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Todo nada

Me han publicado un libro de aforismos. Su título es “Todo nada”. Son chispas de pensamiento a las que llamo ”Redichos”. De ellos quisiera decirte tres cosas:
La primera es que cada línea es un pensamiento distinto. Los “Redichos” son destellos libres e independientes, reflexiones juguetonas que buscan sentidos ocultos en un universo caótico. Cuando los leas, hazlos tuyos. No busques contradicciones ni pretendas encontrar la coherencia discursiva de un cuento o de una novela. Acepta lo que te sirve o te convence. Necesito de tu experiencia, porque es tu mente la que entiende cada frase libremente, la que abre o cierra la puerta. Así que, por favor, acoge en tu cabeza lo que sigue. Aspiro a ser comedido. Se trata tan sólo de hablar y de dejar testimonio. De entenderme y de ayudar a que te entiendas. Para eso ordeno los distintos temas en capítulos, en lugares donde a veces las ideas reverberan y pueden parecer sistemáticas, aunque no lo son ni lo pretenden. De modo que sigue leyendo, escucha este frágil sonido y deja que el viento lo mueva y llegue volando hasta ti: “Tú eres mi única clave”.
La segunda cosa que quiero decirte es que algunos de mis “Redichos” parten de los refranes, de los dichos. Como en ellos, mi saber es experiencia, el saber de las batallas que el abuelo cuenta al nieto o el conocimiento que da la decepción y el fracaso. Mi saber viene de oído, de la libre apropiación de lo que anda suelto por ahí. Por eso, los dichos me atraen, al igual que los slogans o los títulos. Ellos introducen frases claras y tajantes que se columpian en el ritmo o en la rima para reforzar su eficacia, ellos imponen su ley porque están en nuestras mentes. Son como toros muy bravos que te animan a salir a torearlos, a añadir o a quitar letras y a separar sus sonidos para variar su sentido. Son como primos o tíos, gente de confianza, nuestra lengua familiar, la verdad de nuestra herencia.
En tercer lugar, quisiera hablarte de mi trabajo. Mis redichos padecen del humor e insensatez de mi yo más habitual o de la seriedad transcendente que exhibo en mis días malos. A veces soy sólo un yo, triste o alegre, cuerdo o enloquecido, convencido o asombrado, y a veces intento ser tú, una máscara cualquiera o cualquier cosa ocurrente. Quiero decir con esto, que intento contar, nada más. Escribo por necesidad, para decir que aquí estoy, que por mi respira la historia y el saber común del tiempo. Por eso rebusco en mi mente, en el polvo o la basura restos de cualquier sucedido e intento narrar lo que siento. A las palabras las trato como si fueran personas. Las presento o las enfrento e imagino sus tratos y sus juegos o el disfraz con que se visten ante el espejo de los palíndromos o ante la magia del calambur. Después viene el filtro del sentido, pues no olvido esa absurda aspiración de lo real de emerger tras lo que cuento, de modo que minimizo las sinestesias y la irracionalidad surreal, uso imágenes y tropos para presentar el ser al mito y trato de dar trascendencia a lo que es simple, natural, desorganizado o trivial. Intento ser franco, sencillo y directo, pero, además, muchas veces, exprimo a las palabras para reforzar su carácter o añadir ambigüedad a la expresión. Luego apunto, sintetizo, clasifico, perfilo, combino, corrijo y, al final, selecciono, mientras evito, si puedo, las digresiones ociosas. Me ocupo también del brillo y la limpieza, añadiendo ritmo y rima o poniendo de mi lado a la ironía y al ingenio sin marcar el territorio con oscuros lenguajes gremiales y sin abusar de la queja o de la trascendencia insufrible del sabiondo. Para acabar, finalmente, yo diría que, además, intento buscar tu sonrisa. Por lo tanto, te lo ruego, entiende lo que te digo y valora el humor, por favor. Prefiero una parida fácil a las poéticas frases cuyos verbos y adjetivos concuerdan con el sustantivo sin conocerse siquiera.
Si alguien quiere ojearlo, sostenerlo, adquirirlo, e incluso apropiarse de él igual que en la tradición oral de los refranes y dichos, podrá encontrarlo en las librerías Gil de Santander o Delibros de Torrelavega, y también solicitarlo, después de especificar el título: "Todo nada", el autor: "Carlos Rodríguez Mayo", la editorial: "Libros del Aire" y el ISBN: 978-84-12624S-4-0. Nada más. Recuerda que, en esta rayuela, no hay orden preestablecido. Consulta el índice antes, empieza por donde quieras y salta sobre el raso suelo con la mayor libertad. Un saludo. Espero que lo disfrutes y que nunca te tropieces.

