La mujer ante el espejo

La mujer se quita el sombrero de paja y lo deja en el perchero y se gira para ver su rostro en el espejo de la pared del fondo del pasillo. Sus ojos enfocan la vista del doble. Las cejas están levantadas y los músculos de la comisura de la boca permanecen sin marcar el más leve movimiento hacia arriba o hacia abajo. Ella se reconoce. Es su propio autorretrato. En él se ve como es, como una mujer que ya no es joven, pero aún no es una anciana.
De pronto sonríe. Disimula sus arrugas y exhibe ese brillo suyo que le agrega a la mirada inteligencia, y sigue jugando un poco, y pone sus labios de embudo que se abren hacia afuera como si fuera una actriz que juguetea con las cámaras. Luego alterna el dibujo de esta falsa letra U con su sonrisa infantil, fingiendo una ingenuidad que ya no existe, y acaba por levantar sus manos hacia sus ojos para cubrirse la cara. Sí, ella ya no es la que era, ella ya no es la que fue.
Entonces empieza a quitarse los botones de la camisa y deja que se vea el somero sujetador y se lleva las manos a los pechos y los libera de allí. Exhibe sus dos globos carnosos y sus manos dialogan con los pezones como si fueran las partes del cuerpo de otra mujer, como si sus dedos sensibles fuesen capaces de infundir vida, y los pezones comprenden y se apuntan hacia arriba complacidos.
Más tarde decide quitarse la camisa y vuelve a contemplarse. Ahora en su rostro hay una expresión serena, pensativa. Parece una diosa griega que está pensando en su vida, quitándose capas de tiempo. Recuerda cuando era niña y sigue avanzando hacia atrás. Después se desabrocha los vaqueros y deja que se desplomen hasta el suelo como la piel de una serpiente que se cae bajo el impulso de una vida renovada... Y surge una leve sonrisa y su cuello se mueve hacia abajo mientras sus manos empujan las bragas blancas y la tela se desliza por los muslos y emerge su pubis poblado de rizados pelos rubios. Y piensa en sus hijos naciendo por aquel escueto hueco y en aquel amor antiguo que pasó, y penetra con sus uñas en la piel y se va despellejando con cuidado como aquel Bartolomé de la Sixtina que exhibe su máscara hueca con rostro de Miguel Ángel. Y luego desmonta su carne, tirando de sus arterias y de sus venas azules y forma un tocho imponente con los desechos que salen de su cuerpo hecho jirones. En el montón deleznable se acumula sangre roja y músculos desgajados y las más variadas vísceras, incluyendo el gris cerebro. Al final tan sólo queda en su sitio el esqueleto, la estructura interna de su figura, la inerte calavera que mira a través de sus cuencas. Su cuerpo es ya transparente, pero ella no deja de mirarse. Ella sigue preguntando al vacío del espejo por el ciego contenido de su rostro y se sigue desnudando más y más.