Erase una vez en el África

Nuestra historia comienza en la negra y mágica noche del centro de la sabana. Allí mismo una joven e inexperta leona acaba de dar a luz. El momento, que pudo estar lleno de amor y de esperanza, está sin embargo roto por uno de los comunes fracasos de la naturaleza. En efecto, la camada que esperaba el gran felino había nacido muerta y ahora su protagonista se sentía sola y exhausta. Tumbada bajo los inclementes pinchos de una acacia, le duele menos la herida en su vientre que el vacío de su alma. Allí está llorando sin tregua. Después se levanta del suelo, huele los húmedos restos, lame los cuerpecillos de sus cachorros sin vida y lanza un rugido a la noche que expresa su inmenso dolor. Luego camina ligero, huyendo de las hienas y de los buitres, que ya debían de estar oliendo su presa, e intentando poner tierra de por medio y alejarse del desgarro que estaba haciendo añicos su corazón.
Pasados cinco minutos, sus patas se toparon con el cuerpo tumbado de un herbívoro adulto muerto y aún tibio. Era una hembra de ñu que acababa de sufrir un proceso semejante al suyo a menos de doscientos pasos. Como el sitio del que venía, el lugar se encontraba salpicado de los húmedos restos de la placenta de una hembra, pero entre ellos había también una sorpresa inesperada. En efecto, ajeno al peligro inminente y absolutamente desamparado, un ñu recién nacido se debatía aún pringoso, abriendo sus patitas traseras, intentando conservar la vertical. La leona empujó a la cría con su morro bigotudo y siguió todavía unos pasos en la dirección del río. El hambre no la acechaba pero sí una sed enorme. Treinta pasos más allá, le sobrevino una flojera. Sus ojos se desenfocaron y un sudor frío brotó por todos sus poros, antes de caer a plomo sobre la hierba.
A la mañana siguiente, justo al salir el sol por los confines del mundo, la leona despertó en medio del girigay frenético de la sabana. Poco a poco sus sentidos le informaron de todo lo que sucedía a su alrededor: El pequeño ñu chupaba como un poseso de sus pezones de madre y en la colina de al lado los buitres se peleaban, luchando por los mejores trozos de un banquete con dos núcleos. Ella se sentía de repente fuerte y lista para todo. ¿Por qué no jugar a ser madre? ¿Por qué rechazar al pequeño, si el bicho no le hacía mal? ¿Por qué no dejar que las cosas siguieran su curso? Ella era joven aún y seguía sin tener hambre. Un asunto diferente era la sed que ya la martirizaba, de modo que se levantó y tomó la dirección del río, mientras la cría, convencida de que ella era su auténtica madre, la seguía paso a paso con la graciosa torpeza de los bebés recién nacidos. 
Abrevaron tranquilos, aprovechando que no había cocodrilos en el agua, y después comenzaron a subir a la colina. Producían una imagen tan extraña que todos los animales se quedaban boquiabiertos. La leona se dejaba trajinar en sus pezones por el pequeño y además en ocasiones le lamía, orgullosa de aquel hijo que acababa de adoptar, mientras la cría la seguía a todas partes y, a su estilo, repetía lo que su madre decía.
La cosa duró por un tiempo; el tiempo que a la leona le llevó comprender que, en realidad, aquel ser no era el cachorro que los dioses le negaron y sí un exquisito alimento, el tiempo necesario para que el hambre excitase sus instintos de gran depredador y le llevase a lanzar un zarpazo sobre el pequeño bebé y a morderlo y desgarrarlo con sus afilados colmillos, mientras la cría gemía sin entender que su madre le hiciera pasar por aquello. La boca de la leona se llenó de sangre y el bebé ñu desapareció para siempre. Su vida fue sólo un suspiro, una sorprendente comedia que nada más empezar acabó en dura tragedia. Murió sólo, como todos morimos. Murió sin saber quién era. Lo mató su propia madre y luego fue devorada por una manada de hienas. Cuando llegaron los buitres tan sólo que quedaba de él un trozo de su pellejo, prendido en los duros pinchos de aguja de un matorral sin nombre, y sus dos pequeños cuernos. Murió sin saber de la vida. Nadie le pudo contar las poderosas razones que movían a su madre a devorarle o al menos un cuento infantil que lo guiase a las puertas de la muerte. Nadie se preocupó. Nadie lloró al animal ni nadie esperó que su alma ascendiese al cielo azul. Nadie enterró sus huesos ni imaginó un triste epitafio. Nadie salvo un muchacho que pasaba por allí y que a mi me lo contó. A muchos nos pareció que esta era una buena historia. Por eso os la estoy contando.