Eres mi viva estampa

En mi rostro se enfrentaron desde niña los rasgos de mis padres. Mi abuela decía que yo era un calco de mamá. Recuerdo que me contaron muchas veces la historia de aquel antojo que salía en el centro de la espalda de las mujeres de mi familia y que luego desaparecía como un signo que perdiese con el tiempo su valor. Me acuerdo también de los comentarios de las visitas acerca de la forma semejante de nuestros rasgos o sobre el color de nuestro pelo. Yo entonces quería ser como mi madre. Admiraba su dulzura y su inteligencia y jugaba a disfrazarme con sus vestidos o a calzar sus inmensos zapatos y arrastrarlos por su dormitorio ante el espejo. Luego la fui conociendo mejor. Con los años descubrí que era una mujer vencida, sometida a su marido, y no tardé en ponerme de su lado. Frente al poder de papá, fuimos cómplices. Aún recuerdo con qué riesgo encubría mis salidas nocturnas o su habilidad para quitar importancia a mis suspensos. Bajo su magisterio, aprendí a intuir su pensamiento o a bajar la mirada ante mi padre, a tener el don de la oportunidad o a plantear la mejor estrategia para conseguir cada objetivo. Me modeló tan a su estilo y yo colaboré tanto con ella que pensé que era posible ser su doble. Sin embargo, ahora caigo en la cuenta de mi error y lo lamento. Aunque acerté en la alianza, me equivoqué de enemigo. A pesar de que entonces aún no había heredado sus alergias, a pesar de que mi nariz no había recibido todavía la orden de combarse siguiendo su modelo, tenía que haber comprendido que yo también tenía los genes de papá. Debería haber previsto que en mi cara surgiría esa misma expresión amenazante que exhibía en los tensos silencios y que acabaría por desafiarle a un combate en el que mis ojos atravesarían su máscara de hierro y lo someterían con sus mismas armas. Desde entonces él ya nunca me mira con desprecio, pero a mí, la verdad, no me hace feliz esta victoria. Preferiría seguir siendo como ella. Siempre quise ser como mi madre.

La creación

 La mujer, 

que en su vientre crea la vida 

con la vara del varón, 

a la luz la empuja luego,

con dolor,

en el acto de nacer.

La paleta femenina

Estoy haciendo un dibujo

en el que salgo en el centro

y aparecen a mi lado mis tías y mis abuelas.

Encima de cada una 

pondré su nombre

en mayúsculas.


Si los nombres de la gente son vestidos diferentes,

cada nombre le hace juego a algún color.

En mi nombre y el de Blanca el asunto es evidente 

porque Aurora significa también Alba,

aunque el rosa es más bonito, para mí.

A abucarmen la pondré de color carne

y de negro a mi mamá, a Lala y a tía Denise.

A abuleo, Lily y Cuca las haré mejor de rojo

y el azul se lo reservo a Cuqui y a Beatriz.

Dejo sin rellenar a dos figuras sin nombre

por si acaso me he olvidado de pintar 

alguna mujer importante.

Tal vez pinte al sol dorado

y a algún pájaro volando

sobre el mar.


Mamá dice que es precioso.

Por la tarde, 

cuando acabe,

les envío a todas ellas

un watsapp.

 ¨:_:¨ 

Let it be

Ya han pasado seis años desde que escribí, en este mismo blog, un pequeño artículo que giraba en torno a mi experiencia como seguidor de Cat Stevens. Hoy he vuelto a leerlo. Quería experimentar otra vez el eterno retorno, la paralización del tiempo, suspendido en el plástico del disco. Me hacía falta porque hoy me he levantado pensando en que el "Let it be" cumplía 50 años y eso ha desatado la nostalgia. Madre mía. Cuántas veces ha sonado en mi salón orientado hacia la pantalla de la tele y hacia los bafles del equipo. Madre mía. Toda una vida, segundo a segundo, hora a hora, día día, año a año. Cincuenta tacos completos, oyendo cómo se ponen en marcha las guitarras del "Get back", con su ritmo machacón. Aquello era una infantil petición de cariño, una plomiza pero verdadera murga adolescente. Vuelve, decía, vuelve conmigo. Qué jóvenes éramos entonces. Ellos, igual que nosotros, eran entonces chicos. Con sus pelos y los gritos de las fans, no eran modelos de vida. No eran como había que ser, pero eran verdaderos. Y de eso nos dimos cuenta y se lo hemos reconocido. Todas sus melodías han sido auténticos compañeros de fatigas, amigos fieles que se han dejado oír cada vez que lo hemos necesitado, mostrándonos el largo camino. Recuerdo el concierto que dio en Gijón, hace ya más de diez años, Paul MacCartney. En él introdujo el "The long and winding road", después de citar con cariño a su amigo John. Desde entonces, cuando pongo este elepé, pienso en Lennon, a quien alguien mató en Nueva York el día siguiente al de mi boda y tal vez al mismo tiempo en el que yo conducía el 124 blanco de mi padre, de viaje de novios, camino de Andalucía. Ahora me pasa eso. He puesto otra vez el disco, y me viene a la cabeza el ambiente de aquel día del último verano, cuando se oía en mi casa, en Santander, el "Across the universe" y yo recorría lentamente mi pasillo, mientras mis hijos hablaban de la comida y del plan de aquella tarde. Unos estaban tumbados sobre las dos camas abiertas y otros estaban sentados. Arrullado por el ritmo de paseo de la canción de los Beatles, me pareció que que mi cuerpo era una nave espacial, una masa silenciosa que buscaba su camino entre las estrellas. El sol entraba a raudales. Las sábanas repetían el blanco de la pintura. Los dejé decir sus cosas y seguí hasta la cocina. Allí se encontraba Carmen, brillando entre los azulejos. Confieso que, sin saber cómo ni por qué, en aquel preciso instante sentí que todo cuadraba, que si algo le daba sentido a todo lo sucedido estaba allí ante mis ojos, y me sentí muy feliz.

