De una súbita luz

El momento en el que Don Quijote concibió esa pregunta fue el más doloroso de toda su existencia: ¿Cómo no se le había ocurrido? Acababa de leer una extensa narración sobre sí mismo y, sin saber por qué ni cómo, entendió que aquella prosa le arrastraba. Las páginas de aquel libro encerraban todo el sentido de su ser desde el principio. Era absurdo, pero cierto. Pensó que resultaba posible que el autor de aquel engendro no estuviera contando sus hazañas y sí estuviera imaginándoselas. Le dio vueltas y más vueltas y así se convenció de que ninguno de los hechos que se contaban de él estaban documentados de forma segura, de que apenas se sabía nada de su historia que no brotase de las letras que leía. Cuanto más reflexionaba más en duda se ponía su existencia. Así que no pudo por menos que concluir que su esencia era tan sólo un pensamiento, un conjunto ordenado de palabras, el producto elaborado de un ser ajeno a quien le importaba un comino que viviera o que muriera. Estaba claro, él no era nada; tan sólo papel escrito, sonido de tambores, columna de humo en la distancia, artificio de un ingenio literario. Su destino no era morir ni seguir idolatrando a Dulcinea. Realmente, ni siquiera había llegado a conocer a Sancho, pues no era un ser de verdad, un hombre de carne y hueso. El autor inaccesible de la extensa novela nos había engañado a todos. Aquel hidalgo loco, aquel vejestorio enjuto, aquel lector incansable no era más que un personaje imaginario. Don Quijote, en realidad, nunca había existido.