La Fenice

Dos semanas después del incendio de la Fenice viajé hasta Venecia. Me acerqué a ver sus ruinas. ¡Qué desastre! En la plaza, frente a su fachada, se levantaba una carpa con un cartel improvisado: "Per lo rinascimiento de la Fenice". Mientras tanto un muchacho gritaba el reclamo: "Vengan a ver el espectáculo, vengan a ver al Gran Ovidio, el mejor mago del mundo". Una mujer obesa me cobró la entrada y descorrió la cortina. Al fondo, se alzaba un estrecho entarimado con una mesa. Delante, veinticinco sillones de plástico, alineados en cinco filas, absorbían la luz tibia de un farol. Apenas una docena de espectadores aguardaban en silencio. No hizo falta esperar mucho. Se encendió el foco y apareció el mago. Se descubrió, hizo una reverencia y depositó sobre la mesa su chistera. Miró hacia arriba y concentró nuestra atención sobre sus manos, que sacaron del sombrero una paloma. La mujer obesa se acercó, la guardó en una caja y se retiró con ella a un segundo plano. Hubo algunos aplausos. De un pequeño cajón que había en el suelo, sacó un quemador de gas, instalado sobre una bombona azul. Con una cerilla que había extraído del bolsillo de su chaqueta lo encendió. Después levantó la vista hacia la mujer, que ya volvía, recogió a la avecilla blanca de su caja y con un movimiento rápido e inesperado la puso justo sobre el fuego. El público se revolvió en sus asientos: ¿Acaso pretendía quemar a la pequeña paloma? El pájaro extendió sus alas e intentó escapar volando, mientras se escuchaban las primeras quejas: ¿Che cosa fa? ¿Se ha vuelto loco? Sin embargo, aún no había llegado al techo el animal, cuando su cuerpo estalló. Las plumas se expandieron en cascada. Como blancas mariposas planearon en el aire y aterrizaron sin prisa en el pañuelo que “El Gran Ovidio” acababa de sacar de su bolsillo. Seguidamente, lo guardó todo en su sombrero y pidió la atención del público: "Fénix columba siriorum est", repitió en cuatro ocasiones, ante el recobrado silencio de su ahora mudo auditorio. El mago cerró los ojos y esperó el efecto de su conjuro. Pasaron diez largos segundos. Finalmente, zureando como si nada hubiera sucedido, reapareció la paloma en el hueco de la chistera. “El Gran Ovidio” la mostró sonriente y un rumor de aprobación emergió del auditorio: “La Fenice, é la Fenice...”