Caín y Abel

Pesa más el interés que la proximidad de la sangre. Eso es lo que se deduce de la historia de Caín y Abel tal y cómo nos la contaron. Sin embargo, todo hay que decirlo, la verdad es algo más complicada, porque el honor familiar influye de forma mayor y porque las cosas, en realidad, no son ni blancas ni negras y siempre tienden al gris.
En efecto, de todos es conocido que Caín era ganadero y Abel agricultor, y que se comportaron como buenos hermanos, salvo en el asunto violento que nos contaron de niños, cuando su distinto interés en torno al control de la tierra se interpuso entre ellos. Después de múltiples discusiones, amenazas e incluso insultos, los dos jóvenes adultos se enfrentaron en una pelea noble en la que Abel se llevó la mejor parte. Humillado Caín por la derrota, buscó la venganza un día que armado con una quijada bajó del monte hacia el valle para desquitarse. El ataque le pilló desprevenido al hermano agricultor. Su sorpresa fue tan grande que salió despavorido de una forma tan cobarde que todos sus descendientes prefirieron contar la historia en forma de asesinato que nunca se cometió. Los cainitas, por su parte, obviaron el primer enfrentamiento y cuentan tan sólo el final, liberando a su antecesor del estigma de la muerte y subrayando lo magnánimo del que permite la fuga de su oponente. Ambas versiones son parciales, además, porque ignoran el hecho de que, años después, los dos hermanos decidieron tolerar sus actividades y se reconciliaron.

Pandémica escritura

Estoy mortalmente aburrido. Por esta maldita peste, me levanto cada día y repito mi rutina. Sigo un camino trillado, relleno de acciones útiles para aguantar la cuarentena. Es así. Como, duermo, recorro el pasillo cien veces, hablo por el teléfono, atiendo mensajes del móvil y veo la televisión. Además, suelo leer alguna cosa, por las tardes, y al anochecer escribo en mi diario. En él pongo mis recuerdos, el cabreo o el placer que sentí en algún momento, las reflexiones vulgares de un hombre vulgar como yo. Nada importante, lo sé. El mañana y el ayer se parecen tanto al hoy que es difícil aportar nada importante, pero no se trata de eso. Se trata de publicar la herencia que recibí y de editar los conjuros que usaba en mi juventud. Se trata de volver a contar, de remover la mochila y de ver por dónde salgo. Por eso me embarco en esto y brotan en mí las palabras. Se diría que de pronto me ha hecho efecto un elixir que tomé hace muchos años. Necesito contar algo, cuando la pluma se mueve y empieza a manchar el papel.

Cambio de identidad

Después de treinta años de matrimonio, aquel día dejé de ser yo. En la cocina, me encontré con ella:
-¿Qué pasa? – le dije.
Y fue la primera vez que ambos pensamos lo mismo.

