Te escribiré

Te hablo desde muy lejos, para reprocharte tu actitud. Tú me has declarado la guerra, no lo niegues, tú lo has querido así. Tú me has hecho callar, tú me has tapado la boca, alegando que en mi había una cerrazón inexplicable. Tú has anulado mis razones, agregándolas de antemano al cubo de la basura, y te has cebado conmigo. No admites mi olor natural ni el uso que hago del mando a distancia, te molestan mis comentarios intrascendentes, mis reflexiones políticas, mis opiniones morales e incluso las sugerencias que se me ocurren de pronto para dar salida a un hecho que se impone de repente. No soportas que pregunte para aclarar lo que dices y te irrita en ocasiones que hable alto o que hable bajo. Tienes algo contra mí. Algo actúa en el tono de mi voz, en la tensión muscular de mis risas, en el rumor de mis ronquidos o en el ruído que hago al comer que te repele, que te hace actuar con rabia y con mala leche. Nada de lo que sale de mi tiene interés para ti, no te importan ninguna de mis experiencias. Me desprecias. Se diría que segregas una hormona cuyo fin es combatirme. Yo no sé de qué manera te hice daño ni la idea que te has hecho de mi, pero si que estoy seguro de que lo que digo, lo que sé o simplemente mis olores o la sombra que proyecta mi figura en la pared se enfrenta con lo que eres y con lo que quieres y que, por eso, me has desterrado de tí y me has sentenciado al silencio. Pensar en intentar reconstruir los puentes que has destruido, pedirte una reconciliación o una cita en territorio neutral para cambiar impresiones y sembrar la concordia es simplemente ridículo. Todo eso, ahora, son estrategias vanas, destinadas al fracaso, porque tú ya has tomado la decisión definitiva, porque tú ya no me quieres.
Me voy. Contigo no hay nada que hacer. Me voy para que sepas que no soporto que me trates de esa forma, pero también para decirte que yo te sigo queriendo y que te seguiré escribiendo cada noche para seguir a tu lado y para romper el silencio.

Moisés

Moisés, salvado de las aguas: Para intentar el milagro que me arroja al ancho Nilo de internet.

