Mostrando entradas con la etiqueta amigos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta amigos. Mostrar todas las entradas

Todo nada

Me han publicado un libro de aforismos. Su título es “Todo nada”. Son chispas de pensamiento a las que llamo ”Redichos”. De ellos quisiera decirte tres cosas:
La primera es que cada línea es un pensamiento distinto. Los “Redichos” son destellos libres e independientes, reflexiones juguetonas que buscan sentidos ocultos en un universo caótico. Cuando los leas, hazlos tuyos. No busques contradicciones ni pretendas encontrar la coherencia discursiva de un cuento o de una novela. Acepta lo que te sirve o te convence. Necesito de tu experiencia, porque es tu mente la que entiende cada frase libremente, la que abre o cierra la puerta. Así que, por favor, acoge en tu cabeza lo que sigue. Aspiro a ser comedido. Se trata tan sólo de hablar y de dejar testimonio. De entenderme y de ayudar a que te entiendas. Para eso ordeno los distintos temas en capítulos, en lugares donde a veces las ideas reverberan y pueden parecer sistemáticas, aunque no lo son ni lo pretenden. De modo que sigue leyendo, escucha este frágil sonido y deja que el viento lo mueva y llegue volando hasta ti: “Tú eres mi única clave”.
La segunda cosa que quiero decirte es que algunos de mis “Redichos” parten de los refranes, de los dichos. Como en ellos, mi saber es experiencia, el saber de las batallas que el abuelo cuenta al nieto o el conocimiento que da la decepción y el fracaso. Mi saber viene de oído, de la libre apropiación de lo que anda suelto por ahí. Por eso, los dichos me atraen, al igual que los slogans o los títulos. Ellos introducen frases claras y tajantes que se columpian en el ritmo o en la rima para reforzar su eficacia, ellos imponen su ley porque están en nuestras mentes. Son como toros muy bravos que te animan a salir a torearlos, a añadir o a quitar letras y a separar sus sonidos para variar su sentido. Son como primos o tíos, gente de confianza, nuestra lengua familiar, la verdad de nuestra herencia.
En tercer lugar, quisiera hablarte de mi trabajo. Mis redichos padecen del humor e insensatez de mi yo más habitual o de la seriedad transcendente que exhibo en mis días malos. A veces soy sólo un yo, triste o alegre, cuerdo o enloquecido, convencido o asombrado, y a veces intento ser tú, una máscara cualquiera o cualquier cosa ocurrente. Quiero decir con esto, que intento contar, nada más. Escribo por necesidad, para decir que aquí estoy, que por mi respira la historia y el saber común del tiempo. Por eso rebusco en mi mente, en el polvo o la basura restos de cualquier sucedido e intento narrar lo que siento. A las palabras las trato como si fueran personas. Las presento o las enfrento e imagino sus tratos y sus juegos o el disfraz con que se visten ante el espejo de los palíndromos o ante la magia del calambur. Después viene el filtro del sentido, pues no olvido esa absurda aspiración de lo real de emerger tras lo que cuento, de modo que minimizo las sinestesias y la irracionalidad surreal, uso imágenes y tropos para presentar el ser al mito y trato de dar trascendencia a lo que es simple, natural, desorganizado o trivial. Intento ser franco, sencillo y directo, pero, además, muchas veces, exprimo a las palabras para reforzar su carácter o añadir ambigüedad a la expresión. Luego apunto, sintetizo, clasifico, perfilo, combino, corrijo y, al final, selecciono, mientras evito, si puedo, las digresiones ociosas. Me ocupo también del brillo y la limpieza, añadiendo ritmo y rima o poniendo de mi lado a la ironía y al ingenio sin marcar el territorio con oscuros lenguajes gremiales y sin abusar de la queja o de la trascendencia insufrible del sabiondo. Para acabar, finalmente, yo diría que, además, intento buscar tu sonrisa. Por lo tanto, te lo ruego, entiende lo que te digo y valora el humor, por favor. Prefiero una parida fácil a las poéticas frases cuyos verbos y adjetivos concuerdan con el sustantivo sin conocerse siquiera.
Si alguien quiere ojearlo, sostenerlo, adquirirlo, e incluso apropiarse de él igual que en la tradición oral de los refranes y dichos, podrá encontrarlo en las librerías Gil de Santander o Delibros de Torrelavega, y también solicitarlo, después de especificar el título: "Todo nada", el autor: "Carlos Rodríguez Mayo", la editorial: "Libros del Aire" y el ISBN: 978-84-12624S-4-0. Nada más. Recuerda que, en esta rayuela, no hay orden preestablecido. Consulta el índice antes, empieza por donde quieras y salta sobre el raso suelo con la mayor libertad. Un saludo. Espero que lo disfrutes y que nunca te tropieces.