Erase una vez en el África

Nuestra historia comienza en la negra y mágica noche del centro de la sabana. Allí mismo una joven e inexperta leona acaba de dar a luz. El momento, que pudo estar lleno de amor y de esperanza, está sin embargo roto por uno de los comunes fracasos de la naturaleza. En efecto, la camada que esperaba el gran felino había nacido muerta y ahora su protagonista se sentía sola y exhausta. Tumbada bajo los inclementes pinchos de una acacia, le duele menos la herida en su vientre que el vacío de su alma. Allí está llorando sin tregua. Después se levanta del suelo, huele los húmedos restos, lame los cuerpecillos de sus cachorros sin vida y lanza un rugido a la noche que expresa su inmenso dolor. Luego camina ligero, huyendo de las hienas y de los buitres, que ya debían de estar oliendo su presa, e intentando poner tierra de por medio y alejarse del desgarro que estaba haciendo añicos su corazón.
Pasados cinco minutos, sus patas se toparon con el cuerpo tumbado de un herbívoro adulto muerto y aún tibio. Era una hembra de ñu que acababa de sufrir un proceso semejante al suyo a menos de doscientos pasos. Como el sitio del que venía, el lugar se encontraba salpicado de los húmedos restos de la placenta de una hembra, pero entre ellos había también una sorpresa inesperada. En efecto, ajeno al peligro inminente y absolutamente desamparado, un ñu recién nacido se debatía aún pringoso, abriendo sus patitas traseras, intentando conservar la vertical. La leona empujó a la cría con su morro bigotudo y siguió todavía unos pasos en la dirección del río. El hambre no la acechaba pero sí una sed enorme. Treinta pasos más allá, le sobrevino una flojera. Sus ojos se desenfocaron y un sudor frío brotó por todos sus poros, antes de caer a plomo sobre la hierba.
A la mañana siguiente, justo al salir el sol por los confines del mundo, la leona despertó en medio del girigay frenético de la sabana. Poco a poco sus sentidos le informaron de todo lo que sucedía a su alrededor: El pequeño ñu chupaba como un poseso de sus pezones de madre y en la colina de al lado los buitres se peleaban, luchando por los mejores trozos de un banquete con dos núcleos. Ella se sentía de repente fuerte y lista para todo. ¿Por qué no jugar a ser madre? ¿Por qué rechazar al pequeño, si el bicho no le hacía mal? ¿Por qué no dejar que las cosas siguieran su curso? Ella era joven aún y seguía sin tener hambre. Un asunto diferente era la sed que ya la martirizaba, de modo que se levantó y tomó la dirección del río, mientras la cría, convencida de que ella era su auténtica madre, la seguía paso a paso con la graciosa torpeza de los bebés recién nacidos. 
Abrevaron tranquilos, aprovechando que no había cocodrilos en el agua, y después comenzaron a subir a la colina. Producían una imagen tan extraña que todos los animales se quedaban boquiabiertos. La leona se dejaba trajinar en sus pezones por el pequeño y además en ocasiones le lamía, orgullosa de aquel hijo que acababa de adoptar, mientras la cría la seguía a todas partes y, a su estilo, repetía lo que su madre decía.
La cosa duró por un tiempo; el tiempo que a la leona le llevó comprender que, en realidad, aquel ser no era el cachorro que los dioses le negaron y sí un exquisito alimento, el tiempo necesario para que el hambre excitase sus instintos de gran depredador y le llevase a lanzar un zarpazo sobre el pequeño bebé y a morderlo y desgarrarlo con sus afilados colmillos, mientras la cría gemía sin entender que su madre le hiciera pasar por aquello. La boca de la leona se llenó de sangre y el bebé ñu desapareció para siempre. Su vida fue sólo un suspiro, una sorprendente comedia que nada más empezar acabó en dura tragedia. Murió sólo, como todos morimos. Murió sin saber quién era. Lo mató su propia madre y luego fue devorada por una manada de hienas. Cuando llegaron los buitres tan sólo que quedaba de él un trozo de su pellejo, prendido en los duros pinchos de aguja de un matorral sin nombre, y sus dos pequeños cuernos. Murió sin saber de la vida. Nadie le pudo contar las poderosas razones que movían a su madre a devorarle o al menos un cuento infantil que lo guiase a las puertas de la muerte. Nadie se preocupó. Nadie lloró al animal ni nadie esperó que su alma ascendiese al cielo azul. Nadie enterró sus huesos ni imaginó un triste epitafio. Nadie salvo un muchacho que pasaba por allí y que a mi me lo contó. A muchos nos pareció que esta era una buena historia. Por eso os la estoy contando.

Coco

Coco Martín era el nombre que mis dos hijos, de siete y cuatro años por entonces, eligieron para el pequeño canario que nos había regalado nuestro amigo Carlos en Reinosa. Era un pajarito totalmente amarillo. Solo sus ojos negros, negros, y sus patas rosa claro escapaban del color de sol brillante de sus plumas, aunque su rasgo más reconocido era que cantaba y cantaba con tal fuerza que hubo que tomar la penosa decisión de tapar la jaula por las noches con un paño absolutamente opaco para evitar que al amanecer despertara a todo el vecindario.
Mis hijos, que deseaban tener alguna mascota con la que jugar y encariñarse, sabiendo que sus dos padres se oponían, concentraron toda su atención en el lindo pajarito que tanto se hacía notar. Ambos ayudaban a sus padres a limpiar bien la jaula y a rellenar de agua y de alpiste cada dos días los depósitos correspondientes y se comportaban con el animalito con toda familiaridad, hablando con él, incluso, como si fuera un querido y volador último hermano.
El pájaro se fue criando bien, sin ningún problema relevante, saltando entre las dos barras de trapecista de su jaula, hasta que en las vacaciones de Navidad del año en el que el muro de Berlín se hizo añicos se  planteó la necesidad de transportarlo con toda la familia a Valladolid, pensando en que los doce días que se planeaban fuera de Reinosa eran demasiado tiempo para dejarlo solo en casa. Así se hizo, pero el viaje resultó fatal para la limitada capacidad de adaptación del pequeño canario. En efecto, ya fuera a causa del mareo al que fue sometido en el asiento trasero de nuestro R5 o fuera por los efectos nocivos del clima y la presión de la Meseta, Coco Martín apareció espatarrado sobre la placa metálica que servía de base a la jaula. Mis hijos, naturalmente, se preocuparon de inmediato y pidieron una intervención resolutiva a sus padres y abuelos. Sin embargo, contra la muerte nada se podía hacer, de manera que los adultos se ocuparon de consolar a los niños, repartiendo aún más cariño y tratando de educarles en la idea de la muerte. Fue al abuelo Víctor a quien se le ocurrió realizar un simulacro de entierro para así poner punto final a una tragedia que amenazaba con prolongarse indefinidamente entre lágrimas y abrazos. No hizo falta discurrir mucho para aprobar la idea y para organizar una comitiva, compuesta por las tres generaciones sucesivas, que pasó el puente sobre el Pisuerga a la busca de un espacio ajardinado, en la Huerta del Rey, en donde enterrar a Coco.
Tras cavar un hueco en el suelo con una azada pequeña, lo pusimos en el hoyo, lo cubrimos con un trozo de hierba y le hablamos por última vez:
-Te queríamos mucho Coco ¡qué precioso eras!
-Coco, bonito, te vamos a echar de menos.
Hoy, treinta años después, paso por delante del lugar en donde Coco debería seguir reposando y me acuerdo de mi padre y de mi amigo Carlos. Los dos se han muerto ya, y ahora, como entonces, vuelve a ser Navidad.

