el presente lo mismo que lo hace el político en una democracia. Lo mismo que cuando votas o te manifiestas o haces huelga por una común idea, y te fundes con la masa, al leerme tú te metes en mi piel y yo me disfrazo de tí. Tú me buscas para ver, para entender tu papel y qué es lo que significas, y escarbas en esta tierra de símbolos y significados en donde nos cruzamos tú y yo en un impreciso tiempo. La realidad es presente y la literatura lo pone en conserva. Por esta razón tan sencilla, en lo que escribo hay futuro. Escucha pues mis palabras, que yo quiero para mí la parte completa de ti que deja su vida al leerme.
Dios
Y el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza. Sabía que no existían ni Dios ni santos ni magia, pero necesitaba creer, para afirmarse a sí mismo. Sabía que en su vida había sólo una cosa importante, la fuerza que llevaba dentro, su libertad, aquello que le permitía construir y perpetuarse, la energía que movía a la sangre por sus venas. Por eso crear a este Dios era algo necesario. Lo vio reflejado en el fondo de las fuentes o en las aguas estancadas de los lagos y en los charcos que la lluvia iba dejando. Después se retiró al gran desierto y lo vio en los espejismos. Hablaba lo mismo que él. Decía que había que nacer y que luego había que amar y tener hijos, y que al final se moría. Ese Dios era un Dios sin Papas y sin popes, sin monjes ni sacerdotes, sin biblias y sin koranes, sin ninguna teología. Era más bien una Diosa, porque era capaz de crear y tenía el ímpetu bestial de la mujer, el cordón umbilical de la madre con su hijo. Su libertad era amor, la luz naciendo en la aurora y creciendo en el medio del cielo hasta el crepúsculo rojo, estrellas que crean planetas, árboles llenos de pájaros que plantan sus nidos en sus ramas, flores con mariposas y abejas zumbando en el prado. Pero no sólo era amor, porque también el horror y la injusticia tenían lugar en su ser cuando atacaban los leones o las hienas, o cuando mueren los bebés recién nacidos. Y también era el frío de la nieve y el doloroso mordisco de las llamas en el fuego de la hoguera y las lágrimas cayendo por tus mejillas y la sangre brotando a borbotones por la herida. Así creó el hombre esta inmensa realidad que modela la vivaz naturaleza y que llega ahora hasta donde estamos tú yo, hablándonos a través de estas palabras. Tú entendiéndome y haciendo tuyos mis pensamientos a pesar de la distancia, a pesar de que tu vives en un espacio y en un tiempo distinto al mío. Tú siguiéndome a mí y buscando a alguien que pueda y quiera seguir la cadena. Crear y creer en nosotros mismos y seguir nuestro camino. Por eso un Dios peregrino, por eso un Dios creador y femenino. Como tú y como yo. Nada más, de verdad, nada más.
Desnudo integral
Ella se quita el sombrero de paja y lo deja en el perchero y se gira para ver su rostro en el espejo de la pared del fondo del pasillo. Sus ojos enfocan para ver mejor su doble. Las cejas están levantadas y su boca permanece recta, sin mover siquiera levemente hacia arriba o hacia abajo los músculos de las comisuras. Ella se reconoce. Es su propio autorretrato. En él se ve como es, como una mujer que ya no es joven, pero aún no es una anciana.