Silencio

En el principio era el verbo,

un verbo activo y capaz,

que empezó la creación.

-----------------------

Y el Verbo creó la noción

de un tiempo en presente continuo, 

que atrás dejaba al pasado

para intentar ser futuro.

------------------------

Pero el tiempo corrompía 

a la verdad, y el altísimo dudó

entre contar su versión,

haciéndose carne y mortal,

o dejar que la verdad 

se escondiese entre las zarzas

de los hechos.

--------------------

Verbum caro factum est,

dicen de quien se murió 

en el centro del Calvario,

pero olvidan que después

se instala en la eternidad 

 del trono dorado del cielo 

y está callado y tan quieto

como un dios de cartón piedra.

-------------------------------------

El verbo es un gran frontón,

la blanca pared de silencio

que se enfrenta diariamente a nuestra fe.

El ángel

El Ángel
que vino del sur
con su experiencia y edad,
el Conde que nos condecora
con su paciencia
 y cariño, 
las
Fuentes
de las que
brotó
su esencia
de hombre
cabal,
Dolores
de amor, 
 algún 
 indio, 
 los hijos 
y Emma,
el primor,
 están 
 en su 
 noble 
escudo
 y en la 
 insignia 
que llevamos
 sus amigos 
 por haberle 
 conocido. 
 El jefe de 
 las Delicias 
 y el amo de 
     Poesías     
cumple setenta
       tacos      
 (los primeros).
 Tú sabes que 
  te queremos. 
 ¡Que sigas cumpliendo! Abrazos. 

Pandémica escritura

Estoy mortalmente aburrido. Por esta maldita peste, me levanto cada día y repito mi rutina. Sigo un camino trillado, relleno de acciones útiles para aguantar la cuarentena. Es así. Como, duermo, recorro el pasillo cien veces, hablo por el teléfono, atiendo mensajes del móvil y veo la televisión. Además, suelo leer alguna cosa, por las tardes, y al anochecer escribo en mi diario. En él pongo mis recuerdos, el cabreo o el placer que sentí en algún momento, las reflexiones vulgares de un hombre vulgar como yo. Nada importante, lo sé. El mañana y el ayer se parecen tanto al hoy que es difícil aportar nada importante, pero no se trata de eso. Se trata de publicar la herencia que recibí y de editar los conjuros que usaba en mi juventud. Se trata de volver a contar, de remover la mochila y de ver por dónde salgo. Por eso me embarco en esto y brotan en mí las palabras. Se diría que de pronto me ha hecho efecto un elixir que tomé hace muchos años. Necesito contar algo, cuando la pluma se mueve y empieza a manchar el papel.

