Si la nada es el no ser,
no mover, no vivir nunca,
e igual es una entelequia,
un hecho circunstancial
que implica copiar lo que es,
decir que nada es igual
supone eludir lo invariable
y afirmar que todo cambia.
En palabras tan abstractas
como éstas
brilla el sol del pensamiento,
el flujo de fijas ideas
para avanzar hacia un fin:
Parménides y Platón
plantaron en nuestras mentes
la raíz de lo absoluto,
Rousseau aprovechó su energía
para sacar al poder
del reino de lo divino
y Newton construyó trenes
en el trayecto inconsciente
del amor de una manzana.
Sin embargo la corriente
del río que a Heráclito baña
o el infinito universo
del jansenista Pascal
nos parecen más verdad.
¿Con qué nos quedamos, entonces?
A pesar de que intentamos
acomodar nuestros actos
a la razón de una lógica,
la realidad es más fuerte.
Los clones, si pasa el tiempo,
comienzan a ser distintos,
la norma es la variedad.
Por eso la escueta igualdad
que promulgamos un día
se rompe a cada momento,
de modo que evita sumar
magnitudes no homogéneas,
no repartas la mitad
del premio a cada oponente
y recuerda que en un par
hay dos entes diferentes.