De pronto sonríe, disimula sus arrugas y exhibe ese brillo suyo que le agrega a la mirada inteligencia y pone sus labios de embudo. Parece una actriz francesa jugueteando con la cámara. Su sonrisa, ahora, pretende ser infantil, fingiendo una ingenuidad que ya no existe, y ese gesto artificial se revuelve contra ella. Sí, ella ya no es la que era, ella ya no es la que fue. Ha pasado tanto tiempo... Derrotada por la imagen que contempla, acaba por levantar sus manos para cubrirse la cara. Reflexiona y deja que su cara retorne a una expresión calmada y seria, y empieza a desabrocharse los botones de la camisa. y descubre el somero sujetador, y se lleva las manos a los pechos, y los libera de allí, y exhibe sus dos globos carnosos, y sus manos dialogan con los pezones como si fueran partes del cuerpo de otra mujer, como si sus dedos sensibles fuesen capaces de infundirles vida. Y los pezones comprenden el juego y, agradecidos, se apuntan hacia arriba. Después decide quitarse la camisa. Ahora su rostro se ha acercado a la lisa superficie del espejo para verse en primer plano y tiene una expresión serena. Parece una diosa griega que está pensando en su vida, quitándose capas de tiempo. Recuerda cuando era niña y se sigue desnudando, y se desabrocha los botones de los vaqueros y deja que se desplomen hasta el suelo por gravedad, como la piel de una serpiente, y surge una sonrisa enigmática y su cuello se mueve hacia abajo mientras sus manos empujan las bragas blancas, que parecen desinflarse al dejar atrás las nalgas, mientras emerge su pubis poblado de pelos rubios y rizados, y piensa en sus dos hijos naciendo por aquel escueto hueco y en aquel amor antiguo que pasó, y entonces penetra con sus uñas en la piel, a la busca de una tira suficiente y se va despellejando con cuidado como aquel Bartolomé de la Sixtina que exhibe su máscara hueca con rostro de Miguel Ángel, y luego desmonta su carne, tirando de sus arterias y de sus venas azules y forma un tocho informe con los desechos que salen de su cuerpo. En el montón que está haciendo se acumula sangre roja coagulada y músculos desgajados y las más variadas vísceras, incluyendo el gris cerebro... Al final tan sólo queda el esqueleto blanco, la máscara interna de su figura, la terrible calavera que mira desde el interior de sus cuencas vacías, pero ella continúa y cumple con el programa previsto, ella sigue contemplando su reflejo en el espejo y se sigue desnudando más y más.
La mujer ante el espejo
La mujer se quita el sombrero de paja y lo deja en el perchero y se gira para ver su rostro en el espejo de la pared del fondo del pasillo. Sus ojos enfocan la vista del doble. Las cejas están levantadas y los músculos de la comisura de la boca permanecen sin marcar el más leve movimiento hacia arriba o hacia abajo. Ella se reconoce. Es su propio autorretrato. En él se ve como es, como una mujer que ya no es joven, pero aún no es una anciana.
De pronto sonríe. Disimula sus arrugas y exhibe ese brillo suyo que le agrega a la mirada inteligencia, y sigue jugando un poco, y pone sus labios de embudo que se abren hacia afuera como si fuera una actriz que juguetea con las cámaras. Luego alterna el dibujo de esta falsa letra U con su sonrisa infantil, fingiendo una ingenuidad que ya no existe, y acaba por levantar sus manos hacia sus ojos para cubrirse la cara. Sí, ella ya no es la que era, ella ya no es la que fue.
Entonces empieza a quitarse los botones de la camisa y deja que se vea el somero sujetador y se lleva las manos a los pechos y los libera de allí. Exhibe sus dos globos carnosos y sus manos dialogan con los pezones como si fueran las partes del cuerpo de otra mujer, como si sus dedos sensibles fuesen capaces de infundir vida, y los pezones comprenden y se apuntan hacia arriba complacidos.
Más tarde decide quitarse la camisa y vuelve a contemplarse. Ahora en su rostro hay una expresión serena, pensativa. Parece una diosa griega que está pensando en su vida, quitándose capas de tiempo. Recuerda cuando era niña y sigue avanzando hacia atrás. Después se desabrocha los vaqueros y deja que se desplomen hasta el suelo como la piel de una serpiente que se cae bajo el impulso de una vida renovada... Y surge una leve sonrisa y su cuello se mueve hacia abajo mientras sus manos empujan las bragas blancas y la tela se desliza por los muslos y emerge su pubis poblado de rizados pelos rubios. Y piensa en sus hijos naciendo por aquel escueto hueco y en aquel amor antiguo que pasó, y penetra con sus uñas en la piel y se va despellejando con cuidado como aquel Bartolomé de la Sixtina que exhibe su máscara hueca con rostro de Miguel Ángel. Y luego desmonta su carne, tirando de sus arterias y de sus venas azules y forma un tocho imponente con los desechos que salen de su cuerpo hecho jirones. En el montón deleznable se acumula sangre roja y músculos desgajados y las más variadas vísceras, incluyendo el gris cerebro. Al final tan sólo queda en su sitio el esqueleto, la estructura interna de su figura, la inerte calavera que mira a través de sus cuencas. Su cuerpo es ya transparente, pero ella no deja de mirarse. Ella sigue preguntando al vacío del espejo por el ciego contenido de su rostro y se sigue desnudando más y más.
En el rápido del río
Las cosquillas que hace el sol
al mirarse en el espejo
de su plana superficie
multiplican los reflejos saltarines.
