A mi padre le gustaba despedirnos en la calle.
En el tiempo que tardábamos en bajar hasta el garaje,
en llenar el maletero y en salir,
en llenar el maletero y en salir,
él llamaba a otro ascensor
y se iba caminando
desde el portal a la esquina.
Desde allí nos despedía.
-Adiós, abuelito, adiós-
y se iba caminando
desde el portal a la esquina.
Desde allí nos despedía.
-Adiós, abuelito, adiós-
le gritaban los niños en el coche,
y su estampa se quedaba allí pegada
reduciéndose al tamaño de una hormiga
a medida que avanzábamos rodando
por la recta que conduce a la autovía.
reduciéndose al tamaño de una hormiga
a medida que avanzábamos rodando
por la recta que conduce a la autovía.
Aquel giro de su mano lo echo en falta
cada vez que el coche emerge por la rampa
y su imagen sonriente ya no está.
cada vez que el coche emerge por la rampa
y su imagen sonriente ya no está.