Canción del drogata

Le he visto llegar en moto.
Hoy vende a precio de oro 
viajes de blanco caballo...
Preparo la guita en silencio 
y se la entrego al pasar.
El antro umbroso en la tarde
protege su identidad:

-Te busqué en la cabalgata, 
siguiendo a Melchor o a Gaspar-
le digo, intentando un sarcasmo.

-Salimos con Baltasar. 
También nos gusta lo negro-
me contesta en la penumbra
y luego se gira en redondo
y se enfrenta con mi rostro
en el fondo del local:

-Es cierto, soy un camello,
un despojo, un traficante,
un viejo pirata sin mar,
un ser humano inmoral.
No aspiro más que a esnifar
un par de veces al día.
Estoy de vuelta de todo.

Tú sabes que suelo cantar:
"Que es mi dosis mi tesoro, 
que mi ley es la omertá, 
mi dios el polvo de nieve 
y mi patria un sucio bar".

Pues eso, no digo más.
A Espronceda, estoy seguro,
la letra le va gustar.

La novena

En mi pueblo, cuando se acerca Santa Cecilia, siempre nos ponemos de acuerdo para hacer una novena.

No es justo

Toño apareció de improviso por la puerta del salón, llorando con toda su rabia:
-¡Me ha pegado! ¡Me ha pegado!
Detrás venía Rhut:
-No es verdad, papá, no es verdad.
El padre levantó la mirada, ajeno a toda la historia. Tenía un engorroso examen en la mano y un argumento clave en la cabeza que había que verificar antes de que se esfumase.
-A ver, ¿qué demonios pasa?
-¡Me ha pegado! ¡Me ha pegado!
-No es verdad, ¡mentiroso!
El padre empezó el interrogatorio, intentando poner calma en medio de la excitación y haciendo ostensible su mirada escrutadora, ese intenso dardo de la verdad que sólo servía cuando hacía diana justo en el centro de las pupilas de cada uno de los niños.
-Dime, Toño, ¿por qué te ha pegado?
-Porque, porque...
-Qué no, papá, no le creas, que se lo inventa todo- le interrumpía Rhut cada vez que su hermano pequeño abría la boca.
Lo de siempre, pensó el padre, así no hay forma de aclararse.
-Sabéis lo que os digo, Ni una palabra más. Ahora mismo os vais de aquí. Cada uno a su habitación, luego hablaremos.
-Pero papá, yo no he hecho nada- retrucó la niña.
-No, no es justo- dijo Toño, que seguía llorando como una magdalena.
El padre suspendió su juicio un momento para escuchar el eco de esa última frase, la misma frase que él repetía de niño cuando su madre, que siempre lo hacía responsable de todos los conflictos, le castigaba.
-Justicia, ¿qué es eso? Una palabra, nada más. ¿Tú quieres ser justo? Entonces di la verdad ¿Qué es lo que ha pasado?
Pero antes de que los dos niños ordenasen sus ideas e intentaran explicarse, el padre se paró en seco. De pronto se dio cuenta de que cada vez estaba más lejos de saber qué sucedía. El tiempo corrompe el pasado porque la memoria, en realidad, es ya un cadáver. La verdad y la justicia son términos abstractos. Ideas de un éter lejano. Si seguía preguntando tan sólo contribuiría a dar pábulo a las varias justificaciones de cada uno. Además, este juego tenía siempre un perdedor: el muchacho que aún no usaba las palabras como un arma arrojadiza, el muchacho que a su edad aún no sabía que ésa era la única forma civilizada de atacar y defenderse. Por eso y porque la urgencia del examen demandaba toda su atención, el padre lanzó un suspiro, abrazó a los niños y reconoció su fracaso. 
-Lo siento. Se acabó. Ni una palabra más. Se acabó.