Augusto de Todos

Augusto fue una gran persona. Los que le conocimos supimos de su humanidad, de su carácter y de su capacidad. Todos en la redacción del periódico le queríamos y le respetábamos a pesar de que era un ser huraño, un individuo distante que nunca nos quiso contar de dónde venía ni adonde iba. De él sabíamos muy poco, apenas nada. Que un buen día apareció, enviado por el centro meteorológico, que hacía unas predicciones muy extrañas e imprecisas, sin borrascas ni anticiclones, sin corrientes en chorro ni mapas del tiempo. Sabíamos, sin embargo, que sus palabras tenían un extraño embrujo, un ritmo y una profundidad que retumbaban en nuestros oídos y nos dejaban con la boca abierta. Era seguramente su voz de bronce, que resonaba en la sala como un artificio perfecto que nos hipnotizaba, pero era también la pasmosa seguridad con la que entraba y salía de los temas más diversos. Alguien dijo de él que hablaba como hablaban los profetas, convencido de que tenía a sus pies el futuro y la verdad. Cuántas veces su verbo florido en medio de intensos debates, abría un tenso silencio, un paréntesis oscuro y necesario que nuestras mentes creaban para pensar en el sentido de lo que nos acababa de decir. Cuántas veces, nuestro director le sugirió que escribiese esas palabras que acababa de dejar flotando en la redacción para imprimirlas sin más en primera plana, porque estaba convencido de que Augusto sabía más que todos juntos de todo lo que estaba pasando. Sin embargo, él nunca aceptaba estas propuestas. Se excusaba alegando una dedicación casi exclusiva a labores tan complicadas como la de realizar las mediciones más precisas de los ritmos de los cambios de los datos obtenidos de presión, humedad o temperatura, o como la de componer un atlas completo de las nubes del ocaso. Otras veces se escabullía hablando de la relación estadística que estaba estableciendo entre la cantidad de suicidios y de agresiones sexuales, según el distinto origen de sus protagonistas, con la variable dirección e intensidad de los vientos, o recordando la complejidad de los medios técnicos empleados para la obtención de los datos y la enorme complejidad de los saberes físicos necesarios para interpretarlos y transformarlos en la diaria previsión meteorológica. Le recuerdo una tarde con sus ojos muy abiertos contemplando los colores del crepúsculo. Recuerdo cómo pasaban del rojo al anaranjado y acababan en azul, tirando a negro, y recuerdo su intensa concentración y sus palabras: Mira, me dijo, ahí está el secreto: El tiempo del tiempo. Y luego sacó el bolígrafo del bolsillo de su camisa y apuntó en una pequeña hoja que arrancó de una libreta aquella media frase inacabada que quedó como un resumen del norte de su destino: "Nunca llueve..."
Ahora que se ha marchado definitivamente, los compañeros de la redacción hemos reproducido esta misma hojita a escala 1:1, con su caligrafía y su firma, en una pequeña placa que hemos colgado en la pared que se halla justo detrás de su mesa. Yo me acerco muchos días hasta allí y la leo en voz alta, lentamente, para que escuchen los nuevos y para que los viejos recuerden.
-"Nunca llueve", Augusto de Todos- digo, y me vuelvo satisfecho hasta mi sitio, convencido de que un poco de su magia se ha quedado aquí conmigo.

A vuelapluma

Escucha lo que te digo. No te conozco, lector, ni sé quién eres ahora, ni el tiempo en el que me estás leyendo. Espero no hacerte daño. Como yo no sé de tí, te cuento lo que yo siento. Aprieto en este papel las letras de mis palabras en líneas horizontales y te hablo de quien soy y de las cosas que en verdad me preocupan. Soy una persona normal, un hombre gregario y vulgar que se ha pasado la vida mirando cómo luchaban las gentes a su alrededor. Carezco de rasgos insignes y padezco de la simpleza del imbécil. Soy un pelele común, un individuo mediocre, cuya mente limitada en ocasiones exhibe un sentido del humor de gracia fácil y algún truco intelectual. Mi defecto más notable es que no sé decir no, que me refugio en la sombra de los que quieren mandar y piden lo que necesitan. Sin embargo, no soy malo. Tengo méritos morales relevantes. Me cuesta un mundo mentir y me gusta decir lo que pienso. Cultivo la soledad, buscando en mí una verdad que está lejana y distante y sigo un camino gris, muy lejos de los oropeles. A nadie he rendido culto y pienso seguir así, incluso en el caso difícil de que alguien procure el éxito de estos escritos escasos que emanan descontrolados de mi mente de escritor atolondrado. Por eso puedo decir que soy un autor autista y que soy al final como tú, una enorme masa gris que en el tiempo se ha cocido y ve que sus grandes defectos brotan también en sus hijos y siguen vibrando en sus nietos. La historia conserva su herencia en cajas de carne y hueso. Lo demás, las cuatro cosas en las que he gastado el tiempo, el amor de las mujeres y el cariño que me dieron mis amigos, son sólo pequeños cuentos, ficciones que salvo excepción nadie jamás contará, negruzco légamo azul en el lago del olvido. Si alguno de mis lectores asiste a mi entierro el día que toque hacerlo, en vez de decir mentiras y rellenar los silencios con típicos lugares comunes, podría leer estas letras y recordarme un momento. 

