A las puertas de la muerte

Miro el reloj, el extraño laberinto de ese círculo cerrado sin final y sin principio. Me duele verlo avanzar, con ese ritmo inalterable, frío, metódico. Van a ser las doce. Todos me miran en silencio y con el rostro muy serio. Estoy en la silla fúnebre: las once y cincuenta y nueve. Me queda tan sólo un minuto. Cuando el tiempo es tan escaso, todo el mundo creer saber que hay mil cosas muy urgentes que reclaman tu atención. Sin embargo para mí, no existe cosa mejor que contar como un autómata. Contar hacia atrás lentamente, comenzando en el cincuenta y nueve, intentando ajustarme al ritmo de los segundos que nunca se recuperan. Paso por el cincuenta y luego por el cuarenta, y después llego a los treinta. Quiero saber en qué momento dejaré de existir. Quiero que no me pille por sorpresa. Así que contemplo el reloj con avidez y verifico el acierto relativo de los números que canto. Me gustaría estar corriendo por la playa. Me gustaría poder volver atrás. Me quedan veinte segundos. Podría lamentarme, llorar, intentar desahogarme. Todos lo entenderían, pero no serviría de nada, porque la cuenta atrás no se para. Quince segundos. ¿Qué diría mi madre si me viera? ¿Suplicaría un milagro del cielo? ¿Cómo hacer que los segundos se detengan? Diez. Diez... ¡Qué deprisa pasa el tiempo! El fin se acerca. Estoy a punto de marcharme. No sé si gritar o despedirme. No sé si podré llorar. ¡Cómo duelen estos últimos instantes! Ya sólo quedan cinco, cinco golpes diminutos. Quisiera pedir perdón y empezar otra vez. Adiós, les digo, acuérdense de mí. Dos, uno. Ahora viene la descarga.

El augurio

El augurio predecía que mi amor se marcharía y que yo la buscaría y al final la encontraría. Luego pasaron los años y el olvido fue escondiéndolo en su almacén más oscuro, hasta el día en que mi esposa se esfumó. Entonces recordé la profecía, lloré cascadas amargas y decidí ir en su busca con la sola compañía de una joven contratada a mí servicio. Fue una época difícil. Recorrí ciudades inmensas, los pueblos de los grandes valles de la China y de la India y los desiertos de Arabia, pero nunca di con ella. Al acabar el viaje, contemplando ya en mi rostro los surcos del paso del tiempo, a las puertas del hogar desvencijado por el dolor de la ausencia, mi joven acompañante me dijo que estaba segura de que al final, en sus ojos, leería la elegía del amor y que, por eso, a mi lado había estado todo el tiempo, mientras yo seguía buscando más allá.

El tragón

Ayer me comí la letra O. Mi cuerpo se volvió redondo y tosco y todo cambió:
Fue de repente. Que ¿qué fue? Pues verás. Sucede que desde ayer se me pierden ciertas letras en la lengua. Que pierde mi mente pie al hablar, al intentar decir cualquier palabra que incluya esa letra circular. Además, incapaz de negar, mi mente se expresa mal. Me persigue al expresar miles de ideas y me deja en muy mal lugar o me deja en un planeta gris y azul. Verdaderamente, ni mi tía ni mi abuela me entienden. Sí, es verdad, hay mentiras y verdades que sí que están, más hay miles de frases que parecen alas estáticas en el aire, lejanas plumas desgastadas que caen fuera de mi vista y desaparecenMe dicen que decir así es una aventura y que así es difícil vivir. ¡Ayayay! La nada se acerca a mí: ¿Qué mal terrible me acecha? ¿Qué me espera en esta vida? ¿Qué será de mí después?
Pues después me comí la letra I:
Esta letra mayúscula sabe a leche, huele a fresa y es azul y alargada... Es larga, larga y además vuela. Vuela hasta que se cae y se te clava y te duele. Duele rezar a la suerte, rezar a la naturaleza y velar la tumba cerrada. La negra muerte se te acerca y te cansas de rezar. Rezas y rezas hasta que te quedas muda, hasta que ella te deja exhausta y te mata lentamente.

Diana

Ana le preguntó: "¿Quién eres?"
La diosa le contestó: "Diana". 
-"¿Di Ana?"- dijo.
-"No. Di-a-na".
-"Pues eso, Ana, Ana, como yo". 
La diosa, contrariada, continuó repitiendo:
-"Diana, Diana, Diana..."
Pero Ana, que no soportaba el monopolio divino de algunos nombres propios, siguió con su estrategia:
-"¡Ah! ¡Diana! Ya la di. En el centro, exactamente, yo la di".

La metamorfósis del P.S.O.E.

El hecho incontrovertible de que en las tres últimas direcciones del partido no hubiera ningún obrero en su ejecutiva les condujo a la idea de que sería bueno prescindir de la O de sus siglas. Finalmente se aprobó por mayoría. 
Más tarde, la relación especial de alianza con los nacionalistas catalanes y vascos y el apoyo circunstancial a puntos de su estrategia independentista llevó a plantear que sería interesante prescindir de la E de España. No fue fácil, pero al final, también se aprobó.
Llegó un tiempo en el que la crisis de la socialdemocracia planteó que, tal vez, denominarse socialista quitaba votos. Socialista era un sustantivo muy duro y podría resultar interesante su posible sustitución por un término más ancho e inclusivo como era el de demócrata o el de progresista. Esos fueron los dos términos alternativos que se ofrecieron a la discusión de los militantes. Primero se aprobó por mayoría la eliminación de la S. Tras un corto debate en el que se expresaron los líderes, se llegó a la votación: La D salió derrotada y la P salió triunfante. "Demócratas", decían, "son los conservadores y los moderados de derecha. Gente de mal vivir como Reagan o la Tatcher son indiscutiblemente demócratas. En cambio los progresistas están del lado correcto. Son todos los que nos apoyan para llegar al poder. Con la P de progresista se puede ligar con Podemos, con Esquerrra y hasta con Bildu..." Desde entonces el partido de Largo Caballero, de Besteiro, de Iglesias y de Felipe pasó a denominarse P.P., Partido Progresista. 

