Todo nada
Eres mi viva estampa
En mi rostro se enfrentaron desde niña los rasgos de mis padres. Mi abuela decía que yo era un calco de mamá. Recuerdo que me contaron muchas veces la historia de aquel antojo que salía en el centro de la espalda de las mujeres de mi familia y que luego desaparecía como un signo que perdiese con el tiempo su valor. Me acuerdo también de los comentarios de las visitas acerca de la forma semejante de nuestros rasgos o sobre el color de nuestro pelo. Yo entonces quería ser como mi madre. Admiraba su dulzura y su inteligencia y jugaba a disfrazarme con sus vestidos o a calzar sus inmensos zapatos y arrastrarlos por su dormitorio ante el espejo. Luego la fui conociendo mejor. Con los años descubrí que era una mujer vencida, sometida a su marido, y no tardé en ponerme de su lado. Frente al poder de papá, fuimos cómplices. Aún recuerdo con qué riesgo encubría mis salidas nocturnas o su habilidad para quitar importancia a mis suspensos. Bajo su magisterio, aprendí a intuir su pensamiento o a bajar la mirada ante mi padre, a tener el don de la oportunidad o a plantear la mejor estrategia para conseguir cada objetivo. Me modeló tan a su estilo y yo colaboré tanto con ella que pensé que era posible ser su doble. Sin embargo, ahora caigo en la cuenta de mi error y lo lamento. Aunque acerté en la alianza, me equivoqué de enemigo. A pesar de que entonces aún no había heredado sus alergias, a pesar de que mi nariz no había recibido todavía la orden de combarse siguiendo su modelo, tenía que haber comprendido que yo también tenía los genes de papá. Debería haber previsto que en mi cara surgiría esa misma expresión amenazante que exhibía en los tensos silencios y que acabaría por desafiarle a un combate en el que mis ojos atravesarían su máscara de hierro y lo someterían con sus mismas armas. Desde entonces él ya nunca me mira con desprecio, pero a mí, la verdad, no me hace feliz esta victoria. Preferiría seguir siendo como ella. Siempre quise ser como mi madre.
La creación
La mujer,
que en su vientre crea la vida
con la vara del varón,
a la luz la empuja luego,
con dolor,
en el acto de nacer.
La paleta femenina
Estoy haciendo un dibujo
en el que salgo en el centro
y aparecen a mi lado mis tías y mis abuelas.
Encima de cada una
pondré su nombre
en mayúsculas.
Si los nombres de la gente son vestidos diferentes,
cada nombre le hace juego a algún color.
En mi nombre y el de Blanca el asunto es evidente
porque Aurora significa también Alba,
aunque el rosa es más bonito, para mí.
A abucarmen la pondré de color carne
y de negro a mi mamá, a Lala y a tía Denise.
A abuleo, Lily y Cuca las haré mejor de rojo
y el azul se lo reservo a Cuqui y a Beatriz.
Dejo sin rellenar a dos figuras sin nombre
por si acaso me he olvidado de pintar
alguna mujer importante.
Tal vez pinte al sol dorado
y a algún pájaro volando
sobre el mar.
Mamá dice que es precioso.
Por la tarde,
cuando acabe,
les envío a todas ellas
un watsapp.
¨:_:¨
Let it be
Caín y Abel
En efecto, de todos es conocido que Caín era ganadero y Abel agricultor, y que se comportaron como buenos hermanos, salvo en el asunto violento que nos contaron de niños, cuando su distinto interés en torno al control de la tierra se interpuso entre ellos. Después de múltiples discusiones, amenazas e incluso insultos, los dos jóvenes adultos se enfrentaron en una pelea noble en la que Abel se llevó la mejor parte. Humillado Caín por la derrota, buscó la venganza un día que armado con una quijada bajó del monte hacia el valle para desquitarse. El ataque le pilló desprevenido al hermano agricultor. Su sorpresa fue tan grande que salió despavorido de una forma tan cobarde que todos sus descendientes prefirieron contar la historia en forma de asesinato que nunca se cometió. Los cainitas, por su parte, obviaron el primer enfrentamiento y cuentan tan sólo el final, liberando a su antecesor del estigma de la muerte y subrayando lo magnánimo del que permite la fuga de su oponente. Ambas versiones son parciales, además, porque ignoran el hecho de que, años después, los dos hermanos decidieron tolerar sus actividades y se reconciliaron.
Pandémica escritura
Cambio de identidad
-¿Qué pasa? – le dije.