El agua se muere de risa
y al cielo salpica su gozo,
mientras la espuma florece
mientras corre por la roca como loca
y sus dedos acarician los brillantes escalones
en el centro del pequeño paraíso
que es el rápido del río.
Puertas
Salgo de la cocina, recorro el largo pasillo y al final llego al salón. Abro la puerta, miro hacia adentro y pienso:
-¿Para qué he venido aquí?
Me vuelvo sobre mis pasos para ver si en la cocina hay algo que me oriente. Al entrar, el sol penetra por la ventana y se queda jugando un poco con un brillo del fogón. Contemplo el aceite requemado que hay en la sartén y destapo una olla de caldo, mientras intento recordar qué era lo que estaba haciendo. Me vuelvo a girar en redondo y emprendo otra vez el camino por el pasillo y voy reconociendo las puertas entornadas de los baños y las de las habitaciones de mis hijos. Al entrar en el salón me sorprendo un poco más: El sofá, la mesa, la tele y el color de las paredes es diferente al que yo recordaba. Entonces comienzo a pensar que estoy en la casa de alguna vecina de mi bloque y me entra una congoja que me ahoga. Me vuelvo corriendo a la cocina y otra vez percibo que sigue entrando el sol. Abro la puerta del frigorífico y veo que está casi vacío, que la compra que hice ayer ha desaparecido, de modo que concluyo que sí, que tenía razón antes, que debo de estar en otra casa y siento que de alguna manera empiezo a estar en peligro.
-Perdón, perdón, ya me marcho, no sé qué me ha pasado, lo siento- digo sin más en voz alta, intentando calmar al presunto propietario y, aunque nadie me contesta, yo ya estoy a punto de salir. Atravieso el hall en dos pasos y quito la cadena de la puerta. Acciono el picaporte, girándolo hacia abajo para intentar salir al descansillo de la escalera, llamo al ascensor y espero veinte segundos hasta que llega. Estoy hecha un mar de nervios y sudo, sudo tanto que la camisa se me moja y se me pega a mi espalda y a mi pecho... Se abre la puerta metálica, entro en el prisma estrecho y pulso el botón del bajo, y empiezo a temblar de miedo... Y tiemblo como una peonza, mientras suena un mecanismo en cada piso y me miro fijamente en el espejo.
-Perdón, perdón, ya me marcho, no sé qué me ha pasado, lo siento- digo sin más en voz alta, intentando calmar al presunto propietario y, aunque nadie me contesta, yo ya estoy a punto de salir. Atravieso el hall en dos pasos y quito la cadena de la puerta. Acciono el picaporte, girándolo hacia abajo para intentar salir al descansillo de la escalera, llamo al ascensor y espero veinte segundos hasta que llega. Estoy hecha un mar de nervios y sudo, sudo tanto que la camisa se me moja y se me pega a mi espalda y a mi pecho... Se abre la puerta metálica, entro en el prisma estrecho y pulso el botón del bajo, y empiezo a temblar de miedo... Y tiemblo como una peonza, mientras suena un mecanismo en cada piso y me miro fijamente en el espejo.
-¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí?
De la intensa mirada de los gorilas
Lo encontré por casualidad en el fondo de un estrecho pasillo del zoológico. Inmóvil, de pie tras el grueso cristal, parecía retarme en la distancia. Era un macho de gorila. Un inmenso cuerpo peludo y un gran rostro inexpresivo, trabajado por mil surcos.
Estábamos solos. Él, encerrado en su pequeño cuarto, y yo, libre de entrar y salir. Avancé con lentitud. Su mirada no dejaba de clavarse en el centro de mis ojos. Intenté aguantarle un tiempo, necesitaba saber hasta qué punto me entendía, conversar tal vez conmigo a su través. Así que me acerqué un poquito e imaginé que era un rey, un sujeto relevante de una cultura perdida, alguien que probablemente había sufrido una zafia trampa en la selva, justo antes de caer dormido por un dardo y de sufrir en silencio las terribles condiciones de un oscuro contenedor en el largo viaje en barco o, más tarde, quizás, el traqueteo inquietante de un camión.
Cuando estuve a tan sólo dos pasos de la frontera transparente de su cubículo, su quietud hierática y su enorme tamaño lo hicieron aún más amenazante. Impulsado por la fuerza que da el miedo, me detuve, dibujé en mis labios una sonrisa artificial y le dije:
Cuando estuve a tan sólo dos pasos de la frontera transparente de su cubículo, su quietud hierática y su enorme tamaño lo hicieron aún más amenazante. Impulsado por la fuerza que da el miedo, me detuve, dibujé en mis labios una sonrisa artificial y le dije:
-Lo siento.
