Miedo

En el tiempo en que duró la horrible epidemia, el rey entregó todo el poder al Miedo. El Miedo era intrigante, pero también frío y calculador. Su política era inmoral porque mentía cada vez que le cuadraba, aunque estaba sometido a las encuestas y a la rígida opinión de los expertos. El Miedo despreciaba a la Libertad porque no soportaba los riesgos innecesarios y porque su figura grácil, que exhibía con orgullo el pecho descubierto y el rostro sereno e idealizado, le desagradaban íntimamente. Por eso, y porque sufría de íntima soledad, buscó el apoyo del Hambre, un muchacho desgarbado y muy delgado, un joven desempleado que intentaba prolongar su vida de vago público, seguir viviendo del aire, sin darle un mal palo al agua. El Miedo delegó en el Hambre las leyes y la justicia, llenando de subvenciones su mundo de privaciones, mientras la Libertad buscaba el apoyo de la Valentía, una mujer recta y noble, de verbo seguro y firme, que se puso a rastrear el descontento en el país y el apoyo que banderas y cacerolas le podrían ofrecer en una eventual algarada.
El equilibrio aparente del sistema establecido se rompió cuando una niña, la Inconsciencia, creció lo suficiente como para llegar a la edad de merecer y creyó que su príncipe azul era el Miedo. "A nadie le amarga un dulce", pensó el poderoso intrigante, a quien nunca su carácter fue capaz de aconsejarle en las cuestiones de amor con éxito. El medroso y retraído personaje, que odiaba a la Libertad, aceptó encantado el corazón anhelante que la joven le ofrecía y se enamoró de ella como un tonto. Su historia, sin embargo, fue muy corta porque ella no era más que una inquieta mariposa que salía de su interna ofuscación y al poco tiempo buscó otro novio más abierto y más amante, y se marchó como vino, a la busca de otra flor. Para él, sin embargo, el romance fue un episodio doloroso, un incidente trágico que lo encerraría aún más, si cabe, en su talante. El Hambre, entre tanto, sintió una pasajera envidia e intentó aprovechar la coyuntura, echándole los tejos a una señora de buen ver que se llamaba Prudencia. Ésta aceptó el envite y los tristes sonetos de amor que el  muchacho le escribía y acabó por ayudarle en sus funciones de gobierno, corrigiendo a las doce de la noche las leyes que le enviaba con faltas de ortografía para salir en el B.O.E., o criticando sin ambages el vicio que había adquirido su pareja de insultar a los jueces y de entrometerse en la administración de la justicia. 
La historia que estamos contando parece que continúa. Dicen que la Inconsciencia ha frecuentado últimamente el círculo de la Libertad y que habla por las noches con ella y con la Valentía en tugurios de mala muerte en donde discuten y beben. Sin embargo, no me consta que los hechos se produzcan en el sentido cerrado que me cuentan los rumores. Tampoco sé si el gran Miedo ha pasado del temor y ha llegado ya al terror, como algunos vaticinaron. Tal vez surjan, además, otros nuevos personajes. Tiempo futuro vendrá que hará del vital presente tan sólo un vago recuerdo. Por eso yo digo ahora que el cuento está vivo aún y que nadie sabe hoy su desenlace. Habrá que esperar un tiempo. Seguiremos en la vida, periódicos y telediarios las huellas de sus actores. Dejad que sigan saliendo a las calles frecuentadas los hombres y las mujeres. Ellos nos informarán del Miedo y de la Libertad. Que sea lo que Dios quiera.