Erase una vez en el África
Coco
El pájaro se fue criando bien, sin ningún problema relevante, saltando entre las dos barras de trapecista de su jaula, hasta que en las vacaciones de Navidad del año en el que el muro de Berlín se hizo añicos se planteó la necesidad de transportarlo con toda la familia a Valladolid, pensando en que los doce días que se planeaban fuera de Reinosa eran demasiado tiempo para dejarlo solo en casa. Así se hizo, pero el viaje resultó fatal para la limitada capacidad de adaptación del pequeño canario. En efecto, ya fuera a causa del mareo al que fue sometido en el asiento trasero de nuestro R5 o fuera por los efectos nocivos del clima y la presión de la Meseta, Coco Martín apareció espatarrado sobre la placa metálica que servía de base a la jaula. Mis hijos, naturalmente, se preocuparon de inmediato y pidieron una intervención resolutiva a sus padres y abuelos. Sin embargo, contra la muerte nada se podía hacer, de manera que los adultos se ocuparon de consolar a los niños, repartiendo aún más cariño y tratando de educarles en la idea de la muerte. Fue al abuelo Víctor a quien se le ocurrió realizar un simulacro de entierro para así poner punto final a una tragedia que amenazaba con prolongarse indefinidamente entre lágrimas y abrazos. No hizo falta discurrir mucho para aprobar la idea y para organizar una comitiva, compuesta por las tres generaciones sucesivas, que pasó el puente sobre el Pisuerga a la busca de un espacio ajardinado, en la Huerta del Rey, en donde enterrar a Coco.
-Coco, bonito, te vamos a echar de menos.
Acaba conmigo ya
sabes que no maldigo
que está cercano a la muerte.
Yo sé que mi suerte está echada.
Te presiento en el bramido del terremoto continuo
del piso por donde discurren nuestros pasos
y tú me dejas encima y empiezas el baile nupcial.
Abrázame, por favor, copula con tu inmensa masa
Asumo el destino fatal.
Me quiero morir en tu vientre.
Parking
En el sueño que de pronto se proyectaba en mi mente, yo había descubierto un hueco en un aparcamiento gratuito en el interior de la manzana de la casa en donde vivió mi abuelo con la suerte de esos días en los que el sol parece que ha salido especialmente para ti. Cuando a la media hora yo regresaba para recoger mi vehículo había ya un jubilado haciendo guardia en el estrecho acceso.
Como yo llevaba ya las llaves en la mano, el viejo, sentado al volante, me preguntó tuteándome:
La despedida
en llenar el maletero y en salir,
y se iba caminando
desde el portal a la esquina.
Desde allí nos despedía.
-Adiós, abuelito, adiós-
reduciéndose al tamaño de una hormiga
a medida que avanzábamos rodando
por la recta que conduce a la autovía.
cada vez que el coche emerge por la rampa
y su imagen sonriente ya no está.
Un mayo de carne y hueso
Y, enseñando bajo el labio mis pequeños incisivos, separados cual menhires en el campo de mi encía, añadí:
-El diente que a ti te sobra, a mi me falta.
Los muertos en Tepoztlán
El sonido de este canto sirvió entonces para raptar la palabra del viejo. Parecía embelesado por el sentido que adquiría la letra en aquel contexto. Elevó su mirada cansada hacia la oscuridad de la noche y esperó como ausente. Cuando la música cesó, en su pecho se abrió paso un profundo suspiro. Después añadió:
No es justo
Lo de siempre, pensó el padre, así no hay forma de aclararse.
-Pero papá, yo no he hecho nada- retrucó la niña.
-Justicia, ¿qué es eso? Una palabra, nada más. ¿Tú quieres ser justo? Entonces di la verdad ¿Qué es lo que ha pasado?
Pero antes de que los dos niños ordenasen sus ideas e intentaran explicarse, el padre se paró en seco. De pronto se dio cuenta de que cada vez estaba más lejos de saber qué sucedía. El tiempo corrompe el pasado porque la memoria, en realidad, es ya un cadáver. La verdad y la justicia son términos abstractos. Ideas de un éter lejano. Si seguía preguntando tan sólo contribuiría a dar pábulo a las varias justificaciones de cada uno. Además, este juego tenía siempre un perdedor: el muchacho que aún no usaba las palabras como un arma arrojadiza, el muchacho que a su edad aún no sabía que ésa era la única forma civilizada de atacar y defenderse. Por eso y porque la urgencia del examen demandaba toda su atención, el padre lanzó un suspiro, abrazó a los niños y reconoció su fracaso.
-Lo siento. Se acabó. Ni una palabra más. Se acabó.
Juan II
Los imanes
Veo el agua de una inmensa catarata
acercarse hasta el augusto Coliseo,
tiene celos del sonido del Big Ben.
en la plancha vertical de la cocina
en el juego del recuerdo y el olvido
dé sentido, poco a poco, al nuevo ser.
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Aurora llora que llora
y le llama preciosona,
hasta que llegan las tres
y suena una triste sirena.
Siente su voz que acaricia
y se despierta de golpe,
y Aurora rompe a llorar:
y Aurora llora que llora