Escrivolando

Suele haber un aleteo, un pensamiento fugaz que pone en marcha el mecanismo del deseo de contar algo que merece la pena, y entonces pierdes pie y sobrevuelas tu sueño y tu propio yo para buscar las palabras apropiadas, para ser al mismo tiempo alguien que piensa como tú o alguien que es capaz de entenderte y describir con claridad el paisaje que aparece ante tus ojos. En el cielo vas buscando las corrientes que te eleven o te bajen del lugar donde te encuentras y peleas con los seres que se enfrentan con tu vuelo. Te hacen daño los insectos que parecen brotar de tu corazón aturdido y te pican sin piedad. Te inquieta el ataque de las gaviotas y el reflexivo afán del aguila que desde el zenit te observa subir y bajar. Luego te vas quedando frío, suspendido tal vez sobre los filamentos algodonosos de una nube pasajera, y te fuerzas a hacer ejercicios para darte confianza. Así que relees los párrafos y sientes que ya has cambiado, que ahora eres un lector que entiende lo que le están diciendo y hablas con él un poco y aceptas que te corrija. De este modo vas metiendo cien morcillas que reescriben las frases primeras y complican el original y tomas cien mil decisiones que no tienen vuelta atrás, como la de borrar una idea o la de tirar todo el trabajo a la basura. No lo haces, normalmente. Permaneces volando bajo los altos cirros o realizando un rápido eslalon entre los cúmulos, mientras buscas imágenes en el cielo, mientras te deslizas por el mundo al ritmo del canto de un mirlo o siguiendo a las olas juguetonas que dibujan los estorninos al amanecer. Y allí sigues todavía unos minutos, ensimismado con el tren que va avanzando en cada línea y que siermpre descarrila en el margen derecho de la hoja, alelado por el fluir natural de un pensamiento que aprovecha las corrientes de los vientos giratorios, dando vueltas a este yo que se repite y buscando una salida entre las nubes.