Un mayo de carne y hueso

Hoy me he visto en el espejo al levantarme y he pensado que, en pijama, soy la viva imagen de mi abuelo. Contemplo su foto en el álbum y me vuelvo a sorprender. Qué mirada tan intensa. Esa brillante calva, esos ojos enterrados en las carnosas arrugas, las largas mejillas colgantes de sabueso y la voluminosa papada que se abomba y se repliega para insertarse en el cuello... Él fue un hombre de carácter, un antiguo concejal de Izquierda Republicana que sufrió atentados falangistas en el año treinta y seis, la cárcel durante la guerra y los campos de concentración del sur de Francia, antes de volver a casa, en el cuarenta, arruinado por el régimen de Franco. Sin embargo fue capaz de levantarse y de sacar adelante a su familia a pesar de seguir siendo un apestado, el único superviviente en treinta años de la antigua democracia en su ciudad. Además, le dio tiempo a contemplar en la tele en blanco y negro la muerte infame del dictador, a conocer en persona al joven Felipe González en un mitin del P.S.O.E. y a votar en las primeras elecciones generales. Murió el día en que se votaba en las municipales y en familia lamentamos que el proyecto imaginado de visitar el ayuntamiento y entregar al alcalde democrático de la naciente monarquía su digna y cansada carga de legitimidad republicana nunca pudo hacerse efectivo.
Recuerdo que, en los años sesenta, en la época en que yo le visitaba con mis padres los domingos, tuvo un problema médico extraño y de mucho interés, al menos para el que suscribe. Fue una especie de colmillo que brotó como un volcán en el centro de su viejo paladar. El dolor que padeció fue tan intenso que pensó que aquello era el principio del fin, pero él no era un hombre sin recursos. Buscó ayuda, recorrió la consulta de cien médicos y acabó por extirpárselo y un día nos lo enseñó:
-¿Lo veis? Creía que era un demonio, pero al parecer era tan sólo una herencia algo tardía.
Yo le pregunté por si lo iba a guardar bajo la almohada para ver qué le traía el ratoncito.
-¿El ratoncito?
-Sí, el ratoncito Pérez...
Y, enseñando bajo el labio mis pequeños incisivos, separados cual menhires en el campo de mi encía, añadí:
-El diente que a ti te sobra, a mi me falta.
Le hizo gracia mi ocurrencia y me dijo que algún día aquel mal diente acabaría por ser mío, porque él lo dejaría establecido ante notario.
Ahora lo tengo aquí. El canino palatino de mi abuelo compensaba el incisivo que nunca jamás brotaría en la boca de su nieto. Por eso, ahora que estoy de nuevo ante el espejo y me miro a los ojos fijamente, le recuerdo como era: un anciano alto y derecho, un mayo de carne y hueso. Sus antiguos cromosomas descansan en paz conmigo y conducen en la nave que hoy piloto su mensaje hacia el futuro.