El señor Pachi y la señora Balbina

El señor Pachi y la señora Balbina son dos nombres de mi más remota infancia. Vivían en Vitoria y fueron amigos de mis padres, cuando ellos eran jóvenes. Eran señores mayores, aunque aún no habían llegado a ser como mis abuelos. Me imagino que se conocieron en algunas vacaciones de aquel tiempo en blanco y negro, cuando a los vascos se les tenía por nobles y cumplidores, cuando la hospitalidad a los forasteros era una obligación que exigía corresponder a la recíproca, cuando se trataba con respeto a la gente con más años y nunca se dejaban pasar las navidades sin enviar a su escueta dirección un mensaje de año nuevo. Lo cierto es que se hicieron amigos y que eran buena gente. Yo apenas guardo de ellos poco más que el recuerdo musical de la ciudad de Vitoria siguiendo a la banda alegre que cantaba la copla de Madelón y una foto en la que se les identifica por su nombre. Sólo sé que no tenían descendencia y que un día desaparecieron, cuando supimos de sus muertes sucesivas, por un comentario sucinto y respetuoso al empezar la comida, sentados en torno a la mesa.
Hoy en día, cuando yo ya he alcanzado la edad que ellos representaban en mi memoria de niño, cuando ya no tengo a nadie a quien preguntar por su historia, me encuentro ante su recuerdo lo mismo que un viejo arqueólogo, perdido entre tantas ruinas. Su tiempo pasó de golpe y su rastro lo tiene el olvido, cosido a sus entretelas. Aquel tiempo ya marchito se esfumó entre las estrellas. Aquel tiempo se degrada cada vez que la memoria lo deforma para adaptarlo al presente. De aquel tiempo solo quedan documentos: escritos de autores conscientes, películas en blanco y negro, contratos con firma ilegible, las leyes que se cumplieron y crímenes y amores ciegos, que cuentan su historia muda a pesar de ya estar muertos. Su tiempo no volverá. Por eso escribo estas líneas y dejo que corra a mi lado su recuerdo.