Agustín

Después de una corta pero grave enfermedad, me enterraron en la tumba de mis antepasados en presencia de un número reducido de amigos y familiares; lo normal en el caso de una persona como yo de escasa vida social y alejada de las alharacas del éxito. De todo eso me enteré mirando desde arriba la sucesión de los hechos, y es que desde el primer momento mi alma de pecador fue recibida en el cielo. Aquello fue una sorpresa para mi, porque yo nunca había creído en las cosas de la fe y porque, aunque yo no estuviera convencido de mi maldad esencial ni hubiera arrastrado hasta la muerte ningún pecado terrible, sí que era perfectamente consciente de que algunos defectos malévolos estaban tan grabados en mi personalidad que habrían debido impedirme el acceso a ese club tan restringido de almas blancas y brillantes que se ubica en las alturas. Sin embargo, al parecer, el juicio de los difuntos salió perfecto, de manera que la sentencia, para mí, fue de lo más benevolente.
Sobre una algodonosa nube, en el comité de recepción del paraíso había un santo barbado y vestido de blanco. Hacia él me dirigí con el atrevimiento y la inconsciencia que casi siempre me habían caracterizado:
-San Pedro, supongo...
-¿San Pedro?-dijo- ¿no ve usted que llevo un libro aquí en la mano y que no se me ven las llaves por ningún lado.
-Perdone, lo siento mucho, entonces usted será...- y dejé la frase así en suspenso para no meter la pata nuevamente.
-San Agustín, señor mío, San Agustín; el santo que lo ha salvado. Gracias a mi intercesión está usted aquí, caballero. 
-Ah, lo siento, usted disculpe, se lo agradezco infinito.
Lo miré bien a los ojos para entender bien el sentido de lo que me estaba diciendo. Intentando saber más añadí esta media pregunta:
-¿Cómo puedo demostrarle...?
-No hay nada especial que hacer. Basta con ser de verdad- dijo.
-Agustín, perdone usted que prescinda del san del santo, no es fácil hacerse cargo. Si le voy a ser sincero le diré que no nunca creí en el más allá y que nunca pensé que estas cosas pudiesen hacerse algún día realidad.
-¿Realidad? ¿De qué habla usted? Se encuentra usted en el cielo, un lugar sin tiempo y sin espacio. Este lugar es algo más que real. Es esencial.
Ya empezamos, pensé, la típica disquisición.
-Caballero, dese cuenta de que ahora es usted tan sólo espíritu y de que todo lo que produce su mente es tan claro para todos nosotros como el color amarillo del limón, de manera que le aconsejo que abandone esa actitud crítica que es propia de su pensamiento y se vaya acostumbrando a los coros celestiales que cantamos a la gloria del altísimo.
-Lo siento, lo siento mucho, pero no es fácil... Espero que usted me comprenda...
-Lo comprendo, Don Carlos. Aquí tenemos toda la experiencia del mundo. Nosotros lo sabemos todo.
-Ya, ya... Pero yo vengo de donde vengo y sigo siendo un ignorante. Ni siquiera sé si estoy de verdad aquí y si merezco toda esta amabilidad.
-Poco a poco, caballero. Pregunte si quiere saber.
Me puse a reflexionar, flotando sobre la nube:
-Ya que está en tan buena disposición, Agustín dígame, por favor: ¿Qué es lo que usted ha hecho por mi? ¿Qué es lo que debo agradecerle?
-Pues verá, yo hablé por usted en el juicio. Después de que usted murió a todos nos parecía que la suya era un alma vulgar, que usted era un hombre gris, una persona mediocre sin especial relevancia, más cobarde que valiente y más vago que trabajador, un individuo soso y despistado que no había pretendido casi nada verdaderamente importante en el tiempo que le había sido concedido y que había pasado sin más a mejor vida. Sin embargo, para mí, había algo que usted había cuidado especialmente. Me refiero a las obritas que usted publicaba en internet.
-¿Se refiere usted a mi blog? ¿Al blog "De letras adentro"?
-Sí, exactamente.
-Entonces era usted mi lector, el único que me leía.
-Sí, era yo. Como usted debe saber, yo también fuí pecador y luego intenté ser escritor. Por eso sé de la vida y de lo que cuestan las letras y me siento capaz de valorar un trabajo como el suyo en el que destaca la verdad sin vanidad de lo que se cuenta, el ritmo de su prosa y de sus octosílabos y el ingenio de algunas de sus entradas. Por eso yo lo elegí.
-Joder, qué gusto me da.
-Vamos, vamos, cuide un poco su lenguaje, que no está usted en la tierra, y venga conmigo a hablar. No es fácil aquí encontrar alguien con quien discutir, y para mi, que soy un filósofo, un verdadero filósofo, eso es muy necesario. Por eso he intercedido por usted.
-Reconozco que me gusta mucho el debate y que he sido un poco más que plasta con los amigos de mi confianza, pero yo no sé si podré satisfacerlo.
-No, no se preocupe. Seguro que lo hará bien. Aquí en el cielo, después de tantos siglos de contemplación de la divinidad y gracias a la transparencia de nuestra esencia espiritual apenas hay nada que podamos discutir. Aquí estamos ya hartos del pensamiento único. Necesitamos sangre nueva, la aportación fresca y espontánea de la vida. Por eso está usted aquí, para romper con la inercia de mil siglos de cultura teocrática. Venga, haga el favor, empecemos ya: ¿Hacia dónde va la historia? ¿Qué opina usted del gobierno?

