La Angelita

La Angelita era vecina 
y amiga de mi tía Fina,
y era bajita e ingenua.
Contaba sin ningún rubor
que se casó con Arsenio
sabiendo que era el amor
lo que engendraba a los hijos
pero arrastrando el error
de que su puerta de entrada
era el botón del ombligo.

Su nieta fue la Glorita.
Glorita, que fue mi novia,
y que no pudo oponerse
a tan extraña encomienda,
debido a su corta edad
porque al nacer ya lo era
y nunca llegó a cuajar
en relación duradera.

Angelita era jovial.
Redonda como mamá Pig,
sus pechos y su barriga
se agitaban con su risa
que crecía y que menguaba
a un ritmo tan contagioso
que al decir de los que oían,
hasta las olas del mar
seguían a sus carcajadas.

Sentada en la estrecha camilla,
tejía con habilidad
jerseys de tonos oscuros.
Tenía un sexto sentido
para mover las agujas
más rápido que mis tías
y el secreto al golpear
del abanico en el pecho
después de abrirse de un golpe
igual que una vieja carraca
en medio del carnaval.

Conmigo, además, mantuvo
un especial tencontén.
El caso es que me ofrecía
galletas y mantecadas
y me llevaba consigo
a la plaza a comprar cosas
al cine a ver los dibujos
y a la bella Marisol,
a buscar en la estación
a algún forastero lejano
o incluso al coche de línea
para pasar los envíos
del residual estraperlo
de sus amigas del pueblo.

Un día, no sé por qué,
sentados en la parada
en donde el bus conectaba
con la red de la ciudad,
me pidió que las mintiera,
diciendo que yo era sobrino
y ella mi tía carnal
y yo la dejé creer que cedería,
a pesar de tener claro
un plan oculto y traidor
para decir la verdad.

Lo hice, con gesto de pillo,
y en su pueblo, al parecer,
se lo pasaron en grande
celebrando el "nada, nada.
Nada que no somos nada,
pero nada, nada, nada..."
que yo les planté en plena cara
para dejarlo bien claro.

Pasados sesenta años,
ahora cuando  mi edad
supera ya la de ella,
cuando pasó aquella historia,
ahora cuando Glorita
también ha dejado de ser,
me enfrento a los cuatro retazos
que quedan en mi memoria
de su presencia de ayer:

Recuerdo el ático gris,
la calle Ferrocarril
y las mañanas desnudas
de la tibia primavera
y la penumbra enroscada
en las persianas de verde
durante las siestas de agosto,
el cálido tazón con garbanzos
que inventó entre los vecinos
para saldar una perra
que cogí por un cocido
y el daño de los sablazos
que su marido infringió
cuando la ruina llegaba,
subiendo por las escaleras
hasta el salón de su casa.

Recuerdo también muchas cosas
del viejo Valladolid
 que seguía entre semana
la bocina de la RENFE
y que escuchaba en las fiestas
las campanas de la torre
del lejano San Andrés.

Pero yo no hablaba de eso,
 y sí de lo que brotaba
de su forma de tratarme.
Ella no se esforzaba
por enseñarme la vida
ni por llenar de ternura
mis mejillas,
el fuerte de su atractivo
era su forma de ser,
y el gusto por darme palique
y comprender que era un niño.

Por eso fue fácil quererla
y sigue su imagen firme
en mi memoria marchita
y puedo seguir hablando
con toda la confianza.

Así que escucha, Angelita:
"Si yo pudiera tocarte,
lo haría con esta mano
que tú llevaste agarrada,
de paso hacia el Campo Grande.

Si yo pudiera decirte,
diría que aún no he tasado
la vida que me prestaste
ni te he devuelto una parte
del cariño que me diste.
Estoy en deuda contigo,
y remuevo esta capita
de etéreos recuerdos mudos
de nuestro pasado común,
para mandarte un besito,
que encienda de nuevo la luz,
del negro desván del olvido".

Tu amigo, falso sobrino y frustrado nieto político, Carlitos, el de la Susi.