La ermita de San Sebastián

Hacia las nueve de la mañana, antes de que el sol caliente, el Andrés sale del pueblo. Con su barba recortada y sus casi sesenta años pasa por delante de la fuente para tomar después el camino hacia el prado de San Sebastián. Es extraño. Aunque Andrés nunca va a misa siempre se detiene ante la ermita y se asoma al ventanuco. No hace gestos, tan sólo mira hacia el fondo y luego se da la vuelta. Y yo que suelo andar por allí con las ovejas le saludo: 
- Andrés, ¿qué tal va eso? 
- Bien, bien... 
Un día me comentó que este paseo tenía fines terapéuticos y que era la clave del tratamiento que le había impuesto el psiquiatra. 
- Para un jubilado como yo- me dijo - la pereza y el aburrimiento son los peores enemigos. 
- Si es por eso ya te busco yo qué hacer – contesté -. Oye, ¿por qué no te pasas por el bar cuando te levantes de la siesta para echar una partida? 
- Bueno... Ya veremos. 
Pero luego, nada, ya se sabe, hoy por esto y mañana por lo otro. Él hace mal, creo yo. No se da cuenta de que la gente empieza a hacer comentarios, de que en la tienda le critican las mujeres por ser tan estirao y en el bar se está diciendo que es un raro y que no tiene sociedad. Yo le digo que su honor es cosa suya, pero él sigue encerrado en su vida solitaria y de paseos. Ayer mismo, el señor cura preguntaba en la partida al secretario por el hecho discutible, según él, de que Andrés estuviese jubilado. Me extrañó que el boticario, que sabe mucho del caso, se callase. Lo he pensado, y de pronto me ha venido a la memoria el santo mártir de la ermita y la fuerza de su cuerpo: Herido de muerte, asaeteado y desnudo, intenta sin éxito escapar de la hornacina en el centro del retablo y me sonríe.