Las cerillas

Son muchas
hermanas gemelas,
achuchándose en el marco
  de su caja de cartón.  
Están soñando en silencio. 
 Son puritanas sin brazos 
y sin manos y sin dedos,
y son mensajeras del cielo
 de la luz y del color. 
No se tocan
entre ellas,
pero conocen
que un roce
 encenderá 
sus cabezas
y que el destino
 común 
de ser una flor
 de fuego 
habrá de llevar
a la llama,
siguiendo
su cuerpo
 recto, 
de la cabeza
a los pies.
Desean
quemarse
 pronto,
 brillar
 un segundo 
en la noche
y que sus 
 restos 
negruzcos
 reposen 
con todo
 derecho 
en el edén
de las cosas 
que han 
 cumplido 
su función.
 Esperan 
 la mano 
 firme 
que abre 
 la caja 
 y saca, 
 y prende 
en el lateral 
 y esperan 
 la paz 
 tranquila 
 del cenicero 
 final. 
 Ras, 
ras,ras. 
 Ras, 
ras, ras. 

El reloj y el libro

Me vino a ver tu sobrina para entregarme un mensaje. Querías romper nuestro vínculo. Ese vínculo de amor y de silencio que ambos aceptamos y que habíamos cumplido a rajatabla. Te aseguro que fue tanta mi sorpresa y mi dolor que le entregué mi reloj convencido de que así se terminaba para siempre este juego interminable de cariño y larga ausencia. Ahora estoy arrepentido. El reloj que tú me diste lo he llevado en mi bolsillo todo el tiempo como pago de un tributo a tus promesas. En él ha vivido tu rostro los últimos cuarenta años sin dejar de contemplarme y de contar. Ayer te llamé y tú te mostraste receptiva, así que concertamos una cita para hoy. Te confieso que estoy muy preocupado. Nos jugamos el papel de lo que fuimos en un desenlace final parco y definitivo que no tenemos ensayado. Después del tiempo pasado dejamos de ser quienes éramos. Somos personas distintas. Apenas quedan ya rastros difuminados de lo que nos pasó en nuestra frágil memoria. La historia la hemos cambiado de tanto pensar en ella. ¿Qué podemos esperar que nos suceda? ¿Renacerá la magia antigua o nos comportaremos como desconocidos? ¿Nos dará por repasar nuestro pasado? No, no podremos. Los recuerdos son andrajos, imágenes deformes y descoloridas. No es posible soslayar el paso del tiempo. Sin embargo, sí que podemos leer. ¿No te acuerdas del poema que nos hizo coincidir en la sala de lectura de la vieja biblioteca? En las hojas de papel todo es permanente. Es por eso que te traigo este regalo. Frente al reloj que me diste, frente a la memoria engañosa, las palabras escritas te prometen algo fijo: Una trama, sembrada de símbolos, y unas voces verosímiles. Lo escribí para intentar imaginar esa vida que, cobardes, rechazamos. Lo escribí para que un día lo leyeras y sintieras el calor de la nostalgia. Si consigo que te sientas concernida, al final habré triunfado.

Mi sino

No atino a ser un fulano. No soy un gitano enano, ni un tibetano chino, ni un gusano con kimono, ni un veneno veneciano ni un colombiano zaino. No pesan en mi destino ni el pleno de mi gobierno, ni ese vino riojano que tanto me gusta probar, ni mis alumnos mirando, ni el tono abaritonado que pone mi hermano al cantar. Camino ensayando un himno que cante el aire soprano, corriendo por el intestino. Soy un humano mohíno, un anciano pucelano, un huno hispano genuino, un romano provinciano y un alumno cervantino que intenta aflorar arcanos, aunque sea por el ano y en invierno. Me importa un comino el bochorno. Ahí va todo lo que tengo.

Narciso

Le dijo el joven Narciso a su cura confesor:
-¿Qué importa el placer que sientas al contemplarte desnudo ante el espejo o al contarlo en un papel y publicarlo en los medios?¿Qué importa si ese placer conduce a tu vientre al éxtasis? ¿Por qué es un pecado gozar? ¿Qué importa la dimensión de ese placer tan íntimo?
El cura guardó silencio.