El gran simio no entendía mis palabras ni la expresión de mi cara, pero estaba frente a mi y se enfrentaba conmigo. Adaptado al papel de centinela en el fondo de su cárcel, su mirada me horadaba. Sentí un terror difuso. Si se hubiera movido un ápice, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo. Sin embargo aguanté. Necesitaba entenderle.
-“¿Qué sentido tiene esto?”- pregunté.
Mis palabras rebotaron en su cuerpo lo mismo que una pelota. Su cara mantenía esa expresión concentrada y sus ojos seguían clavados en mi pupila. Yo seguía horrorizado, de modo que me di la vuelta para descansar de su acoso y para calcular el recorrido del retorno, por si acaso. Luego respiré hondo y volví a escudriñar su rostro. Él seguía ahí, tranquilo en su inmensa desgracia, firme y calmado a la vez. Aún a sabiendas de que ya no era el macho dominante, aquel banco de genes sin futuro demostraba que era firme su deseo de no dar un paso atrás.
-"¿Qué sucede?" -susurré.
Incapaz de sostener su mirada ni un segundo más, bajé la vista al suelo, y entonces creí entender el misterio de su cruel comportamiento: Solo, enorme y silencioso, el gorila se aplicaba a rebajarme al nivel del animal que se extendía por debajo de mi piel. Él me hablaba de tú a tú con el único recurso que tenía, el recurso de su alta dignidad que era el último residuo de la etapa de su vida en que fue libre. A pesar de estar ahí, encerrado como ladrón y vejado como enemigo, su instinto le mantenía.
-"Eso es"- pensé de pronto -"me pides que te respete".
Y entonces sentí el impulso de contar que lo entendía y, haciendo acopio de los escasos redaños que me quedaban, levanté otra vez la vista para intentar aclararle que yo estaba de su lado. Sin embargo, bastaron unos segundos de exposición a sus ojos para recuperar el agobio. Su mirada seguía ahí, imbatible y justiciera y mi corazón se rompía por los latidos del miedo. El terror había estallado en mi interior:
-"¿Qué?"- le dije, derrotado de antemano por su fuerza insobornable.
Mis palabras rebotaron en su cuerpo lo mismo que una pelota. Su cara mantenía esa expresión concentrada y sus ojos seguían clavados en mi pupila. Yo seguía horrorizado, de modo que me di la vuelta para descansar de su acoso y para calcular el recorrido del retorno, por si acaso. Luego respiré hondo y volví a escudriñar su rostro. Él seguía ahí, tranquilo en su inmensa desgracia, firme y calmado a la vez. Aún a sabiendas de que ya no era el macho dominante, aquel banco de genes sin futuro demostraba que era firme su deseo de no dar un paso atrás.
-"¿Qué sucede?" -susurré.
Incapaz de sostener su mirada ni un segundo más, bajé la vista al suelo, y entonces creí entender el misterio de su cruel comportamiento: Solo, enorme y silencioso, el gorila se aplicaba a rebajarme al nivel del animal que se extendía por debajo de mi piel. Él me hablaba de tú a tú con el único recurso que tenía, el recurso de su alta dignidad que era el último residuo de la etapa de su vida en que fue libre. A pesar de estar ahí, encerrado como ladrón y vejado como enemigo, su instinto le mantenía.
-"Eso es"- pensé de pronto -"me pides que te respete".
Y entonces sentí el impulso de contar que lo entendía y, haciendo acopio de los escasos redaños que me quedaban, levanté otra vez la vista para intentar aclararle que yo estaba de su lado. Sin embargo, bastaron unos segundos de exposición a sus ojos para recuperar el agobio. Su mirada seguía ahí, imbatible y justiciera y mi corazón se rompía por los latidos del miedo. El terror había estallado en mi interior:
-"¿Qué?"- le dije, derrotado de antemano por su fuerza insobornable.
Y sus ojos, esos ojos de sombra húmedos y brillantes, esos ojos de niebla, esos ojos africanos, inocentes y salvajes, esos ojos misteriosos e irritantes no supieron ni quisieron contestarme.
Ecos cruzados
Ella pensaba que sólo estando a su lado la vida tenía sentido. Él la había rechazado porque no estaba aún seguro. La muchacha, con el corazón hecho añicos y los pies a un palmo del abismo, quiso saber si la montaña también la despreciaba y, elevando mucho la voz, preguntó:
-¿Me quieres?
