El discurso

Hace casi cinco años, Raul nos congregó a los amigos en su finca, a las afueras de Valladolid, para una fiesta campestre que venía a repetir, ahora con nuestras mujeres, la que cuarenta años antes habíamos celebrado allí. Al acabar el ágape, algunos quisieron tomar la palabra para recordar en voz alta el pasado o para echar en falta a los ausentes. Yo no quise arriesgarme a pasarme de la raya o a no llegar lo suficiente y me limité a escuchar con atención los parlamentos.
Hoy me he despertado reprochándome el silencio. Me he puesto en pie y he dicho:
"Encontrar las palabras justas, las que expresan el contenido de la vida y dan sentido a todo, las pastillas necesarias que pueden curar el mal del tiempo, es difícil para alguien que no está muy acostumbrado a hablar en serio de las cosas del cariño y del corazón, de las cosas que nos emocionan y nos avergüenzan. Hablar de las verdades cultivadas largamente o de las mentiras que se mantienen contra viento y marea como un patrimonio común e intransferible suele ser una obligación que se adoba con ingenio y buen humor en momentos como éstos, pero yo no tengo chispa, nunca supe rematar el juego de nuestras conversaciones con el golpe del atrevimiento ni con el látigo de la sabiduría. Cuando hablábamos antaño, mi papel era el del vulgar centrocampista que elaboraba los temas, los dejaba desbrozados y brindaba a los demás su contenido para que alguien se luciese por la banda o diese el pase de la muerte. Por eso, yo ahora no debo ocupar posiciones que no me corresponden, no debo insistir en lo que ya sabemos, no debo escarbar en el pasado, no debo buscar el sentido a lo que pasó ni intentar modificar nuestra memoria con aportaciones de dudosa verosimilitud. Dejemos estar las cosas tal y cómo fueron contadas y sigamos recordando, respetando en cada cual el lugar que cada cual se ha trabajado.
Somos historias largas, recuerdos marchitos ya, que se hunden en el lago del olvido. Éramos un grupo compacto, una panda de cabrones solidaria en ocasiones, un equipo que quedaba a tomar vinos y a beberse los cubatas en los sitios de costumbre. Eramos nuestra juventud, un olor y un paisaje conocido, inconscientes chicos y chicas que querían enamorarse pero no sabían cómo ni de quien. Lo hicimos como pudimos. Pagamos muchos gintonics y los errores de bulto del escaso fundamento de nuestros proyectos. Hoy aquello ya pasó. Nos apreciamos. Intentamos mantener los lazos que el tiempo cruzó, los hilos que un día la parca cortará, y nos seguimos contando la historia de aquello que no hemos vivido juntos para decirnos muy claro que todo sigue igual entre nosotros. Sin embargo, no es así. Ahora somos ya viejos y el tiempo que queda atrás nos pesa bastante más que el que queda por delante. Ahora ya no nos interesa ningún secreto de entonces. Queremos un poco de paz. Unas risas y palabras de cariño. Cultivamos el apoyo de las viejas coaliciones y guardamos como gatos panzarriba nuestra honra. Por eso no hay nada que hablar. Por eso no hay nada que añadir a lo que ya sabemos de sobra.
Entonces, me diréis, ¿para qué hablo? ¿Qué pretendo levantando la voz para hacerme oír por una vez ante vosotros como si fuera quien nunca he sido? Pues en realidad no pretendo nada, sólo tomo la palabra por tomarla, para hacerme más visible, para adquirir más peso y estima y para dejar un residuo en esta mesa que diga que estuve aquí y que seguimos estando vivos, espero que por muchos años. Navegando todavía y con amigos. Un abrazo". 

Un nuevo Ulises

Delante de mis alumnos, acababa de escucharle que los libros que teníamos delante y vendía aquella organización de beneficencia eran libros viejos. Hablaba con una sonrisa de conmiseración, sin manifestar el menor respeto por el pasado, e imaginé que al hablar de esos conjuntos encuadernados de letra impresa se refería a unos trastos molestos que esperaban su último retiro en un asilo barato justo antes de morir, pensé que estaba aludiendo a unos objetos decrépitos, rellenos de arrugas profundas o de desgastadas hojas amarillas y atacados ya por la humedad y los insectos. 
-¿Cuanto quieres por este libro?- pregunté, señalando una vieja edición de la Odisea.
-Lo que te parezca- dijo.
Saqué de mi bolso la cartera y dejé tres euros en la mesa:
-Los libros son algo extraño. Los libros no tienen edad ni un paisaje definido entre sus letras, pero saben hacernos viajar. Los libros renacen en nuestras mentes y acaban por recibir nuestra sangre y nuestros sueños y, por eso, son tan jóvenes o tan viejos como lo somos nosotros, sus lectores.
De inmediato abrí el libro y comencé a leer la historia que Homero imaginó hace siglos y volví a ser Ulises. Un Ulises con más años, un Ulises que conoce las palabras del relato que los siglos han dejado pero quiere ir más allá porque sabe que sus viejas experiencias son la fuente que rellena de sentido lo que mira, el filtro que expande o limita la comunicación con los otros, la fuerza que integra o rechaza los mensajes de la cruda realidad.
Y entonces la magia de Circe, la ternura de Telémaco, la fidelidad de Penélope o la rabia de Polifemo lograron hacerse un pequeño hueco en nuestras mentes y volvieron a circular entre nosotros.