El discurso

Hace casi cinco años, Raul nos congregó a los amigos en su finca, a las afueras de Valladolid, para una fiesta campestre que venía a repetir, ahora con nuestras mujeres, la que cuarenta años antes habíamos celebrado allí. Al acabar el ágape, algunos quisieron tomar la palabra para recordar en voz alta el pasado o para echar en falta a los ausentes. Yo no quise arriesgarme a pasarme de la raya o a no llegar lo suficiente y me limité a escuchar con atención los parlamentos.
Hoy me he despertado reprochándome el silencio. Me he puesto en pie y he dicho:
"Encontrar las palabras justas, las que expresan el contenido de la vida y dan sentido a todo, las pastillas necesarias que pueden curar el mal del tiempo, es difícil para alguien que no está muy acostumbrado a hablar en serio de las cosas del cariño y del corazón, de las cosas que nos emocionan y nos avergüenzan. Hablar de las verdades cultivadas largamente o de las mentiras que se mantienen contra viento y marea como un patrimonio común e intransferible suele ser una obligación que se adoba con ingenio y buen humor en momentos como éstos, pero yo no tengo chispa, nunca supe rematar el juego de nuestras conversaciones con el golpe del atrevimiento ni con el látigo de la sabiduría. Cuando hablábamos antaño, mi papel era el del vulgar centrocampista que elaboraba los temas, los dejaba desbrozados y brindaba a los demás su contenido para que alguien se luciese por la banda o diese el pase de la muerte. Por eso, yo ahora no debo ocupar posiciones que no me corresponden, no debo insistir en lo que ya sabemos, no debo escarbar en el pasado, no debo buscar el sentido a lo que pasó ni intentar modificar nuestra memoria con aportaciones de dudosa verosimilitud. Dejemos estar las cosas tal y cómo fueron contadas y sigamos recordando, respetando en cada cual el lugar que cada cual se ha trabajado.
Somos historias largas, recuerdos marchitos ya, que se hunden en el lago del olvido. Éramos un grupo compacto, una panda de cabrones solidaria en ocasiones, un equipo que quedaba a tomar vinos y a beberse los cubatas en los sitios de costumbre. Eramos nuestra juventud, un olor y un paisaje conocido, inconscientes chicos y chicas que querían enamorarse pero no sabían cómo ni de quien. Lo hicimos como pudimos. Pagamos muchos gintonics y los errores de bulto del escaso fundamento de nuestros proyectos. Hoy aquello ya pasó. Nos apreciamos. Intentamos mantener los lazos que el tiempo cruzó, los hilos que un día la parca cortará, y nos seguimos contando la historia de aquello que no hemos vivido juntos para decirnos muy claro que todo sigue igual entre nosotros. Sin embargo, no es así. Ahora somos ya viejos y el tiempo que queda atrás nos pesa bastante más que el que queda por delante. Ahora ya no nos interesa ningún secreto de entonces. Queremos un poco de paz. Unas risas y palabras de cariño. Cultivamos el apoyo de las viejas coaliciones y guardamos como gatos panzarriba nuestra honra. Por eso no hay nada que hablar. Por eso no hay nada que añadir a lo que ya sabemos de sobra.
Entonces, me diréis, ¿para qué hablo? ¿Qué pretendo levantando la voz para hacerme oír por una vez ante vosotros como si fuera quien nunca he sido? Pues en realidad no pretendo nada, sólo tomo la palabra por tomarla, para hacerme más visible, para adquirir más peso y estima y para dejar un residuo en esta mesa que diga que estuve aquí y que seguimos estando vivos, espero que por muchos años. Navegando todavía y con amigos. Un abrazo". 

