Leonardo

El asunto empezó en París de una forma casual e inesperada al ponerse delante de la Gioconda. Aquella mirada enigmática capturó su pensamiento con la fuerza arrebatadora de un ciclón. Sabía que tenía ante él una imagen demasiado semejante a la que él lucía a diario como para no preocuparse de ella. Una imagen cuyo alto parecido iba mucho más allá de ese vago aire de familia que en ocasiones se aplica a los hermanos. Sin embargo aquel retrato encerraba en la expresión un no sé qué que chirriaba y le impedía identificarse plenamente. Determinó dialogar con aquel rostro, enfrentarse día y noche con aquella obra maestra y aprender de los mensajes que leía en su mirada. Así comenzó el gran proceso que habría de cambiarle la vida, la lenta transformación de su íntimo ser vulgar en un alma cultivada. Fue cambiando poco a poco a medida que el discípulo comprendía la razón de su modelo, a medida que su mente se fundía con la forma y con el fondo de aquel cuadro singular. 
Cuando vio que la mera contemplación de la reproducción a tamaño natural que había comprado en el museo resultaba insuficiente, lo primero que pensó fue en visitar la consulta de un cirujano plástico, pero pronto concluyó que sólo acudiría a este recurso en el caso de que en todo fracasase. Y es que una operación estética sólo podría cambiar aquello que más tenía a su favor, como era la semejanza de las líneas de los dos rostros, y no lo que de verdad necesitaba, que era un secreto componente interno, un concepto de su ser y su importancia que dotaba a la Monna Lisa de una vida y un sentido que él jamás había captado en su propia personalidad. Por lo tanto, fracasado ya el proyecto dependiente de la búsqueda casual y de la contemplación placentera, decidió concentrar toda su energía en aprender. "Saber para elegir y poder decidir correctamente". "Saber para ser mejor". Para eso se gastó una auténtica fortuna en academias especializadas en la expresión plástica del rostro y también en estudiar el secreto de aquel oleo, relleno de craqueladas cicatrices que tanto lo había seducido. Además, un trabajo minucioso y persistente intentó modelar la cara abotargada que sus padres le dejaron en herencia para transformarla poco a poco en la viva imagen del pequeño retrato de París. Fue una época compleja que sirvió para acceder a una fórmula particular de la belleza y para comprender su importancia y la riqueza de las consecuencias positivas que de ella se desprendían, una época en la que también fue entendiendo los secretos de las reglas del comportamiento de las gentes exquisitas del tiempo de Maricastaña. Perfeccionó sus habilidades en el uso de los mas variados maquillajes y pudo caer en la cuenta de que la razón, el equilibrio y la sobriedad son los consejeros valiosos del hombre prudente. con este arsenal de conocimientos, afrontó con valentía la batalla contra la desafiante verdad de los espejos y contra las luces y las cámaras de fotos, para culminar un buen día su titánico esfuerzo y comprobar que la acertada estrategia utilizada y su enorme dedicación habían sido premiados con el éxito. 
Para celebrarlo se hizo una fotografía que atesoró en el cajón de su mesa bajo llave. Esa fotografía sería la versión definitiva de su cara y la demostración del éxito de su proceso. La disfrutaba en silencio casi todos los días en su piso de La Latina, pero pronto se dio cuenta de que debía hacerla pública. Aquello valía demasiado y el tiempo no pasaba en valde. De modo que pidió hora en comisaría, alegó que su anterior documento se había extraviado, pagó una pequeña multa y solicitó incluir la expresión radiante del rostro de la foto en su propio carné de identidad. Lo consiguió sin problemas, aunque siempre lamentó que todo aquello no durase nada más que algunos años y que su éxito innegable y meritorio, caducase, de una forma aleatoria, en el año dos mil veinticuatro.