Agustín

Después de una corta pero grave enfermedad, me enterraron en la tumba de mis antepasados en presencia de un número reducido de amigos y familiares; lo normal en el caso de una persona como yo de escasa vida social y alejada de las alharacas del éxito. De todo eso me enteré mirando desde arriba la sucesión de los hechos, y es que desde el primer momento mi alma de pecador fue recibida en el cielo. Aquello fue una sorpresa para mi, porque yo nunca había creído en las cosas de la fe y porque, aunque yo no estuviera convencido de mi maldad esencial ni hubiera arrastrado hasta la muerte ningún pecado terrible, sí que era perfectamente consciente de que algunos defectos malévolos estaban tan grabados en mi personalidad que habrían debido impedirme el acceso a ese club tan restringido de almas blancas y brillantes que se ubica en las alturas. Sin embargo, al parecer, el juicio de los difuntos salió perfecto, de manera que la sentencia, para mí, fue de lo más benevolente.
Sobre una algodonosa nube, en el comité de recepción del paraíso había un santo barbado y vestido de blanco. Hacia él me dirigí con el atrevimiento y la inconsciencia que casi siempre me habían caracterizado:
-San Pedro, supongo...
-¿San Pedro?-dijo- ¿no ve usted que llevo un libro aquí en la mano y que no se me ven las llaves por ningún lado.
-Perdone, lo siento mucho, entonces usted será...- y dejé la frase así en suspenso para no meter la pata nuevamente.
-San Agustín, señor mío, San Agustín; el santo que lo ha salvado. Gracias a mi intercesión está usted aquí, caballero. 
-Ah, lo siento, usted disculpe, se lo agradezco infinito.
Lo miré bien a los ojos para entender bien el sentido de lo que me estaba diciendo. Intentando saber más añadí esta media pregunta:
-¿Cómo puedo demostrarle...?
-No hay nada especial que hacer. Basta con ser de verdad- dijo.
-Agustín, perdone usted que prescinda del san del santo, no es fácil hacerse cargo. Si le voy a ser sincero le diré que no nunca creí en el más allá y que nunca pensé que estas cosas pudiesen hacerse algún día realidad.
-¿Realidad? ¿De qué habla usted? Se encuentra usted en el cielo, un lugar sin tiempo y sin espacio. Este lugar es algo más que real. Es esencial.
Ya empezamos, pensé, la típica disquisición.
-Caballero, dese cuenta de que ahora es usted tan sólo espíritu y de que todo lo que produce su mente es tan claro para todos nosotros como el color amarillo del limón, de manera que le aconsejo que abandone esa actitud crítica que es propia de su pensamiento y se vaya acostumbrando a los coros celestiales que cantamos a la gloria del altísimo.
-Lo siento, lo siento mucho, pero no es fácil... Espero que usted me comprenda...
-Lo comprendo, Don Carlos. Aquí tenemos toda la experiencia del mundo. Nosotros lo sabemos todo.
-Ya, ya... Pero yo vengo de donde vengo y sigo siendo un ignorante. Ni siquiera sé si estoy de verdad aquí y si merezco toda esta amabilidad.
-Poco a poco, caballero. Pregunte si quiere saber.
Me puse a reflexionar, flotando sobre la nube:
-Ya que está en tan buena disposición, Agustín dígame, por favor: ¿Qué es lo que usted ha hecho por mi? ¿Qué es lo que debo agradecerle?
-Pues verá, yo hablé por usted en el juicio. Después de que usted murió a todos nos parecía que la suya era un alma vulgar, que usted era un hombre gris, una persona mediocre sin especial relevancia, más cobarde que valiente y más vago que trabajador, un individuo soso y despistado que no había pretendido casi nada verdaderamente importante en el tiempo que le había sido concedido y que había pasado sin más a mejor vida. Sin embargo, para mí, había algo que usted había cuidado especialmente. Me refiero a las obritas que usted publicaba en internet.
-¿Se refiere usted a mi blog? ¿Al blog "De letras adentro"?
-Sí, exactamente.
-Entonces era usted mi lector, el único que me leía.
-Sí, era yo. Como usted debe saber, yo también fuí pecador y luego intenté ser escritor. Por eso sé de la vida y de lo que cuestan las letras y me siento capaz de valorar un trabajo como el suyo en el que destaca la verdad sin vanidad de lo que se cuenta, el ritmo de su prosa y de sus octosílabos y el ingenio de algunas de sus entradas. Por eso yo lo elegí.
-Joder, qué gusto me da.
-Vamos, vamos, cuide un poco su lenguaje, que no está usted en la tierra, y venga conmigo a hablar. No es fácil aquí encontrar alguien con quien discutir, y para mi, que soy un filósofo, un verdadero filósofo, eso es muy necesario. Por eso he intercedido por usted.
-Reconozco que me gusta mucho el debate y que he sido un poco más que plasta con los amigos de mi confianza, pero yo no sé si podré satisfacerlo.
-No, no se preocupe. Seguro que lo hará bien. Aquí en el cielo, después de tantos siglos de contemplación de la divinidad y gracias a la transparencia de nuestra esencia espiritual apenas hay nada que podamos discutir. Aquí estamos ya hartos del pensamiento único. Necesitamos sangre nueva, la aportación fresca y espontánea de la vida. Por eso está usted aquí, para romper con la inercia de mil siglos de cultura teocrática. Venga, haga el favor, empecemos ya: ¿Hacia dónde va la historia? ¿Qué opina usted del gobierno?