Frente a La Esfinge

Tan sólo tres horas después de que el médico le diera el resultado de los análisis, Eddy ya estaba rumbo a El Cairo en un avión de la TWA. Llegó al mediodía, con el tiempo suficiente para tomar posesión de la habitación de su hotel, para comer un mal sandwich y coger el autobús hacia la Esfinge. Desde la escalerilla de salida de la línea de transporte la vio por primera vez, mientras el sol se ponía.
-El cielo tiene el color de la sangre- pensó...
Eddy sentía la emoción de quien está cumpliendo sus sueños. Desde niño había acariciado la idea de estar allí, justo en el mismo sitio en donde Napoleón arengó a sus soldados. Ante aquella gran obra, con la pirámide de Kefrén al fondo, tenía la sensación de estar en el centro del centro del mundo, en el punto en el que el tiempo dio comienzo, en el foco en torno al cual la historia se reinventa.
-Mírala- pensó-, parece tallada en la misma piedra del desierto, inmóvil... Es como el gran centinela de la gran tumba del fondo. Es un léon silencioso con rostro de mujer. Es de piedra desgastada por la labor de la arena o por el Nilo invasor. Sin embargo en su gesto se percibe que está en paz con los estratos y con los vientos del cielo. Ese gesto que precede al de la Bicha de Balazote y a las sonrisas enigmáticas de los esposos etruscos y de la Mona Lisa: ¿Es un anuncio sin voz de la forma funeral de la pirámide? 
Cuando estuvo a cincuenta metros de la gran escultura sacó su cámara Cannon y comenzó a hacerle fotos. Dio una vuelta completa a su alrededor, buscando perspectivas nuevas, añadiendo realidad a un espacio imaginado tantas veces que ahora le parecía aún más ficticio que en sus sueños. Consiguió que unos turistas le sacasen tres retratos con su cara de turista satisfecho y sonriente bajo el rostro de la imagen que siempre había presentido. Después miró a su reloj y siguió el camino ciego del segundero infinito hasta el fin del blanco círculo, y luego se quedó quieto, agotado por el ajetreo de aquel día, sentado sobre una gran piedra, plantado en el suelo seco como un arbusto inservible, sin moverse para nada, con los ojos casi clavados en el centro de aquellas huecas pupilas que parece que están viendo el más allá.
Así, hasta que cayó la noche y se fueron los turistas y los guardas.
- Bien, ya estoy aquí, -dijo-. Pregunta, vamos, pregunta...
Una pregunta es sólo un pequeño rasguño en la piel de la verdad.
La Esfinge escuchó la demanda y siguió inmóvil, sin decir ni una palabra, una vez más.

Salto mortal

Rudolf "el mono", el mejor equilibrista de los años setenta, pagó muy caro su orgullo. Él nunca estuvo dispuesto a aceptar que en su profesión había alguien que le superaba, por eso, en la soledad de su granja de Alabama, luchó como un poseso para mantenerse en la cresta de la ola. 
Todo comenzó cuando conoció al equilibrista del Circo Clooney, un joven irlandés, llamado Adam, que, con una fiabilidad del ochenta por ciento, hacía un triple salto mortal con tirabuzón que parecía casi imposible. Durante meses practicó un salto semejante con doble tirabuzón, pero no consiguió más que una lesión lumbar que provocó su baja en el circo durante seis meses. Convaleció en un hospital privado, localizado en el estado de Nevada, de donde salió reforzado con una estrategia práctica que habría de conducirle, pensaba, a la consecución de su objetivo. El programa incluía un período de reforzamiento físico muy elaborado con todo tipo de ejercicios físicos, una dieta especial en la que se incluían esteroides para reforzar la masa muscular de las piernas, lo que aumentaría la potencia del impulso, y un apoyo psicológico externo con varias sesiones de hipnotismo.
El programa se cumplió de forma estricta porque hacerlo resultaba para él absolutamente prioritario.
Un año más tarde, Rudlpf se creyó ya en condiciones de intentar el salto con el que superaría a Adam, su rival. Lo anunció así al gran público en el Cronical de San Francisco: 
"El Circo Williams se complace en presentar el espectáculo más asombroso del mundo. En la última sesión de mañana domingo, Rudolf "el mono", el rey de los equilibristas, realizará un salto imposible, el triple salto mortal con doble tirabuzón. Acudan a presenciar este hecho histórico. Acudan a presenciar lo nunca visto. Entradas a la venta en las taquillas”. 
Aquel día Rudolf volvió a fracasar, pero esto no fue lo peor. Lo peor fue que, justo entonces, se enteró de que jamás lo lograría. En la caída, su cuello golpeó brutalmente contra el suelo y una vértebra cervical quedó seriamente afectada. Como consecuencia de ello, tuvo que dejar el circo, cobró el seguro de accidentes y se retiró a su granja de Alabama. En aquel lugar oscuro, a pesar de su impedimento físico, el equilibrista siguió persiguiendo su antiguo sueño. Aunque su cuello ya no giraba hacia la izquierda, aunque su cuerpo y su mente envejecían sin remedio, Rudolf siguió preparándose para el salto y siguió alimentando la esperanza de conseguirlo. Para demostrarlo programó un último intento. 
Así fue, en efecto. Sucedió casi diez años después y en esta ocasión sin ningún testigo que pudiera dar fe de lo sucedido. No hacía falta. Para entonces a Rudolf le daba exactamente lo mismo que se conocieran o no los resultados de su histórico ejercicio. De modo que intentó otra vez su triple salto mortal y tuvo éxito.