Demócratas de andar por casa

Mi amigo escribe un wathsapp en donde se queja del comportamiento insultante de los que lo llaman fascista cada vez que su opinión se enfrenta con la de ellos. Yo le digo que es verdad que eso sucede, pero que tiene que entender que los contrarios se confundan porque saben que entre los que opinan esas cosas existen muchos fachas, muchos estómagos agradecidos del franquismo, muchos mafiosos meapilas del Opus Dei o muchísimos clasistas despreciativos y despreciables. Lo mismo nos pasa a nosotros (me pongo en su mismo lado), cuando les acusamos de utilizar en exclusiva ese esquema dual del mundo que lo divide en ricos y pobres, como si eso fuera lo único que se puede ser sobre la tierra, o cuando les reprochamos que intenten imponer en la calle una fuerza que las urnas no les dan o cuando decimos de ellos que son comunistas extremistas o bien marxistas que aún no entienden que luchar por la dictadura del proletariado, cuando el mundo es de las clases medias y no de los obreros, es una barbaridad tanto en lo democrático como en lo sociológico.
Mi amigo se queda perplejo y piensa que le estoy traicionando:
-Vaya con Pablo Iglesias- me dice.
Y yo le digo que no, que entienda que democracia es pacto, no imposición, porque no hay democracia sin izquierda y sin derecha, y que sin respeto no hay pacto, y él me responde al instante:
-Demócrata de pacotilla.

Un ocaso

Era el momento mágico en el que el sol intentaba esconderse bajo tierra y mis ojos disfrutaban con el fulgor colorado. Avancé hacia el horizonte y de pronto me encontré con su silueta inconfundible al contraluz:
-Coño José, ¿tú por aquí?
José levantó la vista como para mirarme pero no pareció verme, así que le hablé en voz alta:
-Joder, tío, cuanto tiempo.
Él estaba a lo suyo, miraba hacia el fondo del mundo, miraba sin enfocar. Su rostro no daba muestras de escucharme.
-Sí, lo sé. No quieres hablarme. Estás enfadado conmigo.
De pronto me dio la espalda y comenzó a caminar.
-Oye, espera, espera... Nosotros somos amigos ¿no? Los amigos son amigos porque quieren. Ser amigos es un acto de voluntad, no un acto de conveniencia. Es como en las parejas. Ser amigos significa muchas cosas: Que nos hemos ayudado, que nos hemos hecho daño y que hemos vivido a la vez.
José siguió caminando sin volver la vista atrás.
-Joder, tío, perdona. Sé que a veces no he cumplido, que no te he seguido en tus cuitas, que me pasé con mis críticas y con mis chanzas a destiempo. Deberías entenderme. 
Pero él se marchó hacia el ocaso y yo me froté los ojos porque un vago sentimiento de abandono me decía que de allí no volvería nunca más.

