Sin moverse

En aquellos lejanos años sesenta, las chicas se juntaban a las seis, cuando salían del colegio de las monjas, situado junto al río, y jugaban a la comba a las puertas de mi casa hasta las siete o siete y media. Venían vestidas con un uniforme de faldita príncipe de gales y jersey verde, y yo escuchaba sus canciones y el ruido que hacía la cuerda, repicando sin cesar sobre la acera, mientras intentaba a toda prisa acabar con los deberes para conseguir el visto bueno de mi madre y poder así llegar a tiempo de ver los dibujos animados. Entre ellas, casi siempre, estaba Elsa, una chica encantadora que saltaba como nadie aquí debajo. Su afición, al parecer, iba mucho más allá del propio juego, porque en muchas ocasiones aparecía con aquella cuerda corta con sus mangos de madera y empezaba aquella danza colosal sin moverse del lugar en donde estaba. Mi madre también la miraba y decía que, salvando las distancias, era como Manolete, porque su acción primorosa se clavaba en un lugar del que a pesar de los saltos apenas se movía. Yo tan sólo hablé con ella en un baile matinal de discoteca. Fue un momento deseado muchas veces, porque ambos nos hacíamos algún tilín, aunque todo pasó sin pena ni gloria. Ella, no sé por qué, me dijo entonces que su objetivo en la vida era seguir en su sitio, mantenerse imperturbable frente a todos los que intentaban manipularnos y permanecer siempre en el bien y en la defensa de lo correcto. 
Cuando tiraron las chabolas del callejón, Elsa se marchó con su familia a un piso de protección oficial de un barrio lejano y gris. Supongo que para ella aquello fue muy doloroso. Sus amigas me contaron que estudió en el I.N.E.F., que se afilió en la transición al partido socialista y que trabajó como profesora de gimnasia en un instituto de provincias. 
Anteayer me la encontré dando un paseo por la orilla del río. Fue como una aparición: Una señora jubilada, dando saltos a la comba sin moverse del lugar en donde estaba.
-¿Eres Elsa?- le dije.
Y ella me reconoció al instante y luego me sonrió. Me contó que, aunque la vida te modela de tal modo que destila tus mejores virtudes y que oculta tus mayores defectos, ella seguía siendo la misma; que los tiernos ideales que un día me confesó seguían, grabados en oro, sobre su único altar, y que por eso, precisamente por eso, ahora vivía sola y no votaba ya al partido.