Let it be

Ya han pasado seis años desde que escribí, en este mismo blog, un pequeño artículo que giraba en torno a mi experiencia como seguidor de Cat Stevens. Hoy he vuelto a leerlo. Quería experimentar otra vez el eterno retorno, la paralización del tiempo, suspendido en el plástico del disco. Me hacía falta porque hoy me he levantado pensando en que el "Let it be" cumplía 50 años y eso ha desatado la nostalgia. Madre mía. Cuántas veces ha sonado en mi salón orientado hacia la pantalla de la tele y hacia los bafles del equipo. Madre mía. Toda una vida, segundo a segundo, hora a hora, día día, año a año. Cincuenta tacos completos, oyendo cómo se ponen en marcha las guitarras del "Get back", con su ritmo machacón. Aquello era una infantil petición de cariño, una plomiza pero verdadera murga adolescente. Vuelve, decía, vuelve conmigo. Qué jóvenes éramos entonces. Ellos, igual que nosotros, eran entonces chicos. Con sus pelos y los gritos de las fans, no eran modelos de vida. No eran como había que ser, pero eran verdaderos. Y de eso nos dimos cuenta y se lo hemos reconocido. Todas sus melodías han sido auténticos compañeros de fatigas, amigos fieles que se han dejado oír cada vez que lo hemos necesitado, mostrándonos el largo camino. Recuerdo el concierto que dio en Gijón, hace ya más de diez años, Paul MacCartney. En él introdujo el "The long and winding road", después de citar con cariño a su amigo John. Desde entonces, cuando pongo este elepé, pienso en Lennon, a quien alguien mató en Nueva York el día siguiente al de mi boda y tal vez al mismo tiempo en el que yo conducía el 124 blanco de mi padre, de viaje de novios, camino de Andalucía. Ahora me pasa eso. He puesto otra vez el disco, y me viene a la cabeza el ambiente de aquel día del último verano, cuando se oía en mi casa, en Santander, el "Across the universe" y yo recorría lentamente mi pasillo, mientras mis hijos, mi yerno, mi nuera y mi nieta hablaban de la comida y del plan de aquella tarde. Unos estaban tumbados sobre las dos camas abiertas y otros estaban sentados. Arrullado por el ritmo de paseo de la canción de los Beatles, me pareció que que mi cuerpo era una nave espacial, una masa silenciosa que buscaba su camino entre las estrellas. El sol entraba a raudales. Las sábanas repetían el blanco de la pintura. Los dejé decir sus cosas y seguí hasta la cocina. Allí se encontraba Carmen, brillando entre los azulejos. Confieso que, sin saber cómo ni por qué, en aquel preciso instante sentí que todo cuadraba, que si algo le daba sentido a todo lo sucedido estaba allí ante mis ojos, y me sentí muy feliz.