Agustín

Después de una corta pero grave enfermedad, me enterraron en la tumba de mis antepasados en presencia de un número reducido de amigos y familiares; lo normal en el caso de una persona como yo de escasa vida social y alejada de las alharacas del éxito. De todo eso me enteré mirando desde arriba la sucesión de los hechos, y es que desde el primer momento mi alma de pecador fue recibida en el cielo. Aquello fue una sorpresa para mi, porque yo nunca había creído en las cosas de la fe y porque, aunque yo no estuviera convencido de mi maldad esencial ni hubiera arrastrado hasta la muerte ningún pecado terrible, sí que era perfectamente consciente de que algunos defectos malévolos estaban tan grabados en mi personalidad que habrían debido impedirme el acceso a ese club tan restringido de almas blancas y brillantes que se ubica en las alturas. Sin embargo, al parecer, el juicio de los difuntos salió perfecto, de manera que la sentencia, para mí, fue de lo más benevolente.
Sobre una algodonosa nube, en el comité de recepción del paraíso había un santo barbado y vestido de blanco. Hacia él me dirigí con el atrevimiento y la inconsciencia que casi siempre me habían caracterizado:
-San Pedro, supongo...
-¿San Pedro?-dijo- ¿no ve usted que llevo un libro aquí en la mano y que no se me ven las llaves por ningún lado.
-Perdone, lo siento mucho, entonces usted será...- y dejé la frase así en suspenso para no meter la pata nuevamente.
-San Agustín, señor mío, San Agustín; el santo que lo ha salvado. Gracias a mi intercesión está usted aquí, caballero. 
-Ah, lo siento, usted disculpe, se lo agradezco infinito.
Lo miré bien a los ojos para entender bien el sentido de lo que me estaba diciendo. Intentando saber más añadí esta media pregunta:
-¿Cómo puedo demostrarle...?
-No hay nada especial que hacer. Basta con ser de verdad- dijo.
-Agustín, perdone usted que prescinda del san del santo, no es fácil hacerse cargo. Si le voy a ser sincero le diré que no nunca creí en el más allá y que nunca pensé que estas cosas pudiesen hacerse algún día realidad.
-¿Realidad? ¿De qué habla usted? Se encuentra usted en el cielo, un lugar sin tiempo y sin espacio. Este lugar es algo más que real. Es esencial.
Ya empezamos, pensé, la típica disquisición.
-Caballero, dese cuenta de que ahora es usted tan sólo espíritu y de que todo lo que produce su mente es tan claro para todos nosotros como el color amarillo del limón, de manera que le aconsejo que abandone esa actitud crítica que es propia de su pensamiento y se vaya acostumbrando a los coros celestiales que cantamos a la gloria del altísimo.
-Lo siento, lo siento mucho, pero no es fácil... Espero que usted me comprenda...
-Lo comprendo, Don Carlos. Aquí tenemos toda la experiencia del mundo. Nosotros lo sabemos todo.
-Ya, ya... Pero yo vengo de donde vengo y sigo siendo un ignorante. Ni siquiera sé si estoy de verdad aquí y si merezco toda esta amabilidad.
-Poco a poco, caballero. Pregunte si quiere saber.
Me puse a reflexionar, flotando sobre la nube:
-Ya que está en tan buena disposición, Agustín dígame, por favor: ¿Qué es lo que usted ha hecho por mi? ¿Qué es lo que debo agradecerle?
-Pues verá, yo hablé por usted en el juicio. Después de que usted murió a todos nos parecía que la suya era un alma vulgar, que usted era un hombre gris, una persona mediocre sin especial relevancia, más cobarde que valiente y más vago que trabajador, un individuo soso y despistado que no había pretendido casi nada verdaderamente importante en el tiempo que le había sido concedido y que había pasado sin más a mejor vida. Sin embargo, para mí, había algo que usted había cuidado especialmente. Me refiero a las obritas que usted publicaba en internet.
-¿Se refiere usted a mi blog? ¿Al blog "De letras adentro"?
-Sí, exactamente.
-Entonces era usted mi lector, el único que me leía.
-Sí, era yo. Como usted debe saber, yo también fuí pecador y luego intenté ser escritor. Por eso sé de la vida y de lo que cuestan las letras y me siento capaz de valorar un trabajo como el suyo en el que destaca la verdad sin vanidad de lo que se cuenta, el ritmo de su prosa y de sus octosílabos y el ingenio de algunas de sus entradas. Por eso yo lo elegí.
-Joder, qué gusto me da.
-Vamos, vamos, cuide un poco su lenguaje, que no está usted en la tierra, y venga conmigo a hablar. No es fácil aquí encontrar alguien con quien discutir, y para mi, que soy un filósofo, un verdadero filósofo, eso es muy necesario. Por eso he intercedido por usted.
-Reconozco que me gusta mucho el debate y que he sido un poco más que plasta con los amigos de mi confianza, pero yo no sé si podré satisfacerlo.
-No, no se preocupe. Seguro que lo hará bien. Aquí en el cielo, después de tantos siglos de contemplación de la divinidad y gracias a la transparencia de nuestra esencia espiritual apenas hay nada que podamos discutir. Aquí estamos ya hartos del pensamiento único. Necesitamos sangre nueva, la aportación fresca y espontánea de la vida. Por eso está usted aquí, para romper con la inercia de mil siglos de cultura teocrática. Venga, haga el favor, empecemos ya: ¿Hacia dónde va la historia? ¿Qué opina usted del gobierno?

Y los sueños, sueños son

Soñé que estaba mirando un reportaje que trataba los problemas de salud relacionados con el sueño y que hablaba de los ronquidos, de las apneas, de la melatonina, de la hipersomnia diurna y del insomnio. Tenía un gran interés lo que decía del registro poligráfico, de la prótesis de avance mandibular, de la C.E.P.A. y de las distintas fases de sueño... El caso es que, sin querer, me fui quedando dormido y empecé a soñar que, en un momento dado, me enfocaban todas las cámaras y entraban dentro de mí, y que al terminarse el programa yo me dejaba llevar y contaba el contenido de mi sueño.