Acaba conmigo ya

Ya
sabes que no maldigo
la fuerza de mis instintos
 y sabes que estoy perdido,
\\                                 cautivo de tus encantos,                                //
\\;;............................. en el centro de la red. .............................;;//
Yo no soy protagonista,
yo soy tan solo un varón
 que está cercano a la muerte. 
Tú no estás apresurada.
 Prudente y desconfiada,
\\                                 compruebas que estoy atrapado                                   //
\\;;..................................... y giras en torno a mí. .....................................;;//
Yo sé que mi suerte está echada.
Te presiento en el bramido del terremoto continuo
del piso por donde discurren nuestros pasos
y te sigo hipnotizado por el diapasón del placer.
Te pido que no prolongues tu negra mirada asesina,
         \\             que dejes que entre en tu cuerpo y que acabes cuanto antes          //        
\\;;...................................... este coito criminal ........................................;;//
 y tú me dejas encima y empiezas el baile nupcial. 
Abrázame, por favor, copula con tu inmensa masa
libera el instinto animal que circula por tus venas,
  \\                           disfruta del toque sensual de mis antenas,                            //    
\\;;................................  y aplástame para siempre. .................................;;// 
El miedo me paraliza.
Asumo el destino fatal.
Me quiero morir en tu vientre.
Acaba conmigo ya.

Parking

Mientras leía la crítica de Popper al historicismo, me quedé profundamente dormido.
En el sueño que de pronto se proyectaba en mi mente, yo había descubierto un hueco en un aparcamiento gratuito en el interior de la manzana de la casa en donde vivió mi abuelo con la suerte de esos días en los que el sol parece que ha salido especialmente para ti. Cuando a la media hora yo regresaba para recoger mi vehículo había ya un jubilado haciendo guardia en el estrecho acceso.
Como yo llevaba ya las llaves en la mano, el viejo, sentado al volante, me preguntó tuteándome:
-¿Sales?
-Sí, estoy aparcado ahí mismo.
-Con el precio del aparcamiento, merece la pena esperar- comentó.
Yo asentí y avancé hasta mi coche, con la sensación tramposa de aquel que se va de un sitio sin pagar. Luego me introduje en el asiento, arranqué y salí de allí. Al cruzarme con el hombre que esperaba, me dio por pensar en que yo no era igual que él y en que necesitaba decírselo:
-¿Sabe? Este edificio lo construyó mi abuelo y yo nací aquí mismo- le dije.
Y él se me quedó mirando inexpresivo, justo antes de meterse en el espacio que yo dejaba libre.
Nada más salir de aquel parking, que era también un residuo de la vida de mi estirpe, salí también de mi sueño y me topé otra vez, semidesnudo, frente al muro del osado historicismo.

La despedida

A mi padre le gustaba despedirnos en la calle.
En el tiempo que tardábamos en bajar hasta el garaje,
en llenar el maletero y en salir,
 él llamaba a otro ascensor 
y se iba caminando
desde el portal a la esquina.
Desde allí nos despedía.
-Adiós, abuelito, adiós-
 le gritaban los niños en el coche, 
 y su estampa se quedaba allí pegada 
reduciéndose al tamaño de una hormiga
 a medida que avanzábamos rodando 
 por la recta que conduce a la autovía. 
 Aquel giro de su mano lo echo en falta 
cada vez que el coche emerge por la rampa
y su imagen sonriente ya no está. 

