Semáforo

Sucedió un Viernes Santo, en Granada, a principios del siglo XXI. En la Plaza Nueva la densidad de procesiones es tan alta que la decisión de cortar el tráfico se repite año tras año. Por razones que desconozco, aquella Semana Santa los semáforos no habían sido desconectados y alternaban sus luminosos signos con el mismo ritmo con el que se sucedían normalmente. Los granadinos y los turistas hispanos hacíamos caso omiso de la fuerza coactiva de sus verdes y sus rojos y cruzabamos por los pasos sin el menor temor, pues resultaba meridianamente claro que la circulación de automóviles estaba cortada antes. Para un grupo de jóvenes turistas alemanes que acababa de entrar en la plaza, sin embargo, este asunto no debía resultar tan evidente. En efecto, la primera de entre ellos, que era una rubia preciosa y sonriente, se detuvo en el límite de la acera. Me llamó la atención su gesto de contención, justo enfrente del lugar por donde yo cruzaba con el semáforo en rojo. Detras llegaron diez, veinte o treinta alemanes que cubrieron toda la línea fronteriza un segundo después de que yo pasase a su lado. Me detuve para ver en qué acababa todo aquello. Los alemanes se miraban y comentaban, mientras los granadinos seguían cruzando y sonreían con aire de superioridad. La situación se prolongó casi medio minuto, un tiempo suficiente como para llegar a pensar que la prohibición estaba fija. Impertérrito, el destacamento germano aguantó en el frente de la acera hasta que la autoridad automática permitió cruzar al otro lado. La rubia y sus dos amigas salieron ahora las últimas y miraron hacia atrás, conscientes de que un poco más allá yo las estaba mirando. Cada vez que las recuerdo, pienso en que a los españoles no nos vendría mal ser un poco alemanes y a los alemanes, también, acercarse a comprender el pícaro aprendizaje del español de la calle, pero luego siempre acabo por mirar alrededor y suspirar.

El gurruño

El gurruño se abre un poco. Las palabras se despegan de su fondo y luego se van agrietando. Y después que pasa un tiempo se van rompiendo en cachitos, en sílabas sin sentido y en absurdos sonidos huecos. Y cuando el gurruño se olvida de que fue en su vida plana el soporte necesario de la tinta, se le caen las letras de negro. Es entonces cuando brotan cien mil bichitos pequeños en torno a la papelera. Son bacterias, virus, ácaros o tal vez insectos ínfimos que miran con avidez, luchando por sobrevivir. A veces se enfrentan entre ellos por una Pe o una ese o por un trozo de tilde perdida en la marabunta, en un extraño conflicto que nadie mira ni cuenta. El polvo se posa a su lado. Se escucha el rumor del silencio.