Erase una vez en el África

Nuestra historia comienza en la negra y mágica noche del centro de la sabana. Allí mismo una joven e inexperta leona acaba de dar a luz. El momento, que pudo estar lleno de amor y de esperanza, está sin embargo roto por uno de los comunes fracasos de la naturaleza. En efecto, la camada que esperaba el gran felino había nacido muerta y ahora su protagonista se sentía sola y exhausta. Tumbada bajo los inclementes pinchos de una acacia, le duele menos la herida en su vientre que el vacío de su alma. Allí está llorando sin tregua. Después se levanta del suelo, huele los húmedos restos, lame los cuerpecillos de sus cachorros sin vida y lanza un rugido a la noche que expresa su inmenso dolor. Luego camina ligero, huyendo de las hienas y de los buitres, que ya debían de estar oliendo su presa, e intentando poner tierra de por medio y alejarse del desgarro que estaba haciendo añicos su corazón.
Pasados cinco minutos, sus patas se toparon con el cuerpo tumbado de un herbívoro adulto muerto y aún tibio. Era una hembra de ñu que acababa de sufrir un proceso semejante al suyo a menos de doscientos pasos. Como el sitio del que venía, el lugar se encontraba salpicado de los húmedos restos de la placenta de una hembra, pero entre ellos había también una sorpresa inesperada. En efecto, ajeno al peligro inminente y absolutamente desamparado, un ñu recién nacido se debatía aún pringoso, abriendo sus patitas traseras, intentando conservar la vertical. La leona empujó a la cría con su morro bigotudo y siguió todavía unos pasos en la dirección del río. El hambre no la acechaba pero sí una sed enorme. Treinta pasos más allá, le sobrevino una flojera. Sus ojos se desenfocaron y un sudor frío brotó por todos sus poros, antes de caer a plomo sobre la hierba.
A la mañana siguiente, justo al salir el sol por los confines del mundo, la leona despertó en medio del girigay frenético de la sabana. Poco a poco sus sentidos le informaron de todo lo que sucedía a su alrededor: El pequeño ñu chupaba como un poseso de sus pezones de madre y en la colina de al lado los buitres se peleaban, luchando por los mejores trozos de un banquete con dos núcleos. Ella se sentía de repente fuerte y lista para todo. ¿Por qué no jugar a ser madre? ¿Por qué rechazar al pequeño, si el bicho no le hacía mal? ¿Por qué no dejar que las cosas siguieran su curso? Ella era joven aún y seguía sin tener hambre. Un asunto diferente era la sed que ya la martirizaba, de modo que se levantó y tomó la dirección del río, mientras la cría, convencida de que ella era su auténtica madre, la seguía paso a paso con la graciosa torpeza de los bebés recién nacidos. 
Abrevaron tranquilos, aprovechando que no había cocodrilos en el agua, y después comenzaron a subir a la colina. Producían una imagen tan extraña que todos los animales se quedaban boquiabiertos. La leona se dejaba trajinar en sus pezones por el pequeño y además en ocasiones le lamía, orgullosa de aquel hijo que acababa de adoptar, mientras la cría la seguía a todas partes y, a su estilo, repetía lo que su madre decía.
La cosa duró por un tiempo; el tiempo que a la leona le llevó comprender que, en realidad, aquel ser no era el cachorro que los dioses le negaron y sí un exquisito alimento, el tiempo necesario para que el hambre excitase sus instintos de gran depredador y le llevase a lanzar un zarpazo sobre el pequeño bebé y a morderlo y desgarrarlo con sus afilados colmillos, mientras la cría gemía sin entender que su madre le hiciera pasar por aquello. La boca de la leona se llenó de sangre y el bebé ñu desapareció para siempre. Su vida fue sólo un suspiro, una sorprendente comedia que nada más empezar acabó en dura tragedia. Murió sólo, como todos morimos. Murió sin saber quién era. Lo mató su propia madre y luego fue devorada por una manada de hienas. Cuando llegaron los buitres tan sólo que quedaba de él un trozo de su pellejo, prendido en los duros pinchos de aguja de un matorral sin nombre, y sus dos pequeños cuernos. Murió sin saber de la vida. Nadie le pudo contar las poderosas razones que movían a su madre a devorarle o al menos un cuento infantil que lo guiase a las puertas de la muerte. Nadie se preocupó. Nadie lloró al animal ni nadie esperó que su alma ascendiese al cielo azul. Nadie enterró sus huesos ni imaginó un triste epitafio. Nadie salvo un muchacho que pasaba por allí y que a mi me lo contó. A muchos nos pareció que esta era una buena historia. Por eso os la estoy contando.