Un encuentro

Paseaba lentamente por la calle disfrutando del sol del mediodía y tú te saliste de un grupo que se cruzaba conmigo y te pusiste delante, sonriendo.
-¿Quién eres?- te dije, intentando hacer memoria.
-¿Estás seguro de que no me reconoces?
Aquel timbre de su voz resultó como un chispazo, un efímero acto de luz en el desván de mi memoria.
-Sí, sé quién eres, pero he olvidado tu nombre- le dije, adelantando mi brazo y deslizando en forma de círculo la yema del dedo pulgar sobre la del dedo índice de mi mano derecha, y ella dibujó en mi rostro una caricia, que imitaba en la mejilla el recorrido de un borrador de seda sobre la negra pizarra, y continuó su camino.

Hablar en sueños

Por la noche, tú me llamas en tus sueños. Y yo te contesto siempre con palabras cariñosas, porque tengo un sueño ligero que atraviesa fácilmente la frontera a la conciencia sin parar nunca en la aduana:
-Tranquila, tranquila. Lo que pasa es sólo un sueño.
Y tú te acurrucas a mi lado y te sumerges en las olas que tu mente va lanzando hacia la costa, y yo te acompaño en silencio, atendiendo a los peligros que te acechan, esperando a que tu rostro o tus palabras me den alguna pauta para dejarte tranquila o para raptarte del sueño y traerte de nuevo aquí. Casi siempre te pregunto por la gente que aparece, porque antaño me contabas muchas cosas que me orientaban muchísimo, pero ahora casi nunca me contestas. Te empecinas en seguir nadando sola y yo me quedo pensando, indeciso, escrutando algún signo de inquietud bajo tus párpados cerrados para poder despertarte y volver a abrazarte otra vez, mientras tú me miras sorprendida de la suave calidad de mis caricias y cierras de nuevo tus ojos y te vas.

Juegos reunidos

-Si no espabilas te voy a conquistar el territorio de Yakutia- dije.
-De oca a oca- dijo ella.
-Las cuarenta- contesté.
-Órdago- replicó, mientras dejaba caer sobre el tapete verde cinco ases.
Yo no tenía una escalera de color pero entonces la miré fijo a los ojos y concluí la partida:
-Jaque mate.

Sin moverse

En aquellos lejanos años sesenta, las chicas se juntaban a las seis, cuando salían del colegio de las monjas, situado junto al río, y jugaban a la comba a las puertas de mi casa hasta las siete o siete y media. Venían vestidas con un uniforme de faldita príncipe de gales y jersey verde, y yo escuchaba sus canciones y el ruido que hacía la cuerda, repicando sin cesar sobre la acera, mientras intentaba a toda prisa acabar con los deberes para conseguir el visto bueno de mi madre y poder así llegar a tiempo de ver los dibujos animados. Entre ellas, casi siempre, estaba Elsa, una chica encantadora que saltaba como nadie aquí debajo. Su afición, al parecer, iba mucho más allá del propio juego, porque en muchas ocasiones aparecía con aquella cuerda corta con sus mangos de madera y empezaba aquella danza colosal sin moverse del lugar en donde estaba. Mi madre también la miraba y decía que, salvando las distancias, era como Manolete, porque su acción primorosa se clavaba en un lugar del que a pesar de los saltos apenas se movía. Yo tan sólo hablé con ella en un baile matinal de discoteca. Fue un momento deseado muchas veces, porque ambos nos hacíamos algún tilín, aunque todo pasó sin pena ni gloria. Ella, no sé por qué, me dijo entonces que su objetivo en la vida era seguir en su sitio, mantenerse imperturbable frente a todos los que intentaban manipularnos y permanecer siempre en el bien y en la defensa de lo correcto. 
Cuando tiraron las chabolas del callejón, Elsa se marchó con su familia a un piso de protección oficial de un barrio lejano y gris. Supongo que para ella aquello fue muy doloroso. Sus amigas me contaron que estudió en el I.N.E.F., que se afilió en la transición al partido socialista y que trabajó como profesora de gimnasia en un instituto de provincias. 
Anteayer me la encontré dando un paseo por la orilla del río. Fue como una aparición: Una señora jubilada, dando saltos a la comba sin moverse del lugar en donde estaba.
-¿Eres Elsa?- le dije.
Y ella me reconoció al instante y luego me sonrió. Me contó que, aunque la vida te modela de tal modo que destila tus mejores virtudes y que oculta tus mayores defectos, ella seguía siendo la misma; que los tiernos ideales que un día me confesó seguían, grabados en oro, sobre su único altar, y que por eso, precisamente por eso, ahora vivía sola y no votaba ya al partido.

