El enigma de su nombre

De Remedios, mi mujer, que era capaz de arreglarlo casi todo, se decía que era el polo opuesto de la "bruja averías". Tanto es así que tuvimos amigos que le cambiaron el acento a su nombre para transformarlo en una palabra aguda y aludir de esa manera a lo divino de su ingenio. Por re-medios, además, la mía era una mujer muy centrada, y eso me molestaba porque yo, como los buenos matadores, prefería siempre la zona excéntrica de los tendidos. Por esa y otras razones, que no vienen al caso, hemos decidido separarnos. Ante el juez, me pide que reme y reme, como ella, para poner a nuestra barca en un lugar equidistante y seguir navegando juntos por el tiempo.
Medí y remedí su propuesta, acabé por rechazarla: ¡No!, no quiero más Remedios.

El viento y la peña

Él era un viento ingenuo, una masa brusca y joven que invadía la montaña de repente con su esencial inconsciencia, y ella una peña enhiesta, una gran masa afilada de roca gris y brillante, vestida de verdes bosques. Ella exhibió su atractivo para atraer al muchacho y él resopló como un toro. Las caricias masculinas de aire tibio resbalaron como gotas sobre la piel femenina de piedra angulosa y firme, pero no fueron capaces de fecundar sus entrañas. Ella tardó en concederle la llave de su corazón y él decidió progresar, dejarse arrastrar hacia abajo por la pendiente inclinada y contarle al largo río su aventura. El muchacho llegó al valle y su ímpetu se fue frenando. La memoria le cambiaba poco a poco con la fragua de la calma y la firmeza. Volando sobre los mares, cruzando los continentes, apagando cien mil fuegos, diseñando dunas blancas, bailando con los abedules o aumentando el radio azul de las olas en la costa, el viento siguió su camino, mientras ella seguía firme, clavada en la cordillera. Ella permaneció en su lugar, ella siguió de guardia sobre la línea de cumbres, enfrentándose a la fuerza de los locos meteoros y esperando a que su amor volviera otra vez a buscarla, derribase uno tras otro a los pinos que guardaban sus secretos, la penetrara en su cueva y se quedara a su lado para siempre.
Después de la eternidad, después de cientos de años avanzando sin cesar en la cuenta de los números enteros, el viento cansado y seco volvió a encontrarse con ella. A la hora del ocaso, la roca lo vio llegar: Él era un viejo cansado sin casa y sin porvenir. El viento la miró a ella, mugrienta y redondeada, sin recordar el pasado, sin comparar la apariencia de lo nuevo con la forma juvenil original, ni comprender el sentido de las líneas que el presente va trazando hacia el futuro. El viento, ignorante y mendigo, buscó acomodo en su cueva y ella se dejó habitar sin sospechar que la suerte culminaba la deseada carambola de la forma más extraña y más fugaz. En efecto, con la aurora, el viento sopló hacia el arroyo y reanudó su camino. Algo dentro le decía que a aquel sitio no debía volver.