Mis héroes


De Carlos el mundo de ahora 
y los fuertes de la Gloria,
las pavanas del Infante 
o el ingenio de Quevedo 
diciendo que es coja la reina. 

La obra de Don José Luis, 
cuyo apellido es la rosa 
que busca su utilidad (*) 
conecta con Don Ramón 
y muchos de los astracanes. 

Sin conseguir en Madrid
el triunfo que han merecido
mis afanes,
yo prosigo mi camino,
Casado con el Olvido
y con los nombres más grandes.


(*)Rubén Darío: “Nacimiento de la col”. Diario la Tribuna (Buenos Aires) 1893.

SARdinero.


Dedicatoria

No lo puedo remediar, no lo soporto. Mi editor se empeña en presentar todos mis libros y yo voy recorriendo los ateneos de las capitales de provincia y siempre les cuento lo mismo: Que soy profesor de instituto, que soy hijo de Carver, de Borges, de Cortázar, de Calcedo y de Millás, y que me gustaría no aburrirles con mis cuentos... Luego viene lo peor, cuando se forma la fatídica cola de caras sonrientes y de enhorabuenas complacidas. Yo les pregunto su nombre e improviso unas frases de cariño y de agradecimiento, pero siempre estoy deseando terminar para no meter la pata, para no escribir nada inconveniente. Y es que me conozco, que sé que la pluma con frecuencia me enloquece y que, si la tengo en la mano, los límites entre realidad y ficción para mí desaparecen. A veces se me va mucho la olla, como cuando se me acercó aquel señor bajito y enjuto, de larguísima nariz aguileña y ridículos rizos sobre la frente... 
-¿Me lo dedica?- dijo, mostrando mi libro con esa extraña mueca que consiste en elevar ligeramente la comisura de sus labios.
Yo le devolví la sonrisa y le miré a los ojos para poder interpretar sus intenciones. Él seguía con la mueca, tan feliz.
-Soy un admirador suyo- añadió-. Su último libro, "Asuntos internos", tiene algo muy especial. Cada tarde, después de la siesta, a la hora del té, me leo un cuento. ¿Sabe? Yo creo en su capacidad, tengo mucha fe en usted... Si sigue así, llegará lejos...
Y entonces tuve una inspiración, esa musa insoportable que, si llega, no se puede reprimir, así que no esperé a que me dijera su nombre. Es más, ni siquiera se lo pregunté... Él seguía hablando, me decía cómo se llamaba para que lo pusiera, pero a mi ya no me importaba nada de lo que pudiera decirme... Así que dispuse la punta de la pluma sobre la segunda hoja del libro y escribí:
- "Fe o té, esa es la cuestión"- y firmé con un garabato, cerré el libro y se lo entregué. 
Él, que estaba frente a mi y que no podía haber leído la críptica inscripción manuscrita, se despidió con cortesía y se apartó como dos metros, pero entonces abrió el libro y leyó el mensaje. Así que se detuvo, volvió sobre sus pasos, se puso delante de las tres mujeres que quedaban en la cola, cortó la cubierta y la hoja de la dedicatoria y, ante todos los presentes, las rompió en mil pedacitos y regó el suelo con ellas.
-¿Lo ve usted? A mi también me gusta jugar con las palabras- dijo.