¿Qué fue de los revolucionarios?

Hubo un tiempo en el que creí en la fuerza de la revolución. Me habían contado que las fuerzas del progreso, el impulso de la juventud, las ansias de justicia social y los viejos ideales de libertad estaban del mismo lado. Del otro no había más que fuerzas reaccionarias. Fue muy fácil creer en ello en la época de Franco. Sin embargo con el tiempo, después de darle cien mil vueltas, surgieron grietas en mi pensamiento y descubrí que no era cierto todo lo que me decían. En efecto, con el tiempo descubrí que frente a la revolución social estaba la revolución burguesa y su gran conquista, la democracia, y que ésta merecía más nuestro apoyo porque respondía mejor a nuestras necesidades y a nuestros ideales, y también descubrí que aquellos que vendían la revolución social se olvidaban de la libertad cuando llegaban al poder, rechazaban la idea de que el capital fuera la causa de que el mundo diera de comer a diez veces más humanos que hace doscientos años y no querían darse cuenta de que los obreros no llegarían nunca a ser la fuerza de trabajo dominante.
Poco a poco, los revolucionarios de entonces abandonamos nuestras posiciones. La razón y la historia nos fueron convenciendo. Así llegamos a un tiempo en el que nadie en su sano juicio (salvo Mao, Paul Pot, Sendero Luminoso y muchos ecologistas demagogos) planteaba la vuelta a una economía feudal o a otra aún más primitiva, porque eso habría supuesto la muerte por inanición de la mayor de la población del planeta. Hoy en día son muy pocos los que siguen defendiendo a los regímenes totalitarios comunistas que siguen gobernando tras la desaparición de la U.R.S.S., como es el caso de China, Korea del Norte o Cuba. Por eso lo único que tiene algún sentido para los antiguos "progres" en los países desarrollados de las clases medias es alcanzar el poder en unas elecciones libres, es decir, la socialdemocracia. El problema aquí es que detrás de ese título se esconde un gran amasijo de antiguos totalitarios que aún no han terminado sus deberes de aggiornamento y que suelen acabar en demócratas autoritarios, semejantes a los chavistas o a los peronistas, que entienden que sólo hay auténtica democracia cuando ellos llegan al poder. Y es que para ser un auténtico socialdemócrata es necesario entender la segunda parte de su nombre compuesto, pensar más en el origen del poder y en la función de la soberanía y actuar en política sin odio, lejos del revanchismo dualista de pobres y ricos (o de hombres y mujeres) y cerca del pacto con los otros partidos para establecer mayorías amplias y centradas que eviten los radicalismos extremistas y la inestabilidad de los gobiernos en minoría. Llegar a ser un verdadero socialdemócrata es entrar en la autocrítica, para entender que todos los regímenes totalitarios, tanto los de izquierdas como los de derechas, han sido auténticos nidos de corrupción, y que el conchabeo con los sindicalistas y amiguetes es una forma de lo mismo tan odiosa para la gente común como la que se adjudica a sus contrarios. Llegar a ser socialdemócrata es dejar de votar a los corruptos e impedir la colonización del poder judicial por el ejecutivo, y entender que el poder es de todos, de los que te votan y de los que no te votan, y defender el acuerdo para que las leyes recojan el sentir general, y se apliquen sin distinción, incluso en el caso de que el partido no las votara en su momento. Ser socialdemócrata, por último, no sólo debería de suponer que paguen más impuestos los que tenga más renta y patrimonio y desarrollar el estado del bienestar, sino que también debería incluir la defensa del himno, del rey y de la bandera, como símbolos de la constitución que dicen respaldar.
Miro a mi alrededor y veo muy pocos socialdemócratas. De su escasez da muestras el izquierdismo de la política del PSOE en el poder en siglo XXI, desde la irrupción de Rodríguez Zapatero, con el pacto del Tinell, hasta el gobierno que hoy preside Sánchez. Ambos han preferido los pactos con revolucionarios sindicalistas, comunistas o nacionalistas periféricos a los acuerdos con lo que con cierto desprecio y desdén llaman la derecha o las derechas. Esta situación y el uso de la corrupción para marginar del poder a la mitad del país que representan sus contrarios, ha conducido a que se rompieran los acuerdos básicos de política exterior e interior y a que nuestros medios de comunicación estén tan atrincherados que la realidad se oculta o se desfigura de forma torticera cada vez más.
Vivimos en una España especialmente maniquea. Son demasiados años de enfrentamiento civil. Televisiones y radios presentan el debate descontrolado entre periodistas de uno u otro signo como el típico espectáculo al que se acude los fines de semana para tranquilizar las conciencias izquierdistas y renovar los argumentos. A pesar de todo esto, sin embargo, no desfallezco. Voto porque en el futuro la lógica de la razón democrática se imponga. Espero que en algún momento llegue la prueba del nueve de la normalización democrática que es la de un gobierno de coalición entre los dos partidos mayoritarios en el más alto nivel de la Moncloa. Para ello, habrá que combatir a los sectarios que se creen que se puede ser más solidario, libre y justo que los otros y que no admiten otra verdad más allá de la suya, a pesar de contemplar que los de enfrente no están de acuerdo. A estos les digo, sed demócratas, nadie os pide que cambiéis de opinión, solo se os dice que miréis y escuchéis al otro lado y que entréis en negociación con ellos. En eso, y no en llegar al poder y mantenerse en la poltrona, consiste la verdadera democracia.