Un mayo de carne y hueso

Hoy me he visto en el espejo al levantarme y he pensado que, en pijama, soy la viva imagen de mi abuelo. Contemplo su foto en el álbum y me vuelvo a sorprender. Qué mirada tan intensa. Esa brillante calva, esos ojos enterrados en las carnosas arrugas, las largas mejillas colgantes de sabueso y la voluminosa papada que se abomba y se repliega para insertarse en el cuello... Él fue un hombre de carácter, un antiguo concejal de Izquierda Republicana que sufrió atentados falangistas en el año treinta y seis, la cárcel durante la guerra y los campos de concentración del sur de Francia, antes de volver a casa, en el cuarenta, arruinado por el régimen de Franco. Sin embargo fue capaz de levantarse y de sacar adelante a su familia a pesar de seguir siendo un apestado, el único superviviente en treinta años de la antigua democracia en su ciudad. Además, le dio tiempo a contemplar en la tele en blanco y negro la muerte infame del dictador, a conocer en persona al joven Felipe González en un mitin del P.S.O.E. y a votar en las primeras elecciones generales. Murió el día en que se votaba en las municipales y en familia lamentamos que el proyecto imaginado de visitar el ayuntamiento y entregar al alcalde democrático de la naciente monarquía su digna y cansada carga de legitimidad republicana nunca pudo hacerse efectivo.
Recuerdo que, en los años sesenta, en la época en que yo le visitaba con mis padres los domingos, tuvo un problema médico extraño y de mucho interés, al menos para el que suscribe. Fue una especie de colmillo que brotó como un volcán en el centro de su viejo paladar. El dolor que padeció fue tan intenso que pensó que aquello era el principio del fin, pero él no era un hombre sin recursos. Buscó ayuda, recorrió la consulta de cien médicos y acabó por extirpárselo y un día nos lo enseñó:
-¿Lo veis? Creía que era un demonio, pero al parecer era tan sólo una herencia algo tardía.
Yo le pregunté por si lo iba a guardar bajo la almohada para ver qué le traía el ratoncito.
-¿El ratoncito?
-Sí, el ratoncito Pérez...
Y, enseñando bajo el labio mis pequeños incisivos, separados cual menhires en el campo de mi encía, añadí:
-El diente que a ti te sobra, a mi me falta.
Le hizo gracia mi ocurrencia y me dijo que algún día aquel mal diente acabaría por ser mío, porque él lo dejaría establecido ante notario.
Ahora lo tengo aquí. El canino palatino de mi abuelo compensaba el incisivo que nunca jamás brotaría en la boca de su nieto. Por eso, ahora que estoy de nuevo ante el espejo y me miro a los ojos fijamente, le recuerdo como era: un anciano alto y derecho, un mayo de carne y hueso. Sus antiguos cromosomas descansan en paz conmigo y conducen en la nave que hoy piloto su mensaje hacia el futuro.

