Lorna

Lorna era una maravilla. Una mujer sensual e inteligente, un fruto maduro y lejano, un recuerdo desgastado de un pasado abandonado en la memoria. Ella era profesora, PNN del departamento de Historia Moderna. Ella se estrenó con nosotros, pero sus clases, preparadas a conciencia, no fueron materia olvidada. Sus encantos resaltaban bajo el velo amarillento del inquieto proyector que servía como apoyo a sus palabras. La armonía de los lentos movimientos de su cuerpo o la dulzura de su rostro producían en mi mente los efectos de la droga. Yo era sólo uno más de entre los jóvenes silenciosos que la escuchaban con los ojos entornados, de entre aquellos que apuntaban en sus hojas sin saber si su vergüenza se notaba, de entre aquellos que esperaban la ocasión para decirle alguna cosa. De entre todos, quizá, yo fui el que la tuvo más a mano, el único, tal vez, que cultivó la promesa que su belleza pregonaba y que intentó cosechar su amor sobre el terreno.
Sucedió varios años más tarde, en el curso de un encuentro fortuito en una discoteca. Para entonces yo ya había terminado la carrera e intentaba escribir una tesina que me hacía un ser visible para ella. Aquella noche empezamos por mostrarnos en el suelto como colegas amables que exhibían sus sonrisas para mostrar simpatía, pero luego el pinchadiscos puso el "If you leave me now" de Chicago y a mí me sucedió algo parecido al efecto que produce la riada cuando rompe las compuertas de una presa. Embrujado por las notas de la música, respondí acercando levemente mis labios a su oreja, mientras mis manos avanzaban por su espalda.
Ella notó el sentido del ataque y se apartó con prudencia:
-¿Vienes mucho?- preguntó.
- No. Estamos celebrando mi cumpleaños.
-¿Cuantos cumples?
-Veintisiete.
-Pues muchas felicidades.
Y seguimos indecisos, refugiados en las notas de Chicago, sin saber si era mejor seguir hablando del trabajo o de los bares o dejar que la música expresase lo que el cuerpo nos estaba demandando.
-Me encanta esta canción- añadí.
En apenas dos minutos cambió el disco y el siguiente fue más bien de los de ritmo sincopado. La magia de Chicago se disolvió en el ambiente y ella acabó por sentarse. Desde el centro de la pista contemplé cómo explicaba algún asunto a sus amigas y se ponía su abrigo para marcharse. Pensé entonces en que podría hacerme el encontradizo y acompañarla, pero no me atreví, no tenía suficiente confianza para ello. Así que determiné que sería ella en adelante la que habría de tomar la iniciativa.
Al fin lo hizo, pero no cómo yo habría querido, pero no cuando la lógica de la naturaleza habría obrado el milagro. Lo hizo treinta años después, una mañana heladora de enero en la que Lorna se acercó a saludarnos ante el escaparate de una pastelería del centro de la ciudad de la meseta en donde ella continuaba dando clases. 
-Hombre, pareja, ¿qué ha sido de vuestra vida? ¿Por dónde vivís ahora?
Me sorprendió el tratamiento, me sorprendió la sincera confianza y el interés por saber lo que el tiempo había hecho de mi vida. De ella yo apenas sabía que había sacado la cátedra y que seguía siendo soltera y atractiva. Era una mujer adulta, una mujer segura y elegante. Una roja y pálida flor en el invierno.