El proceso

El pintor enseña a sus ojos a mirar y a ver el rostro que está pintando. Luego elige los colores que se parecen más al rostro, de acuerdo con la luz que entra por la ventana, y después los dispone sobre el papel o sobre el lienzo y surge una imagen inmóvil, quieta, una imagen que, sin embargo, transmite la sensación de que quiere hablar, porque sus ojos abiertos están llenos de vida.
Tanto le gusta al autor el retrato que ha pintado, que lo lleva a la galería y lo expone a la mirada de la gente. Las personas que asisten a la inauguración ven el cuadro y se imaginan que ese rostro no está quieto y que en el fondo hay un hombre que les mira y que se mueve y que, además, parece que quiere comunicarse, que tiene algo que decir y puede escuchar nuestras palabras. "Sí", dice el contemplador, "este rostro me habla, me interpela...", y la gente le hace ver que también a ellos les dice cosas, que a veces pregunta y que en ocasiones contesta, que es un señor parlanchín que quiere explicarse allí y que eso es lo que espera cuando se queda plantado justo en el medio del cuadro y te mira como diciendo: "¿Qué me dices? ¿Qué?"
Sin embargo, el personaje al que miran está callado. En realidad no se mueve. "Qué locos estamos todos", concluyen. "De remate, de remate", dicen... Y siguen mirando a los ojos y a la boca del retrato. Que ¿para qué? Para entender, para pedir perdón, para obtener placer, para salvarse.