Un profeta

El mismo día en el que se iba celebrar el sorteo de Navidad del año 1989, en la noche del veinte al veintiuno de diciembre, soñé que tocaba un premio gordo en una administración de lotería del centro de mi ciudad. Apenas media hora más tarde, agitado por la presunta revelación de lo que el futuro podría depararme, pasé por delante del lugar que había soñado y pensé en que, si aquello hubiera sucedido veinticuatro horas antes, bien podría haber comprado un décimo. Después, una hora más tarde, al volver a casa por el recorrido inverso, me encontré con un gran cartel en el escaparate de la administración de lotería que informaba de que había caído allí el segundo premio. Aquello me dio mucho que pensar. ¿Podrían estar surgiendo unas dotes de adivinador que hasta entonces me habían pasado inadvertidas? ¿Tenía yo madera de profeta? Tras una reflexión superficial, convencido de la imposibilidad de llegar a una conclusión definitiva, decidí dejar el asunto entre interrogaciones, fomentar una duda razonable en la que el sueño podría haber sido tan sólo un producto de la calenturienta imaginación del duermevela y reforzar la idea de que la memoria es un arma traicionera que tiene la mala costumbre de cambiar la forma o la sucesión de los acontecimientos para llegar de ese modo a la conclusión que más nos interesa. 
Al año siguiente volví a soñar que me tocaba la lotería de Navidad, pero en esta ocasión el sueño permitía la inversión de mis ahorros en la ruleta de la suerte, porque esta vez la revelación se había producido una semana antes del sorteo e incluía una bolera imprecisa como centro de distribución de participaciones. Aquel curso, yo me estrenaba como profesor de Historia en un Instituto de provincia y visitaba diariamente un bar con ese nombre. La bolera era un local pequeño, situado en los bajos de un bloque de pisos reciente, que había abierto el mes anterior y que estaba prácticamente vacío la mayor parte del día, pero a mí me gustaba el café de su máquina italiana y la charla animada de su camarero. No resultará extraño, por lo tanto, que yo pensase que mi sueño apuntaba exactamente hacia este sitio.
El proceso de la compra de las participaciones fue algo complicado. En diciembre de aquel año, todavía no me habían pagado el primer sueldo, y los ingresos que esperaba obtener de un día para otro me habían acostumbrado a vivir del crédito, de manera que, limitado por una cuenta corriente próxima a los números rojos y cegado por la avaricia de una inversión que se me antojaba segura, tuve que apañármelas para pedir algún dinero prestado e invertir cinco mil pesetas de las de entonces en aquella extraña bolera. Lo hice y salí tan campante, esperanzado, mientras el camarero se frotaba las manos por detrás del mostrador. 
Cometí también la imprudencia de contarle la historia a mi hermano, el prestamista, y al director del instituto, de manera que el primero me encargó que una parte de mi compra se hiciera en su nombre, mientras el segundo y algunos de mis compañeros, siguiendo mi ejemplo y aprovechándose del sentido de mi sueño, adquirieron lotería en la bolera, que multiplicó en aquellos días su muy escasa clientela. 
El día del gran sorteo, la expectación para mí fue mucho mayor que en los años anteriores. Los millones del premio y mi propia credibilidad estaban en juego.
-“La suerte está echada”- pensé, convencido de que el éxito culminaría la aventura del sorteo. Sin embargo, no fue así. A medida que los niños de San Ildefonso cantaban los premios, la decepción fue creciendo. El resultado fue desolador. ¿Qué se podía hacer para minimizar la derrota? Me sentí acogotado por el destino, imaginé la cara de perdonavidas que pondrían mis compañeros al verme y lo que estarían comentando de mí, y concluí que acababa de caer en el más espantoso de los ridículos. Estaba a punto de asumir la posibilidad de pedir una baja por depresión, cuando sonó mi teléfono. Descolgué el auricular y escuché la voz de mi hermano mayor: 
-Dígame. 
-¿Ya te has enterado? 
-¿De qué? ¿De que no nos ha tocado la lotería? 
-De eso, justamente, pero al revés, porque sí que nos ha tocado. 
-No, no ha tocado nada. 
-Te equivocas, déjame que te cuente. Verás, ya sé que tu número no ha salido pero yo he improvisado un poco- me dijo con voz serena y cierto aire teatral... Tras una pausa muy suya y ralentizando artificialmente el ritmo de su pronunciación para darle un tono trascendente, añadió: 
-No sé si sabes que los domingos vamos Rosa y yo a una bolera, pues bien, teniendo en cuenta lo tuyo, además de lo que te encargué, he comprado allí unas participaciones y me han tocado veinte mil pesetas. 
-¿Veinte mil? ¿Una pedrea? 
-Eso es, ¿no está mal, no? Venga, anímate, hermanito, que ya lo celebraremos. 
En efecto, al mes siguiente, después del Niño, lo celebramos. Con el tiempo, yo también lo he celebrado muchas veces. Es de lo más normal, porque gracias a aquello y al cursillo de control de los sueños que realicé aquel verano, descubrí mis dotes de profeta y hoy en día tengo un curriculum que para sí lo quisieran la mayor parte de los falsos magos que proliferan por las televisiones. Soy un vulgar adivino, ciertamente. Echo cartas, leo rayas en las palmas de las manos y averiguo el porvenir. Soy un hombre concienzudo y no hablo sin pensar en lo que digo y sin hacer un trabajo que someta a la razón el porvenir. Investigo con mayor avidez que los científicos para saber del futuro y sé que lo tengo crudo, pero acierto muchas veces, porque no confundo lo que pasa con mis deseos y mis fobias, porque preciso en lo posible el contenido de lo que se me pregunta y porque someto a una cuidadosa autocrítica todas y cada una de mis conclusiones. Mis amigos dicen que lo veo venir.