Juan

Me topo con él en el café de la esquina. Es joven. Actúa con elegancia, controlando su mirada y su gesto seductor. Lo hace con cierto descaro y sabe que me doy cuenta. Imagino que no puede remediarlo, porque hay algo que le impulsa, algo que le es natural y que le sale de dentro. Intuyo que está acostumbrado a repetir el mismo esquema, a jugar de esta manera para llamar mi atención. Entretanto me doy cuenta de que sabe lo que hace y decido que es mejor no mostrar que me perturba, dejar que pase el ataque, aceptar su plan, y permitirle empezar ganando.
¿Ganando? No lo sé. Lo único cierto es que sigue persiguiendo un contacto de mis ojos con los suyos y que me mira de tal modo que parece penetrar dentro de mi. Creo que se da cuenta de que estoy pensando en él y de que lucho por escapar de su cerco y me da rabia comprobar que me siento atrapada en su juego. La verdad es que preferiría tener la iniciativa, plantear la guerra a mi manera, pero sé que ya no puedo, así que espero su ataque, reuniendo fuerzas y argumentos, reforzando mi posición, defendiendo mi alcázar.
Luego pienso en que, tal vez, sería mejor enfadarse, exhibir mi mal genio, levantarme y decirle que me deje en paz con malos modos, explicar que me molesta su atrevimiento, o incluso ir más allá y gritarle que no soporto su cara ni su olor... Sin embargo, me contengo porque aprecio que me halaga su interés y porque estoy hecha un lío, un verdadero lío. Su juego también es mi juego, me complace, me interesa, me gusta que me mire así, que me estudie y que me ataque, pero de eso a permitir que se siga comportando de esa forma, pero de eso a conceder hay un gran trecho. Tengo que demostrarle que en realidad no lo entiende, que soy yo quien está al mando, que sólo le dejo hacer y que cuando actúe nada podrá contra mi. 
Y así pasan los minutos... Interpreta cada uno de mis gestos. Sabe que estoy disponible y se apresta a la batalla. Sabe que no lo tendrá fácil y que en algún momento él tendrá que arriesgarse y yo me resistiré. Él tiene que intentar convencerme de que sabe comportarse, de que sabe que jugamos para intentar acercarnos y demostrar quienes somos, para ver si decidimos que queremos arriesgarnos a sufrir.
Le miro otra vez de reojo. Sigue ahí, con ese gesto suyo, teñido de melancolía y de misterio. No es un fatuo. Sus ojos tienen un brillo ingenuo y una dureza profunda. Es hermoso y repelente al mismo tiempo... Pienso en que me gustaría gritarle, preguntarle cualquier cosa, desestabilizarlo, pero sé que no es posible y sigo un rato más, reinventando mi papel de distraída. Finjo que miro a la calle y a la puerta, como si estuviera pendiente de alguien que tiene que llegar.
A veces, sin embargo, me vuelve de nuevo la duda o tal vez la cobardía. Así que me da por pensar en que no tengo todo el tiempo del mundo y llego a la conclusión de que cinco minutos es lo más que puedo concederle. Después concluyo que cinco minutos es demasiado, que sería una tortura resistir hasta ese punto y que me cansaría... Así que decido que es un cobarde y que nunca lo va a intentar. Y entonces me digo: "Ahora o nunca". Y cargando con el peso de la decepción, tomo impulso, me levanto y me dirijo hacia la puerta... Y él entonces se interpone en mi camino y me señala una silla vacía.
- Vamos, siéntate, - me dice - tú y yo tenemos que hablar.
Y yo me asombro del timbre de su voz y acabo por tomar asiento, y él se pone justo enfrente, del otro lado de la mesa:
- ¿Qué? - le digo, con el atrevimiento de la confusión, midiendo su valentía.
Y él se queda clavado en mis ojos, sonriendo de una forma encantadora mientras se frota con el dedo índice su labio inferior, imitando a Belmondo. Y yo recuerdo el guión de la fría educación que he recibido, el que dice que hay que decir que no, el que cierra las puertas a la esperanza, el que establece sin ningún género de dudas que yo no soy para él ni él es para mí. 
- No, te lo ruego, no insistas, no puede ser. No puede ser...
Su gesto se vuelve grave y sus manos se adelantan y se posan en mis hombros:
- El tren no espera, se va- dice. 
Y yo reposo mi mirada en el mármol de la mesa, incapaz de soportar su atrevimiento. Sé que estoy acorralada, que ahora estoy en sus manos. Él se acerca con ternura y levanta mi mentón con suavidad y sitúa su cabeza a la altura de la mía y atraviesa la vitrina de mis ojos. 
- Te quiero, lo sabes, ¿verdad?– me dice.
Y yo siento los efectos demoledores de sus palabras... Él ha dicho la frase, la frase más fingida, la frase más osada, la frase más querida y se ha quedado ahí, respirando a medio palmo del lóbulo inferior de mi oreja, calculando que el asunto se ha acabado sin respuesta, al acecho de algún signo que le lleve más allá... Y yo siento que levito de repente y me encuentro irritada y desarmada al mismo tiempo... Aún no se ha dado cuenta de que mis labios ya vuelan hacia los suyos sin saber si hay pista libre. 
- Lo sé, lo sé, lo sé...
Y se chocan nuestros labios frontalmente y las puntas de las lenguas se saludan y se mezclan en las bocas las salivas.