Cuando el viento se levanta, las telarañas ondean como banderas de muerte. En los huecos del adobe de las tapias de la calle que baja hasta el cementerio, las arañas nos recuerdan a las parcas, que tejen y tejen trampas y que cortan al final el hilo que nos condena.
-Si vibra la trampa tejida es como si llamases al aldabón de una puerta. Mira cómo sale el bicho- dijo Rafa.
Ana vio cómo el joven adelantaba
su mano hasta tocar la telaraña y cómo asomaban las enormes patas:
-¡Déjalas quietas, por favor!
Ana se había apartado horrorizada,
pero Rafa tiró de ella y la apretó contra él. La muchacha cedió un poco para seguir
en contacto, pero giró su cabeza para impedir que él la besara.
-Vamos, que se nos hace tarde. Anda, vete
sacando la cámara. Tenemos que filmar la fiesta- cortó Ana.
El joven se quitó la mochila de
la espalda y le fue dando el material, empezando por la cámara.
-¿Tienes preparado el micrófono?-
preguntó Ana.
-No te preocupes eso es pan
comido.
La chica fijó su atención en el
rumor que venía del cementerio.
-Oye- le dijo -me encantan esos mariachis.
¿Te imaginas la película? Un sonido que se va concretando poco a poco, un
sonido que se hace más claro a medida que el paisaje va saliendo del polvo o de
la niebla.
-Sí- contestó -eso está chido. Espera,
que pongo en marcha la grabadora.
Rafa preparó sus aparatos y avanzó
con el micrófono delante, como un cazador de sonidos en el centro de un safari. Ana
le seguía con la cámara colgada, con los objetivos apropiados instalados y con el trípode bajo el brazo. Los ecos de la
música se mezclaban con el guirigay de los puestos de flores y con el ruido de
sus pasos ligeros.
Al pasar bajo el arco de la entrada del cementerio, Rafa interrumpió la grabación y comentó el
espectáculo:
-¿Qué te parece? ¿No te lo había
dicho? ¡A que merece la pena!
La noche
estaba cayendo y las luces de las bombillas reforzaba los colores amarillos de
las flores. Ana estaba fascinada. Tenía allí delante a todo el pueblo: los viejos y los adultos hablaban
animadamente. Los niños jugueteaban, saltando sobre las tumbas y se oían las canciones superpuestas de la fiesta.
-Esto es mi México- añadió Rafa -un
territorio mestizo. El país que debe al tuyo su lengua y su magro estado, y
también los curas viejos que hicieron su independencia. Un lugar donde la vida
vale poco y en donde la muerte está presente en casi todo.
Ana extendió su brazo para dejar
el trípode en las manos del joven y se llevó a los ojos la cámara para ensayar
los encuadres.
-¡Es formidable! La vida y la muerte juntas, compitiendo. ¿Crees que nos
dejaran hacerlo?
-Sí, no creo que se opongan. A los mejicanos nos
encanta salir por la tele.
A su izquierda, un hombre con su
guitarra cantaba "Cachito mío" y Rafa le comentó a su amiga y compañera de fatigas:
-Para la gente rica hay mariachis grandes con cinco o seis miembros, pero también los hay de dos o de uno para los pobres.
Ana, sin embargo, estaba más interesada en la
familia de la tumba de la derecha, que había empezado ya la cena. El puchero con
mole caliente olía mejor que un perfume.
-Oye Rafa- dijo Ana -pregúntales
si hay algún problema en que les filme.
Rafa se acercó a los mayores, que
se encontraban sentados sobre la losa de la tumba, y Ana vio cómo sonreían ante la plática de su amigo. Apenas
tardó un minuto. El muchacho hizo un gesto inequívoco, levantando el dedo gordo en la distancia, y Ana comenzó un largo
plano que penetraba en el grupo. Luego el objetivo giró en horizontal
persiguiendo un primer plano de los rostros.
-Mi hermano Tomás se murió hace tres
años estuvo luchando un mes entero, pero al
final claudicó-dijo el que parecía más anciano-. Mientras vivió fue mi hermano. Apenas nos encontrábamos en navidad
y el día de los muertitos, pero desde que se murió no hay un día en que no
piense en él.
-Yo lo entiendo- dijo Rafa - mi
padre también está muerto.
-A mi hermano le gustaba mucho el
mole y hoy lo hemos hecho a su salud, ¿quieren ustedes probarlo?- añadió el viejo.
Como el hambre no faltaba y los
pesos no eran muchos en sus bolsillos de pobre, los dos jóvenes aceptaron la
invitación. Se sentaron en la tumba, justo al lado del anciano, intentando con sus gestos dar señales de respeto y de sincero agradecimiento. Sin embargo, la comida estaba picante y Ana no pudo evitar resoplar.
-Vaya, se ha enchilado- dijo entonces
el anciano-. Lo mejor es beber leche. Dadle un vaso.
Un chiquillo rebuscó en una bolsa
verde, sacó la botella blanca y rellenó un vaso de plástico. La joven bebió a tragos cortos.
-Ana es española y no está
acostumbrada al picante- dijo Rafa.
-¿Española?
-De Santander, en el norte.
La chica, que empezaba a lamentarse de no haber besado a Rafa, dejó ahora que su mente volase hacia su patria lejana. Echaba de menos aquello. Dos enormes lágrimas bajaron por sus mejillas y añadió:
-Cuando mi padre falleció, yo ya estaba de este lado del Atlántico, así que no pude despedirme.
-De mi padre apenas me acuerdo. La
última vez que lo vi yo tenía solamente cinco años- dijo Rafa.
-Morirse es lo más natural. Lo que
es raro es estar vivo- terció el anciano justo al tiempo en el que el mariachi de la tumba de al lado entonaba desafiante el estribillo de: "Y volver, volver, volver..."
El sonido de este canto sirvió entonces para raptar la palabra del viejo. Parecía embelesado por el sentido que adquiría la letra en aquel contexto. Elevó su mirada cansada hacia la oscuridad de la noche y esperó como ausente. Cuando la música cesó, en su pecho se abrió paso un profundo suspiro. Después añadió:
-Ustedes son muy jóvenes y tienen toda la vida por delante. Nosotros, los viejos, somos otra cosa. Nosotros somos memoria y vivimos recordando a nuestros muertos, suavizando los contornos de sus faltas, perdonando sus ofensas o incluso insultándoles, y así los animamos un poco. Seguimos hablando de ellos, valorando el patrimonio que dejaron, visitando los paisajes o las casas que hace años compartimos y rememorando sus frases afortunadas o sus visibles torpezas hasta que al fin conseguimos que algunos nos hagan caso. No es necesario invocarlos por su nombre. Ellos ya no son seres humanos. Ellos son sólo fantasmas, almas huecas, transparentes, que en sus huras nos esperan como arañas al acecho de un extraño movimiento al exterior. Al final salen confusos, temerosos de los riesgos de la luz y nosotros no nos damos cuenta. Asoman su cabeza, nos miran un momento e, incapaces de saber si son ellos realmente, vuelven a meterse en sus guaridas, sin decir una
palabra y sin llorar.