Al instante, la montaña respondió:
-Eres... Eres... Eres...
Al instante, la montaña respondió:
-Eres... Eres... Eres...
Justo al mismo tiempo, al otro lado del gran precipicio, él estaba interrogando al oráculo rocoso:
-¿Quién soy?
La montaña, de inmediato, también le respondió:
-Oy... Oy... Oy...
Mientras el muchacho quiso creer que aquella voz femenina confirmaba su existencia y aceptaba de modo implícito un largo y prometedor futuro, la muchacha entendió que la montaña le hablaba con voz grave y reclamaba que tomase una decisión urgente cuyo límite acababa en veinticuatro horas.
Mientras el muchacho quiso creer que aquella voz femenina confirmaba su existencia y aceptaba de modo implícito un largo y prometedor futuro, la muchacha entendió que la montaña le hablaba con voz grave y reclamaba que tomase una decisión urgente cuyo límite acababa en veinticuatro horas.
El joven retrocedió, seguro ya de sí mismo, y ella se arrojó al vacío.
Reflejos
El rostro de la tristeza|azetsirt al ed ortsor lE
se gira sobre sí mismo|omsim ís erbos arig es
e interroga en un espejo|ojepse nu ne agorretni e
al rastro que deja el rostro.|.ortsor le ajed euq ortsar la
a rasroque deja el rostro. |.|osor le ajed euq ortsar la
ortsor le ajed euq ortsar lE|El rastro que deja el rostro
,azetsirt la a agorretni|interroga a la tristeza,
ojepse le ne acsub sartneim|mientras busca en el espejo
.ortsor led ojelfer núgla|algún reflejo del rostro.
|
El reflejo es sólo un resto|otser nu olós se ojelfer lE
que gira sobre si mismo|omsim is erbos arig euq
y escapa sin dejar rastro.|.ortsar rajed nis apacse y
Calambur es de verdad
De/jar/dinero
Sabiendo de mi indolencia
y mi afición por las aves,
mi padre, que era el señor
de saldos muy suculentos,
me dijo desde Madrid:
me dijo desde Madrid:
“En nuestra casa matriz
o en una agencia importante
te ofrezco ser el que mande.”
No quise contradecirle:
“Entre las aves y el mando,
el/ijo de/jar/dinero..."
Con eso salgo ganando,
Con eso salgo ganando,
pues puedo cambiar de banco
y escuchar al Ruizseñor...
Vivir y dejar vivir.
Él nunca volvió a insistir.
Él nunca volvió a insistir.
A veces arde Roma
Tras el pavor del incendio,
el augusto del circo: Máximo,
atreviose a saludar:
"Ave, César de Roma,
tea mandan, fuego enciendes,
yertos andan los cristianos..."
"A veces arde Roma,"
yertos andan los cristianos..."
"A veces arde Roma,"
-respondió el emperador-
"te aman, dan fuego,
en cien desiertos
andan los cristianos..."
Así dejó claro al clero
en cien desiertos
andan los cristianos..."
Así dejó claro al clero
de los augurios del vuelo
que el César de Roma no era
el simple autor del siniestro,
y que era también Pío<Nero
del calambur y otros juegos.
Y una lágrima añadió
al rostro pintado de blanco
de Máximo, del circo augusto,
el artista y gran poeta
que fue nuestro cónsul Nerón
después de la instalación
del gran incendio de Roma.
Ahora
Escribo: “Ahora” y espero...
Luego leo: "Ahora" y no entiendo que siga diciendo lo mismo, a pesar de que hace ya un rato que lo hice.
Luego leo: "Ahora" y no entiendo que siga diciendo lo mismo, a pesar de que hace ya un rato que lo hice.
Después de eso, me siento capaz de escribir cualquier cosa.
Sé Bastián
El primer capítulo de lo que voy a contar sucedió hace casi treinta años. Por entonces Michael Ende acababa de publicar en España su "Historia interminable" y la edición de Alfaguara ocupaba el escaparate de todas las librerías. Aquel día yo había entrado en "Sabes", un negocio entonces nuevo, muy pequeño, cuyo nombre, además de la segunda persona del singular del presente de indicativo del verbo saber, era la forma que el espejo reflejaba al ser nombrado entre los suyos Sebastián, su propietario.
- Sabes es un palíndromo, me dijo. Me encantan los juegos de palabras.
