Dedicatoria

No lo puedo remediar, no lo soporto. Mi editor se empeña en presentar todos mis libros y yo voy recorriendo los ateneos de las capitales de provincia y siempre les cuento lo mismo: Que soy profesor de instituto, que soy hijo de Carver, de Borges, de Cortázar, de Calcedo y de Millás, y que me gustaría no aburrirles con mis cuentos... Luego viene lo peor, cuando se forma la fatídica cola de caras sonrientes y de enhorabuenas complacidas. Yo les pregunto su nombre e improviso unas frases de cariño y de agradecimiento, pero siempre estoy deseando terminar para no meter la pata, para no escribir nada inconveniente. Y es que me conozco, que sé que la pluma con frecuencia me enloquece y que, si la tengo en la mano, los límites entre realidad y ficción para mí desaparecen. A veces se me va mucho la olla, como cuando se me acercó aquel señor bajito y enjuto, de larguísima nariz aguileña y ridículos rizos sobre la frente... 
-¿Me lo dedica?- dijo, mostrando mi libro con esa extraña mueca que consiste en elevar ligeramente la comisura de sus labios.
Yo le devolví la sonrisa y le miré a los ojos para poder interpretar sus intenciones. Él seguía con la mueca, tan feliz.
-Soy un admirador suyo- añadió-. Su último libro, "Asuntos internos", tiene algo muy especial. Cada tarde, después de la siesta, a la hora del té, me leo un cuento. ¿Sabe? Yo creo en su capacidad, tengo mucha fe en usted... Si sigue así, llegará lejos...
Y entonces tuve una inspiración, esa musa insoportable que, si llega, no se puede reprimir, así que no esperé a que me dijera su nombre. Es más, ni siquiera se lo pregunté... Él seguía hablando, me decía cómo se llamaba para que lo pusiera, pero a mi ya no me importaba nada de lo que pudiera decirme... Así que dispuse la punta de la pluma sobre la segunda hoja del libro y escribí:
- "Fe o té, esa es la cuestión"- y firmé con un garabato, cerré el libro y se lo entregué. 
Él, que estaba frente a mi y que no podía haber leído la críptica inscripción manuscrita, se despidió con cortesía y se apartó como dos metros, pero entonces abrió el libro y leyó el mensaje. Así que se detuvo, volvió sobre sus pasos, se puso delante de las tres mujeres que quedaban en la cola, cortó la cubierta y la hoja de la dedicatoria y, ante todos los presentes, las rompió en mil pedacitos y regó el suelo con ellas.
-¿Lo ve usted? A mi también me gusta jugar con las palabras- dijo.