Los indeseable colores del ayer

Superado en su mayor parte el estado de alarma rojo, el coronavirus impondrá el luto. Después vendrán los hombres de negro y así, como sin querer, pero dejando que campen a sus anchas los extremos, las antiguas banderas de la C.N.T. y de la Falange volverán de rojo y negro. Unos acusarán a los otros de ricos, fachas, aristócratas reaccionarios o golpistas, y los otros a los unos de revolucionarios, comunistas, anarquistas o terroristas, y así seguiremos instalados en el odio en vez de salir de las trincheras, en vez de romper con el marco de la imposición de las muy escasas mayorías sobre esas minorías que pesan casi lo mismo y se cambian con el tiempo, en vez de llegar, por fin, a un pacto nacional, a una verdadera y duradera reconciliación en torno a una ley suprema con su bandera y su himno, y en torno a un gobierno posible que por un tiempo nos ponga de acuerdo, un gobierno en el que todos demos muestras de tolerancia y respeto por el orden democrático y aceptemos que es posible dialogar y acordar con el contrario para así poder salir del hoyo.
La gente civilizada de la culta y vieja Europa y la de los democráticos países anglosajones contempla sorprendida lo que está pasando aquí en este sur violento, capaz de seguir manchándose con la sangre del hermano o del vecino. Seguimos siendo el lugar que tanto dolía a Unamuno en donde no hay fuerza capaz de juntar a esos dos polos. Las izquierdas y derechas, que se enfrentaron en la guerra civil, siguen repeliéndose. En este país se ha sembrado el odio hasta tal punto que no se puede hablar de política con la familia ni con los amigos que piensan distinto. Hoy en día a cada cual se le pone una etiqueta ideológica que lo marca más allá de su verdadero pensamiento. Los partidos políticos pretenden uniformarnos. Al contrario se le acusa de dar forma real a una caricatura maniquea. No queremos aceptar la razón y la verdad del adversario. Esto es tan sólo una farsa. Superamos el franquismo sin el trauma de un cursillo necesario para ver a que te obliga la deseada libertad. Con demasiada frecuencia olvidamos que la soberanía es la base del sistema, y eso implica que el acuerdo original de la Constitución debe de renovarse para abordar con el respaldo mayor posible la política común de cada día. Alguien debería decir que siempre es mejor la ley que vota el ochenta por ciento que la que vota el cincuenta, que las leyes duraderas nos sirven mejor a todos que las que cambian cada cuatro años. La unidad que se desprende del "todos" de la soberanía no debe de confundirse con la unanimidad totalitaria de los fascistas y de los comunistas. La unidad permite la discrepancia pero fomenta el diálogo, la colaboración y el aprecio por los otros. Tachemos el excluyente "no" de nuestras papeletas de votación. Trabajemos en común. Ya es hora de pactar o, al menos, de intentarlo. En vez de explorar los caminos de la intolerancia, remarquemos las cosas que nos unen. Hablemos de lo que es España, excitemos el orgullo de ser españoles, expliquemos nuestra historia en las escuelas y ataquemos la desfiguración interesada de los nacionalistas excluyentes y de los marxistas doctrinarios. El juego de los extremismos lleva siempre a lo peor.