Al final

 Es 
 verdad, 
 querido amigo
 Al final, 
 sólo la nada transparente, 
 un instante suspendido en el reloj
 un recuerdo que resiste inútilmente 
 al imperio del olvido, 
 y los vivos, 
 que se quejan 
 de estar solos, 
 mientras tiran 
 tus cenizas 
 en el río 
 ............ 

¿Quién?

Me encuentro en plena calle con Antonio, el mejor amigo del único hermano de mi amigo Carlos. Hubo un tiempo en el que Carlos y yo jugábamos al mus contra ellos dos.
-Hombre Carlos, ¿cuánto tiempo sin verte?
-No, hombre, no, Antonio. Soy Elías, el amigo de Carlos.
-Ah, perdona, me he despistado, ¿y tu hermano?
-¿Mi hermano? Bien.
-Tu hermano es un pájaro de cuidado. Anda, dile que le llamo un día de éstos. Hace mucho que no hablamos.
El problema es que Antonio, que yo sepa, no conoce a ninguno de mis hermanos, así que le dejo que se crea que soy Carlos, porque ahora me resulta muy difícil convencerlo en dos palabras de su error.

El mayo

 Lo tuyo 
 es poner 
 tu sello 
 al tallo 
 de cualquier 
 pino 
 y hacer del tallo 
 un buen mayo, 
cortando
 todos mis 
 callos. 
 Lo tuyo 
 es dotar 
 de orgullo 
 a todo 
 tallo 
 que tallas. 
  Lo mío 
 es que yo 
 me callo 
 y te dejo 
 que me talles
 Yo soy 
 tan sólo 
 ese tallo 
 del árbol  
 que buscó 
 el cielo, 
 el tallo 
 que sufrió 
 un rayo 
 que lo tiró 
 por el suelo, 
 el tallo 
 que se hizo 
 mayo 
 cuando tú 
 me recogiste 
 e hiciste 
 que fuera yo, 
 quitándome 
 la corteza, 
 como un 
 San Bartolomé 
 de plena naturaleza,
  y poniéndome 
 de pie 
 en el centro 
 de una plaza... 
 A pesar de que un muchacho 
 asciende mi vertical, 
 frente al palacio 
 del rey, 
 yo nunca supe apreciar 
 tu afán vulgar y lacayo. 
 "Lo tuyo es sólo trabajo" 
 -juzgaba al verte sudar-. 
 Creía que ser un mayo 
 era un asunto casual, 
 o un hecho circunstancial 
 y pensaba que la luz
 del rayo aquel que cayó, 
 fue lo mejor de mi caso... 
 Ahora que siento el calor 
 del fuego, abriéndose paso, 
 me doy cuenta de mi error y mi fracaso... 

Amigo

A veces, si tengo un verso,
yo pido tu tiempo bruto
y tú, mi amigo prudente,
             aceptas el compromiso             
       y escuchas lo que hay escrito.       
          Atento, te arrulla el ritmo         
          de la corriente del texto.          
         Tú sabes que soy muy lento       
        que mido la estrofa concisa,       
        que riego la flor del huerto        
         y que corrijo a conciencia         
       los cientos de experimentos      
       que se me ocurren a veces,       
     y que también con frecuencia     
      me pierdo en el fondo negro      
      de las letras que naufragan     
     en el centro del desierto...     
    Por eso, te pido audiencia,   
    dispón tus cinco sentidos,    
conduce mi mano diestra
que espero
el juicioso aliento
 que me orienta en el camino...
 ¿Te gusta el tono del cuento?, te pregunto. El verso: ¿se mete dentro...? Y pienso en la jaula 
 brillante y en el pájaro cantante que vuela por el firmamento y que roza el horizonte tan sólo 
 por un instante para inundarse de sol en el ocaso gigante. 

