El poder del asesino

Matar es algo sencillo que se aprende y te estimula. Después de matar varias veces, el asunto se convierte un poco en vicio. Es como una borrachera. Se puede matar por nada. Se puede matar por dinero, se puede matar por política o se mata simplemente porque así te viene en gana. Cuando se llega a asumir que uno es capaz de matar, se puede matar a quien sea por el simple placer de acertar con aquello que se mueve. Cuando uno aprende a matar, su sangre está vacunada. Se asciende de categoría. Empiezas a respetarte y a ser respetado por todos como si fueras un dios. Te sientes más poderoso, más libre y mucho mejor. Nada de códigos muertos de lloronas melindrosas, nada de pactos escritos. Entonces no son necesarios grandes argumentos ni la presión del mercado que utilizan con frecuencia los burgueses para llevar al aprisco a los corderos. Entonces basta con empuñar la pistola y con mirar a los ojos a las víctimas para ver qué fácil es acabar nuestro trabajo con sólo un golpe de dedo y contemplar de seguido cómo cae la masa humana que rogaba hace un momento. Cuando el cañón de tu arma elige el lugar donde irá la bala que está en la recámara, uno se siente más fuerte, uno disfruta a lo grande en medio del alto Olimpo, dejando atrás la vergüenza, la pobreza o lo que sea. Disfruta porque uno al fin es un inmenso gigante que impone su ley por la fuerza y puede obligar a los otros a hacer lo que nunca pensaron. La muerte no es ningún drama. Muchas veces es gracioso lo que pasa. Se muere de muchas formas y el hecho de ser la causa permite cambiar la comedia, improvisar el papel, jugar con las ansias de vida y construir un teatro en torno al protagonista: 
-Te jodes, cabrón, te he cogido. Te voy a matar, si quiero. Mírame a los ojos fijo y empieza a rezarme en voz baja, porque ahora tu pellejo está en mis manos. ¿Qué me dices, insolente? ¿Que de verdad no te crees que sea capaz de matarte? Espera a que apriete el gatillo. Verás que pronto termino con tu sonrisa insultante y te mando al más allá.

Cernícalo

 \     / 
 \  / 
 Mi vecino más querido es un cernícalo pardo. Él cazaba a los topillos 
 del prado de enfrente de casa, cerniéndose sobre ellos, para dar carne a sus crías. 
 Su nido estaba en la esquina del tejado colorado del edificio más bajo que está justo al lado del mío. 
 Ahora gaviotas blancas, intentan echarles de aquí. Son bandas organizadas, atentas a la basura, 
 mafiosas y muy ruidosas, crueles y peligrosas. 
 "¿No eres un ave rapaz? 
Pues lucha 
por tu 
 libertad" 
 . . 
.

El señor Pachi y la señora Balbina

El señor Pachi y la señora Balbina son dos nombres de mi más remota infancia. Vivían en Vitoria y fueron amigos de mis padres, cuando ellos eran jóvenes. Eran señores mayores, aunque aún no habían llegado a ser como mis abuelos. Me imagino que se conocieron en algunas vacaciones de aquel tiempo en blanco y negro, cuando a los vascos se les tenía por nobles y cumplidores, cuando la hospitalidad a los forasteros era una obligación que exigía corresponder a la recíproca, cuando se trataba con respeto a la gente con más años y nunca se dejaban pasar las navidades sin enviar a su escueta dirección un mensaje de año nuevo. Lo cierto es que se hicieron amigos y que eran buena gente. Yo apenas guardo de ellos poco más que el recuerdo musical de la ciudad de Vitoria siguiendo a la banda alegre que cantaba la copla de Madelón y una foto en la que se les identifica por su nombre. Sólo sé que no tenían descendencia y que un día desaparecieron, cuando supimos de sus muertes sucesivas, por un comentario sucinto y respetuoso al empezar la comida, sentados en torno a la mesa.
Hoy en día, cuando yo ya he alcanzado la edad que ellos representaban en mi memoria de niño, cuando ya no tengo a nadie a quien preguntar por su historia, me encuentro ante su recuerdo lo mismo que un viejo arqueólogo, perdido entre tantas ruinas. Su tiempo pasó de golpe y su rastro lo tiene el olvido, cosido a sus entretelas. Aquel tiempo ya marchito se esfumó entre las estrellas. Aquel tiempo se degrada cada vez que la memoria lo deforma para adaptarlo al presente. De aquel tiempo solo quedan documentos: escritos de autores conscientes, películas en blanco y negro, contratos con firma ilegible, las leyes que se cumplieron y crímenes y amores ciegos, que cuentan su historia muda a pesar de ya estar muertos. Su tiempo no volverá. Por eso escribo estas líneas y dejo que corra a mi lado su recuerdo.

Cervezas

En la tienda del convento de clausura, la monja me contestó: 
-Lo que más echo de menos son las cervezas. 
-¿Las cervezas? 
-Sí, las cañas de los domingos. 
Por eso, el domingo siguiente compré media docena de latas de mahou antes de ir al convento. 
-Sor Juana, mire lo que le traigo. 
-¡Cervezas!, ¡qué sorpresa!, muchas gracias. 
Aprovechando que aún no había clientela, abrimos dos latas a la puerta del local. 
-A su salud.
-Espero que lo disfrute.
Ella sonreía complacida, pero algo en su mirada me decía que, en realidad, las bebidas que añoraba estaban muy lejos de aquí.

Pasa el Pas

 Al paso del Pas 
  por la ría, la marea viene y va.  
  Desde su trono celeste, el astro rey dictamina 
   que el río empiece a bajar cuando caiga el mediodía  
 para evitar que se coma a la duna que se acuesta junto al mar. 
 La lunaque es la que manda, reclama su jurisdicción y acusa al sol del farol:  
  -Careces de soberanía para imponer esa ley-. El río sigue su curso, ignora la voz de mando, 
  espera a que llegue el ocaso y luego, a la luz de la luna, declara su amor a la duna y se sumerge en la ría.