Tiritando

Te duele mucho la rodilla. Acabas de pasar sobre ella el agua fresca del lavabo y el jabón del baño para limpiarla, pero la sangre sigue brotando. De modo que te levantas, buscas el botiquín, lo abres, deslizando la cremallera sobre los invisibles raíles, extraes el betadine y escoges la tirita que se adapta mejor al tamaño y a la forma de la herida. Te sientas. Lo primero es extender el desinfectante rojo sobre la erosión cutánea. Luego rasgas el papel del envoltorio industrial de la tirita y extraes su contenido. Contemplas su color mate, le quitas el papel blanco y la pegas en la herida, tiritando.

Un ocaso

Era el momento mágico en el que el sol intentaba esconderse bajo tierra y mis ojos disfrutaban con el fulgor colorado. Avancé hacia el horizonte y de pronto me encontré con su silueta inconfundible al contraluz:
-Coño José, ¿tú por aquí?
José levantó la vista como para mirarme pero no pareció verme, así que le hablé en voz alta:
-Joder, tío, cuanto tiempo.
Él estaba a lo suyo, miraba hacia el fondo del mundo, miraba sin enfocar. Su rostro no daba muestras de escucharme.
-Sí, lo sé. No quieres hablarme. Estás enfadado conmigo.
De pronto me dio la espalda y comenzó a caminar.
-Oye, espera, espera... Nosotros somos amigos ¿no? Los amigos son amigos porque quieren. Ser amigos es un acto de voluntad, no un acto de conveniencia. Es como en las parejas. Ser amigos significa muchas cosas: Que nos hemos ayudado, que nos hemos hecho daño y que hemos vivido a la vez.
José siguió caminando sin volver la vista atrás.
-Joder, tío, perdona. Sé que a veces no he cumplido, que no te he seguido en tus cuitas, que me pasé con mis críticas y con mis chanzas a destiempo. Deberías entenderme. 
Pero él se marchó hacia el ocaso y yo me froté los ojos porque un vago sentimiento de abandono me decía que de allí no volvería nunca más.

En el bocho

Después de echar un chinchón en el despacho de casa, Txetxu y la chacha de Chiapas se fuman la china entera y se devoran un ocho. El chico, que está al acecho del pecho de la chicana, ha improvisado un lecho con un colchón y una colcha y ha dicho al llegar la noche: 
-¿Me dejas tocarte un poco?
Y ella, que es chacha chocha, pochada de chocolate, se quita el poncho y el cincho, libera sus michelines e intenta pincharle al chico:
-¿Tú quieres pasarlo chachi?
El muchacho agarra el pecho y chupa como un poseso:
-Tu petxo me da la ditxa.
 Y entonces ella le chista un chisme que tiene chiste, una chanza localista:
-Me han dicho que en esta orilla no saben tocar la chistu. 
-¿Que no tocamos la txistu en esta orilla deretxa? ¿Nos tatxas de poco matxos a los de Guetxo y Neguri?
-Eres un mamarracho.  
Como un chamán de su sexo, el muchacho saca el chisme, se cala una gran chapela y chilla cual rompetechos:
-En Bizkaia, Matxitxako. Con este totxo te tatxo.
Y ella, que ve el chorizo, intenta chincharle un poco: 
-Del dicho al hecho hay un trecho. Para un chaval como tú, mi chocho es mucho trabajo. 
Y Txetxu se pone chulo. 
-Mi pitxa es un bitxo malo. Con este catxo de txorra te matxaco. Te pago lo que haga falta. ¿Me la txupas y txingamos por la notxe a trotxe y motxe? 
Y ella se enfada mucho.
-Soy chacha pero no puta y a ti te falta una ducha. Eres un gocho asqueroso.
Y Txetxu, que lucha con ella e intenta llevarla al coito, y ella que no se achanta y que sale como un rayo del despacho, coge el poncho y se marcha a toda prisa del chalé.
Luego en la calle respira, en el poncho abrocha un broche, que es de azabache de Chiapas, y canta este chévere charro que suena como un cha-cha-cha: 
-Escucha, mi amor, escucha: Mi hucha no guarda monedas. Mi hucha es de chicha blanda y se abre con llave de seda que tú no sabes usar.