Los muertos en Tepoztlán

Cuando el viento se levanta, las telarañas ondean como banderas de muerte. En los huecos del adobe de las tapias de la calle que baja hasta el cementerio, las arañas nos recuerdan a las parcas, que tejen y tejen trampas y que cortan al final el hilo que nos condena.
-Si vibra la trampa tejida es como si llamases al aldabón de una puerta. Mira cómo sale el bicho- dijo Rafa.
Ana vio cómo el joven adelantaba su mano hasta tocar la telaraña y cómo asomaban las enormes patas:
-¡Déjalas quietas, por favor! 
Ana se había apartado horrorizada, pero Rafa tiró de ella y la apretó contra él. La muchacha cedió un poco para seguir en contacto, pero giró su cabeza para impedir que él la besara.
-Vamos, que se nos hace tarde. Anda, vete sacando la cámara. Tenemos que filmar la fiesta- cortó Ana.
El joven se quitó la mochila de la espalda y le fue dando el material, empezando por la cámara. 
-¿Tienes preparado el micrófono?- preguntó Ana.
-No te preocupes eso es pan comido.
La chica fijó su atención en el rumor que venía del cementerio.
-Oye- le dijo -me encantan esos mariachis. ¿Te imaginas la película? Un sonido que se va concretando poco a poco, un sonido que se hace más claro a medida que el paisaje va saliendo del polvo o de la niebla.
-Sí- contestó -eso está chido. Espera, que pongo en marcha la grabadora.
Rafa preparó sus aparatos y avanzó con el micrófono delante, como un cazador de sonidos en el centro de un safari. Ana le seguía con la cámara colgada, con los objetivos apropiados instalados y con el trípode bajo el brazo. Los ecos de la música se mezclaban con el guirigay de los puestos de flores y con el ruido de sus pasos ligeros.
Al pasar bajo el arco de la entrada del cementerio, Rafa interrumpió la grabación y comentó el espectáculo:
-¿Qué te parece? ¿No te lo había dicho? ¡A que merece la pena!
La noche estaba cayendo y las luces de las bombillas reforzaba los colores amarillos de las flores. Ana estaba fascinada. Tenía allí delante a todo el pueblo: los viejos y los adultos hablaban animadamente. Los niños jugueteaban, saltando sobre las tumbas y se oían las canciones superpuestas de la fiesta.
-Esto es mi México- añadió Rafa -un territorio mestizo. El país que debe al tuyo su lengua y su magro estado, y también los curas viejos que hicieron su independencia. Un lugar donde la vida vale poco y en donde la muerte está presente en casi todo.
Ana extendió su brazo para dejar el trípode en las manos del joven y se llevó a los ojos la cámara para ensayar los encuadres.
-¡Es formidable! La vida y la muerte juntas, compitiendo. ¿Crees que nos dejaran hacerlo?
-Sí, no creo que se opongan. A los mejicanos nos encanta salir por la tele.
A su izquierda, un hombre con su guitarra cantaba "Cachito mío" y Rafa le comentó a su amiga y compañera de fatigas:
-Para la gente rica hay mariachis grandes con cinco o seis miembros, pero también los hay de dos o de uno para los pobres.
Ana, sin embargo, estaba más interesada en la familia de la tumba de la derecha, que había empezado ya la cena. El puchero con mole caliente olía mejor que un perfume.
-Oye Rafa- dijo Ana -pregúntales si hay algún problema en que les filme.
Rafa se acercó a los mayores, que se encontraban sentados sobre la losa de la tumba, y Ana vio cómo sonreían ante la plática de su amigo. Apenas tardó un minuto. El muchacho hizo un gesto inequívoco, levantando el dedo gordo en la distancia, y Ana comenzó un largo plano que penetraba en el grupo. Luego el objetivo giró en horizontal persiguiendo un primer plano de los rostros.
-Mi hermano Tomás se murió hace tres años estuvo luchando un mes entero, pero al final claudicó-dijo el que parecía más anciano-. Mientras vivió fue mi hermano. Apenas nos encontrábamos en navidad y el día de los muertitos, pero desde que se murió no hay un día en que no piense en él.
-Yo lo entiendo- dijo Rafa - mi padre también está muerto.
-A mi hermano le gustaba mucho el mole y hoy lo hemos hecho a su salud, ¿quieren ustedes probarlo?- añadió el viejo.
Como el hambre no faltaba y los pesos no eran muchos en sus bolsillos de pobre, los dos jóvenes aceptaron la invitación. Se sentaron en la tumba, justo al lado del anciano, intentando con sus gestos dar señales de respeto y de sincero agradecimiento. Sin embargo, la comida estaba picante y Ana no pudo evitar resoplar.
-Vaya, se ha enchilado- dijo entonces el anciano-. Lo mejor es beber leche. Dadle un vaso.
Un chiquillo rebuscó en una bolsa verde, sacó la botella blanca y rellenó un vaso de plástico. La joven bebió a tragos cortos.
-Ana es española y no está acostumbrada al picante- dijo Rafa.
-¿Española?
-De Santander, en el norte.
La chica, que empezaba a lamentarse de no haber besado a Rafa, dejó ahora que su mente volase hacia su patria lejana. Echaba de menos aquello. Dos enormes lágrimas bajaron por sus mejillas y añadió:
-Cuando mi padre falleció, yo ya estaba de este lado del Atlántico, así que no pude despedirme.
-De mi padre apenas me acuerdo. La última vez que lo vi yo tenía solamente cinco años- dijo Rafa.
-Morirse es lo más natural. Lo que es raro es estar vivo- terció el anciano justo al tiempo en el que el mariachi de la tumba de al lado entonaba desafiante el estribillo de: "Y volver, volver, volver..."
El sonido de este canto sirvió entonces para raptar la palabra del viejo. Parecía embelesado por el sentido que adquiría la letra en aquel contexto. Elevó su mirada cansada hacia la oscuridad de la noche y esperó como ausente. Cuando la música cesó, en su pecho se abrió paso un profundo suspiro. Después añadió:
-Ustedes son muy jóvenes y tienen toda la vida por delante. Nosotros, los viejos, somos otra cosa. Nosotros somos memoria y vivimos recordando a nuestros muertos, suavizando los contornos de sus faltas, perdonando sus ofensas o incluso insultándoles, y así los animamos un poco. Seguimos hablando de ellos, valorando el patrimonio que dejaron, visitando los paisajes o las casas que hace años compartimos y rememorando sus frases afortunadas o sus visibles torpezas hasta que al fin conseguimos que algunos nos hagan caso. No es necesario invocarlos por su nombre. Ellos ya no son seres humanos. Ellos son sólo fantasmas, almas huecas, transparentes, que en sus huras nos esperan como arañas al acecho de un extraño movimiento al exterior. Al final salen confusos, temerosos de los riesgos de la luz y nosotros no nos damos cuenta. Asoman su cabeza, nos miran un momento e, incapaces de saber si son ellos realmente, vuelven a meterse en sus guaridas, sin decir una palabra y sin llorar.

