Somos de la misma pasta

Él era un joven adorable y yo lo había visto rondar a la muchacha que en el cielo me habían encomendado vigilar. Lo que no sabía entonces es que además, era el mismo diablo y que no tardaría en tomarme la delantera. Para ello él usó del recurso evidente de su sexo. La seguía a todas partes y le hablaba en voz muy baja, mientras yo le consentía lo que hacía, ajena a su esencia perversa y sin darme cuenta de que yo misma, también, me estaba enamorando.
El día en el que culminó su trabajo, actuó con toda precisión y con un terrible ensañamiento. Sus palabras penetraron como puñales en el corazón de la chica y su efecto fue demoledor.
-No te quiero- le dijo - muérete.
La muchacha se despeñó desde lo alto del acantilado sin darme tiempo a intervenir. Para entonces yo ya estaba tan colada que, en vez de lamentarme o de odiarle por su burdo engaño, me felicitaba al descubrir por la fuerza de los hechos que el amor por la muchacha no le había movido en absoluto.
Decidí intentar seducirlo:
-Oye -le dije-, ¿sabes quién soy¿ ¿Me conoces?
-Sí lo sé.
Él se acercó a mi rostro y me besó dulcemente.
No hizo falta que me diera más razones. Dejé trabajar a sus labios, a sus manos y a su voz y en el centro de mi alma germinó un nuevo ser.
Nueve meses después nació nuestro hijo, un bebé sano y hermoso.
-Hijo mío -le decimos muchas veces al pequeño-, el bien y el mal no son cosas ni tienen lugares opuestos. Los demonios y los ángeles somos de la misma pasta.