Augusto de Todos

Augusto fue una gran persona. Los que le conocimos supimos de su humanidad, de su carácter y de su capacidad. Todos en la redacción del periódico le queríamos y le respetábamos a pesar de que era un ser huraño, un individuo distante que nunca nos quiso contar de dónde venía ni adonde iba. De él sabíamos muy poco, apenas nada. Que un buen día apareció, enviado por el centro meteorológico, que hacía unas predicciones muy extrañas e imprecisas, sin borrascas ni anticiclones, sin corrientes en chorro ni mapas del tiempo. Sabíamos, sin embargo, que sus palabras tenían un extraño embrujo, un ritmo y una profundidad que retumbaban en nuestros oídos y nos dejaban con la boca abierta. Era seguramente su voz de bronce, que resonaba en la sala como un artificio perfecto que nos hipnotizaba, pero era también la pasmosa seguridad con la que entraba y salía de los temas más diversos. Alguien dijo de él que hablaba como hablaban los profetas, convencido de que tenía a sus pies el futuro y la verdad. Cuántas veces su verbo florido en medio de intensos debates, abría un tenso silencio, un paréntesis oscuro y necesario que nuestras mentes creaban para pensar en el sentido de lo que nos acababa de decir. Cuántas veces, nuestro director le sugirió que escribiese esas palabras que acababa de dejar flotando en la redacción para imprimirlas sin más en primera plana, porque estaba convencido de que Augusto sabía más que todos juntos de todo lo que estaba pasando. Sin embargo, él nunca aceptaba estas propuestas. Se excusaba alegando una dedicación casi exclusiva a labores tan complicadas como la de realizar las mediciones más precisas de los ritmos de los cambios de los datos obtenidos de presión, humedad o temperatura, o como la de componer un atlas completo de las nubes del ocaso. Otras veces se escabullía hablando de la relación estadística que estaba estableciendo entre la cantidad de suicidios y de agresiones sexuales, según el distinto origen de sus protagonistas, con la variable dirección e intensidad de los vientos, o recordando la complejidad de los medios técnicos empleados para la obtención de los datos y la enorme complejidad de los saberes físicos necesarios para interpretarlos y transformarlos en la diaria previsión meteorológica. Le recuerdo una tarde con sus ojos muy abiertos contemplando los colores del crepúsculo. Recuerdo cómo pasaban del rojo al anaranjado y acababan en azul, tirando a negro, y recuerdo su intensa concentración y sus palabras: Mira, me dijo, ahí está el secreto: El tiempo del tiempo. Y luego sacó el bolígrafo del bolsillo de su camisa y apuntó en una pequeña hoja que arrancó de una libreta aquella media frase inacabada que quedó como un resumen del norte de su destino: "Nunca llueve..."
Ahora que se ha marchado definitivamente, los compañeros de la redacción hemos reproducido esta misma hojita a escala 1:1, con su caligrafía y su firma, en una pequeña placa que hemos colgado en la pared que se halla justo detrás de su mesa. Yo me acerco muchos días hasta allí y la leo en voz alta, lentamente, para que escuchen los nuevos y para que los viejos recuerden.
-"Nunca llueve", Augusto de Todos- digo, y me vuelvo satisfecho hasta mi sitio, convencido de que un poco de su magia se ha quedado aquí conmigo.