Él era ya un hombre maduro que fumaba en pipa y que hablaba sin parar de sus lecturas, de modo que no desperdició la ocasión de informarme de la cualidad metaliteraria de la novela de Ende y de la comunicación entre los diversos niveles de la narración: Una especie de juego de matrioskas, dijo, algo que se parecía a lo de aquel cuento de Borges en el que alguien era capaz de soñar la realidad. Tantas cosas me contó y tanto me valoró la obra que me sentí obligado a comprarla. Sin embargo, al ir a pagar con un billete verde de los de antes, le comenté con evidente ironía:
- Tenga usted mucho cuidado. Esta obra puede llegar a arruinarle.
-¿Por qué?- me preguntó, disponiendo una cándida sonrisa en su rostro de doctor.
- A ver, si la historia es tan buena como usted dice y es realmente interminable, ya no se venderán más libros, porque todos los lectores acabaremos atrapados en ella, sin saber cómo salir.
Sebastián, el librero, sonrió, me señaló en la tapa el nombre del autor y dijo:
- ¿El título? No se lo crea. El título es una metáfora... ¿Cómo se llama el autor?
- Michael Ende.
- ¿Y eso, en cristiano, qué es?
- Miguel... ¿Fin?
- Pues ahí está la salida. El nombre de Michael Ende es el final de la obra.
Recuerdo que leí la novela en dos ocasiones sucesivas y en contextos muy diferentes. La primera vez lo hice casi de un tirón, en la soledad de unas remotas vacaciones veraniegas en la playa. La verdad es que me encantó. La segunda, cinco años más tarde, se alargó más de dos meses, sumando pequeños periodos de aproximadamente diez minutos y sentado al borde de la cama de mi hija. Ella, con nueve años, escuchaba fascinada hasta que apagaba la luz, mientras el pequeño Miguel resistía los embates del sueño, cubierto por una manta de lana, pero imponiendo cada noche su presencia en la fiesta de la lectura.
Entretanto tuve tiempo de visitar como cliente a Sebastián y de escuchar sus sabios consejos. Su figura y su actitud me llevaron a asociarle con el señor Koreander, el librero de la “Historia interminable”, y a sentir una especial admiración hacia su persona. Él hablaba de los contenidos literarios y hacía juegos de palabras con los nombres y los títulos sin dejar que su vida se mezclase, y yo, tan consciente como él de la incorruptibilidad de su mundo y de la fragilidad de nuestra relación, actuaba en consecuencia. Me acomodaba al otro lado del mostrador y dejaba que sus palabras dibujasen los perfiles de los libros y tejiesen una red de relaciones que iluminaba su contenido. Si para mí sus consejos eran como un faro en la noche que indica el camino al navegante desorientado, para él mi agradecimiento era maná en el desierto, una droga necesaria entre tanta incomprensión.
En 1995, justo el día en que murió Michael Ende, falleció también mi amigo. Fue algo totalmente inesperado. Recuerdo que fui al tanatorio y que no me atreví a acercarme a su mujer, pues para ella yo era un desconocido, así que preferí dejar este mensaje en el libro de pésames:
-”Él me abrió la puerta a muchas historias que ahora me resultan imprescindibles y por eso no puedo dejar de imaginarlo junto a ellas, en los márgenes de tantos libros y reinventando el mundo cada día. Lo siento, lo echaré mucho de menos”.
Desde entonces, para mi, la Historia Interminable es una asignatura pendiente. Lo tengo a la vista, sobre la estantería. Su lomo va perdiendo brillo, sus páginas se tornan amarillas, pero hay algo que me llama en su interior. Lo siento dentro del pecho. Ayer caí en la cuenta de que Don Quijote murió sabiendo que Cervantes lo había escrito y cada día me resulta más urgente averiguar si la salida de la Historia Interminable era el escueto apellido del autor o si el librero me engañó. Tal vez él obró a sabiendas de que yo quedaría atrapado en aquel extraño nivel de narración en el que habíamos coincidido, un nivel en el que nada impediría que escuchase sus atinados juicios, un nivel de letras negras, que a veces se tornan rojas, en el que su nombre quedaría transformado levemente por un fácil calambur, que en la forma de un mandato imperativo nos impulsa a convertirnos en protagonistas de la historia que leemos (Sé Bastián). Un nivel con forma de paralelepípedo que es a la vez cárcel y refugio, infinito y tangible, definitivo y variable... En ese nivel escrito que fosiliza el tiempo, ambos seguiremos coincidiendo, aunque él ya no esté aquí.
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