Leonardo

El asunto empezó en París de una forma casual e inesperada al ponerse delante de la Gioconda. Aquella mirada enigmática capturó su pensamiento con la fuerza arrebatadora de un ciclón. Sabía que tenía ante él una imagen demasiado semejante a la que él lucía a diario como para no preocuparse de ella. Una imagen cuyo alto parecido iba mucho más allá de ese vago aire de familia que en ocasiones se aplica a los hermanos. Sin embargo aquel retrato encerraba en la expresión un no sé qué que chirriaba y le impedía identificarse plenamente. Determinó dialogar con aquel rostro, enfrentarse día y noche con aquella obra maestra y aprender de los mensajes que leía en su mirada. Así comenzó el gran proceso que habría de cambiarle la vida, la lenta transformación de su íntimo ser vulgar en un alma cultivada. Fue cambiando poco a poco a medida que el discípulo comprendía la razón de su modelo, a medida que su mente se fundía con la forma y con el fondo de aquel cuadro singular. 
Cuando vio que la mera contemplación de la reproducción a tamaño natural que había comprado en el museo resultaba insuficiente, lo primero que pensó fue en visitar la consulta de un cirujano plástico, pero pronto concluyó que sólo acudiría a este recurso en el caso de que en todo fracasase. Y es que una operación estética sólo podría cambiar aquello que más tenía a su favor, como era la semejanza de las líneas de los dos rostros, y no lo que de verdad necesitaba, que era un secreto componente interno, un concepto de su ser y su importancia que dotaba a la Monna Lisa de una vida y un sentido que él jamás había captado en su propia personalidad. Por lo tanto, fracasado ya el proyecto dependiente de la búsqueda casual y de la contemplación placentera, decidió concentrar toda su energía en aprender. "Saber para elegir y poder decidir correctamente". "Saber para ser mejor". Para eso se gastó una auténtica fortuna en academias especializadas en la expresión plástica del rostro y también en estudiar el secreto de aquel oleo, relleno de craqueladas cicatrices que tanto lo había seducido. Además, un trabajo minucioso y persistente intentó modelar la cara abotargada que sus padres le dejaron en herencia para transformarla poco a poco en la viva imagen del pequeño retrato de París. Fue una época compleja que sirvió para acceder a una fórmula particular de la belleza y para comprender su importancia y la riqueza de las consecuencias positivas que de ella se desprendían, una época en la que también fue entendiendo los secretos de las reglas del comportamiento de las gentes exquisitas del tiempo de Maricastaña. Perfeccionó sus habilidades en el uso de los mas variados maquillajes y pudo caer en la cuenta de que la razón, el equilibrio y la sobriedad son los consejeros valiosos del hombre prudente. con este arsenal de conocimientos, afrontó con valentía la batalla contra la desafiante verdad de los espejos y contra las luces y las cámaras de fotos, para culminar un buen día su titánico esfuerzo y comprobar que la acertada estrategia utilizada y su enorme dedicación habían sido premiados con el éxito. 
Para celebrarlo se hizo una fotografía que atesoró en el cajón de su mesa bajo llave. Esa fotografía sería la versión definitiva de su cara y la demostración del éxito de su proceso. La disfrutaba en silencio casi todos los días en su piso de La Latina, pero pronto se dio cuenta de que debía hacerla pública. Aquello valía demasiado y el tiempo no pasaba en valde. De modo que pidió hora en comisaría, alegó que su anterior documento se había extraviado, pagó una pequeña multa y solicitó incluir la expresión radiante del rostro de la foto en su propio carné de identidad. Lo consiguió sin problemas, aunque siempre lamentó que todo aquello no durase nada más que algunos años y que su éxito innegable y meritorio, caducase, de una forma aleatoria, en el año dos mil veinticuatro. 

Parking

Mientras leía la crítica de Popper al historicismo, me quedé profundamente dormido.
En el sueño que de pronto se proyectaba en mi mente, yo había descubierto un hueco en un aparcamiento gratuito en el interior de la manzana de la casa en donde vivió mi abuelo con la suerte de esos días en los que el sol parece que ha salido especialmente para ti. Cuando a la media hora yo regresaba para recoger mi vehículo había ya un jubilado haciendo guardia en el estrecho acceso.
Como yo llevaba ya las llaves en la mano, el viejo, sentado al volante, me preguntó tuteándome:
-¿Sales?
-Sí, estoy aparcado ahí mismo.
-Con el precio del aparcamiento, merece la pena esperar- comentó.
Yo asentí y avancé hasta mi coche, con la sensación tramposa de aquel que se va de un sitio sin pagar. Luego me introduje en el asiento, arranqué y salí de allí. Al cruzarme con el hombre que esperaba, me dio por pensar en que yo no era igual que él y en que necesitaba decírselo:
-¿Sabe? Este edificio lo construyó mi abuelo y yo nací aquí mismo- le dije.
Y él se me quedó mirando inexpresivo, justo antes de meterse en el espacio que yo dejaba libre.
Nada más salir de aquel parking, que era también un residuo de la vida de mi estirpe, salí también de mi sueño y me topé otra vez, semidesnudo, frente al muro del osado historicismo.