No es justo

Toño apareció de improviso por la puerta del salón, llorando con toda su rabia:
-¡Me ha pegado! ¡Me ha pegado!
Detrás venía Rhut:
-No es verdad, papá, no es verdad.
El padre levantó la mirada, ajeno a toda la historia. Tenía un engorroso examen en la mano y un argumento clave en la cabeza que había que verificar antes de que se esfumase.
-A ver, ¿qué demonios pasa?
-¡Me ha pegado! ¡Me ha pegado!
-No es verdad, ¡mentiroso!
El padre empezó el interrogatorio, intentando poner calma en medio de la excitación y haciendo ostensible su mirada escrutadora, ese intenso dardo de la verdad que sólo servía cuando hacía diana justo en el centro de las pupilas de cada uno de los niños.
-Dime, Toño, ¿por qué te ha pegado?
-Porque, porque...
-Qué no, papá, no le creas, que se lo inventa todo- le interrumpía Rhut cada vez que su hermano pequeño abría la boca.
Lo de siempre, pensó el padre, así no hay forma de aclararse.
-Sabéis lo que os digo, Ni una palabra más. Ahora mismo os vais de aquí. Cada uno a su habitación, luego hablaremos.
-Pero papá, yo no he hecho nada- retrucó la niña.
-No, no es justo- dijo Toño, que seguía llorando como una magdalena.
El padre suspendió su juicio un momento para escuchar el eco de esa última frase, la misma frase que él repetía de niño cuando su madre, que siempre lo hacía responsable de todos los conflictos, le castigaba.
-Justicia, ¿qué es eso? Una palabra, nada más. ¿Tú quieres ser justo? Entonces di la verdad ¿Qué es lo que ha pasado?
Pero antes de que los dos niños ordenasen sus ideas e intentaran explicarse, el padre se paró en seco. De pronto se dio cuenta de que cada vez estaba más lejos de saber qué sucedía. El tiempo corrompe el pasado porque la memoria, en realidad, es ya un cadáver. La verdad y la justicia son términos abstractos. Ideas de un éter lejano. Si seguía preguntando tan sólo contribuiría a dar pábulo a las varias justificaciones de cada uno. Además, este juego tenía siempre un perdedor: el muchacho que aún no usaba las palabras como un arma arrojadiza, el muchacho que a su edad aún no sabía que ésa era la única forma civilizada de atacar y defenderse. Por eso y porque la urgencia del examen demandaba toda su atención, el padre lanzó un suspiro, abrazó a los niños y reconoció su fracaso. 
-Lo siento. Se acabó. Ni una palabra más. Se acabó.

Juan II

A las puertas de la vejez, después de intentarlo año tras año, Isabel consiguió que en su vientre se instalase un nuevo ser. Entre los más allegados, pronto empezó a comentarse que aquel embarazo tardío daría a luz un varón que se llamaría Zacarías, como su padre. Por eso fue muy extraño que ella se plantase ante sus suegros:
-Si lo que está por llegar es un niño, se llamará Juan.
-¿Juan?
-Sí, Juan, como su padre.
Entonces todos miraron a Zacarías y Zacarías, en tono conciliador, dijo:
-Bueno, no importa. ¿John? ¿Juan? ¿Giovanni? Juan está bien. El niño será un seductor. De casta le viene al galgo. Así lo quiere Dios.

Los imanes

A las puertas
de un palacio blanco y frío,
están haciendo guardia los imanes.
Si mi nieta lanza el brazo y su manita
toca el gorro de la bella Nefertiti
o dispone sobre el puente de Rialto
la gran masa de la esfinge de Gizé,
yo la dejo que someta mis recuerdos
al gobierno autoritario del azar.
Veo el agua de una inmensa catarata
acercarse hasta el augusto Coliseo, 
y parece que el solemne Corcovado
le comenta, frente al mar, a la sirena
que el Empire State Building
tiene celos del sonido del Big Ben.
Ella ignora los sucesos de la historia,
las señales, el porqué y su geografía,
pero sabe que le presto mi memoria
y que basta con mezclar su contenido
en la plancha vertical de la cocina
 para hacer que lo que ha sido, 
en el juego del recuerdo y el olvido
sentido, poco a poco, al nuevo ser.
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Aurora llora que llora

     
 Aurora 
 no tiene 
 un mes  
                      
                      
 y sueña con la mujer 
 que viene por las mañanas 
   y le llama preciosona,     
  hasta que llegan las tres 
 y suena una triste sirena. 
                                          
 Siente su voz que acaricia 
   y se despierta de golpe,   
     porque le duele la vía,     
 que tiene en el brazo abierta, 
  y porque empieza la nana  
     que le canta cada día.      
                                          
 Después de jugar un poco 
   y de cambiarle el pañal,   
 la mujer se marcha a casa 
  y Aurora rompe a llorar:   
                                           
 "Te vas a curar muy pronto" 
    -le dice justo al final-    
     y Aurora llora que llora      
 en su tibia incubadora de cristal.