Palabras desde la otra orilla

Esperaré tu oración de despedida,
cuando el pulso en mi muñeca 
no se encuentre
y el reloj se haya parado para siempre.
Esperaré a que aparezcas ante mi, 
con tu abrigo de visón de pelo gris,
 presumiendo de tu cálida presencia, 
deseando que me hables como hacías,
 susurrando las palabras una a una, 
para hacer de su rumor una caricia. 
Será un ritual sencillo:
Cuatro términos de amor 
que hagan tibio el cruel silencio,
cuatro frases desgastadas por el uso,
que te salgan de la boca sin esfuerzo
y celebren los momentos que vivimos.
Sometido a la parálisis eterna,
yo seré tan sólo tu brillo, 
un Ulises que navega 
sobre el mar de tus recuerdos,
un lejano compañero
que se instala por un tiempo,
en el cuarto de invitados,
o seré, quizás, la huella
a tu gusto edulcorada,
de aquel joven que quisiste.
Sin embargo, también sé que, 
cualquier día,
 del invierno vendrá un escalofrío, 
un relámpago herirá tus ojos verdes
y mi exilio se impondrá, definitivo.
Cuando sientas que empiezo a molestarte,
cuando dejes, por fin, de imaginarme,
no hará falta que me cuentes lo que pasa,
bastará con que me cierres
el umbral de tu memoria
y me arrojes al abismo de la nada.
En el fondo de un gran mar, 
se hundirá todo el azul, 
y en su lecho acabaré.
Así quedará claro 
que mi mundo se ha fundido, de repente, 
que el telón ya no se mueve
de su amor por la tarima,
y que el barco de Caronte, 
que discurre con las velas arriadas,
está a punto de atracar en el olvido.