Un gorro de sombra

Estuve tirando unas canastas en el patio del colegio que hay delante de mi casa. Entre casas de pisos, encerrado en la jaula de alambre de la pista, acompañado por el sonido del caucho tenso en su rítmico e insistente golpear sobre el cemento, me sentía extrañamente ensimismado. En el suelo había hojas amarillas que el viento cambiaba de sitio como un barrendero anárquico. Yo me aplicaba ante el tablero, procurando no cansarme en exceso porque ya no tengo edad para forzar mi físico con jadeos gratuitos y, porque, además, sé que en la bombilla estoy mucho más acertado cuando mi ritmo respiratorio es el normal. A pesar de todo, sin embargo, cuando la pelota no entraba, no podía evitar el engorro de tener que correr detrás de ella. Sabía por experiencia que merece la pena responder pronto porque, si uno tarda en reaccionar, la distancia a la que llega la pelota es mucho mayor y eso multiplica el esfuerzo necesario para conseguir el objetivo, que es el de tirar con tino a la canasta, así que cuando el aro rechazaba a la pelota y la enviaba fuera de la pista yo salía como un resorte, dispuesto a hacer lo que fuera para evitar que se alejase. Por eso siempre volvía botando la bola al paso, exhibiendo el ritmo pausado de los bases de la NBA mientras avanzan despacio hacia el campo contrario, intentando recuperar a su equipo del anterior esfuerzo. Pues bien, en una de aquellos retornos me encontraba cuando me topé de frente con mi sombra. Al principio me dio por pensar que aquel perfil que oscurecía el suelo no era algo que yo proyectase y sí un rival silencioso y pegajoso que se plantaba ante mí y que me impedía progresar. Jugueteé con él un momento, agachándome como con desgana, para intentar engañarle con la sensación de un falso reposo; luego intenté una finta rápida y salí corriendo hacia la canasta. En el ímpetu siguiente, cuando intentaba sacar de mí la escasa energía que me quedaba, vi como el monstruo polimorfo que tenía enfrente se alargaba sobre la pelota y desviaba su trayectoria.
-Ya no puedo ni con mi sombra- pensé-. Mejor me subo y me ducho.
Y recogí la pelota y busqué la puerta de salida y comencé el recorrido para volver a mi casa, al tiempo que repasaba las ventanas que se abrían ante mí para ver si alguien me contemplaba desde arriba. Y no, nadie me estaba mirando, salvo el rival que me seguía un paso atrás y se mofaba abiertamente de mi fallo.