La invasión de las gotas

Los invasores del reino de Poseidón no vinieron por el agua, llegaron volando en el aire lo mismo que los marcianos. Cayeron sobre mi techo y mandaron emisarios: 
-Venimos a conquistarte- me dijeron -entrega tu territorio. 
Pero yo ignoré sus amenazas y dejé pasar el tiempo.
No tardaron en llegar organizados. Caían de un cielo oscuro, relleno de nubes grises y eran muy numerosos. Viajaban en sus naves con forma de esfera picuda y se paraban aquí, uniformados de azul y cantando un himno terrible:
-Por Neptuno y por Nerea, -repetían- soy líquido y transparente. Mi reino es limpio y sin forma. Arraso a quien se me enfrenta...
Su asedio resultó firme y rigurosamente organizado. No hubo forma de oponerse a su progreso. Desplegados en distintas unidades, que tomaban forma de círculo, atacaban disparándose hacia abajo como flechas inhumanas. Hacían un ruido seco, semejante al de un martillo, y el sonido machacaba mis oídos con su ritmo monótono y trágico:
-Toc, toc. Toc, toc. Toc, toc...
-Nunca podréis conmigo. Resistiré hasta la muerte- les dije.
Pero ellos continuaron su operaciones militares. Primero rodearon el fluorescente situado en medio de la cocina y luego llenaron de agua el suelo del largo pasillo y la pared orientada al suroeste del dormitorio principal.
-Ríndete. La naturaleza es persistente. Tarde o temprano podremos con tu resistencia. Depón tus armas humanas. Ya no puedes hacer nada.
Intenté pedir ayuda, pero todos me decían que no había presupuestos ni soldados preparados para poder derrotarlos y que aguantar agua, matar matas o correr en corro son pretensiones ridículas, esfuerzos inoperantes, destinados al fracaso. Intenté entablar negociaciones para pactar un alto el fuego y ganar tiempo, pero ellos lo rechazaron:
-Ríndete. No tienes alternativa. Somos invencibles.
Y vi como de mi propio techo brotaban cascadas múltiples que se llevaban por delante todas mis cosas (las frutas y las verduras, guardadas en la despensa, los cacharros de cocina, saliendo de la alacena, las fotos de mis recuerdos, los libros acumulados en cien años de lecturas y el mobiliario de Ikea) y luego una masa amorfa que quedaba frente a mi, flotando sin rumbo fijo, como residuos impuros de un mundo que desaparecía, como la armada que ha visto hundirse a todos sus barcos tras la terrible batalla. Y yo me puse a llorar y mis lágrimas traidoras se fueron con el enemigo, justo antes del momento en que el salón y el pequeño dormitorio de mi hijo cayeran en su poder. No sabía que, entretanto, en el baño se llenaba la bañera y las aguas del retrete rebosaban para unirse de inmediato al invasor y agregarse sin dudarlo al gran imperio.