Inma

Sueño con ella muchas noches y con esa casa vieja de la calle que culmina el arrabal. Yo soy el único que sabe dónde vive, pero nunca me decido a visitarla hasta que Ángel me pregunta:
-¿Dónde vive Inma?
Y yo le cuento lo que he ido averiguando en esos sueños extraños y le hablo de la incierta topografía de esa calle que se eleva hacia las nubes, de los adoquines del suelo, de la casa en un árbol seco (una olma tan antigua como el mundo) y del relente enrojecido del ocaso. A mi amigo, sin embargo, esa rara geografía no le extraña, así que decidimos subir con lentitud por la calle de mis sueños.
Llegamos a una placita con casas de un sólo piso y buscamos la vivienda en donde vive. Suena a hueco el aldabón y nadie contesta dentro. Están las contraventanas cerradas sobre el alfeizar. No se oye ni una mosca alrededor.
-Ángel, no te preocupes, seguro que no pasa nada, volvemos por su cumpleaños- le digo, mientras siento que me estoy emocionando, mientras algo en la garganta me hace daño.
Me despierto, estoy sudando. En la cama me doy cuenta de que ella ya no está. Lo sé, deprimida, sin familia, sin amor, Inma decidió que no merecía la pena seguir viviendo. 
Y ahora guardo su presencia entre la creciente colección de mis muertos más queridos y escribo el relato del sueño.

Eterno retorno

Escucho en el tocadiscos a Cat Steevens. Con sus canciones sonando -tengo casi todos sus elepés-, vuelven aquellos años. Al parecer, un día se convirtió al Islam e hizo unas declaraciones en las que metió tanto la pata que gran parte de las radios del mundo se pusieron de pronto de acuerdo para boicotear sus discos. Por eso, su música no obtiene hoy en día ni la décima parte del reconocimiento que mereció en su tiempo y por eso se ha convertido en el gran olvidado del pop contemporáneo. Sin embargo, para los que vivimos en directo cómo ascendía en las listas de éxitos el "Morning has broken" o el "Moon Shadow", Cat, el viejo Cat, ha estado siempre con nosotros y sigue siendo un compañero inseparable. Desde la cubierta de sus discos, su rostro siempre joven me ha visto mil veces desnudo y otras tantas se ha reído de mi pinta con pijama o con corbata, e incluso me ha despertado de la siesta muchas veces. Ha seguido mi carrera, ha visto crecer a mis hijos y a mis canas blanquear la melena juvenil. Siguió cantando en mi casa a pesar de mi divorcio, a pesar de mis pecados, y nunca se me ha enfrentado. Sigo sin saber inglés. Suena su voz de bajo en los bafles y sigo sin entenderlo. Como una letanía imperturbable, a pesar del tiempo transcurrido, sus palabras no han cambiado. Repite las mismas frases con la misma entonación, pero nunca consigue que sus canciones dejen de ser lejanos enigmas, permanentes puertas abiertas hacia un pasado que se fue. Sé que cuentan historias sencillas de gente que ama y que sufre, pero a mí, la verdad, ya no me interesa lo que dicen. Aunque podría repetir su fonética imprecisa, aunque suenen cada día en el salón como si fuera la banda sonora de la película de mi vida, me doy cuenta de que ya nunca podré entenderlas. Ya no aspiro a comprender. Prefiero seguir creyendo lo que siempre he imaginado. Pasó el tiempo en que todo era posible. Ahora, sentado en el sofá, vuelvo otra vez a escucharlo y se me forma un nudo en la garganta. Cat sigue estando a mi lado: Gira en su círculo negro mientras el tiempo pasa a nuestro alrededor. La aguja navega en los surcos rumbo hacia el infinito, explorando sin cesar los cuatro puntos cardinales para extraer todo el alma de su voz. Y suena ese tope seco y entra en la línea espiral y se levanta, y en los bafles se hace frente al imposible silencio con un sonido continuo, casi imperceptible, y la aguja, después de llegar al centro, vuelve de nuevo al principio.